26/04/2024

Santos – Septiembre

1 - Josué y Gedeón (Antiguo Testamento)
Son dos caudillos que consiguen grandes triunfos para el Pueblo de Dios. Josué, el varón casto según las Escrituras, acumula prodigios victoriosos gracias a la ayuda del Altísimo; Gedeón, juez de Israel, es el vencedor de los madianitas, no de una manera inexplicable, pero sí paradójica y significativa. En ambos casos las batallas las gana Dios, los hombres sólo contribuyen con su fe, a la que secunda el esfuerzo.

Josué derriba las murallas de Jericó con cánticos y detiene el curso del sol para que los suyos puedan imponerse al enemigo. No se le pide pasividad, pero sí entrega absoluta al misterio, colaborar sabiendo que no es él el vencedor. Hay que dar vueltas a la ciudad cantando, hay que librar la batalla, pero es Dios quien hace el prodigio.

La historia de Gedeón es aún más asombrosa. «Es demasiada la gente que tienes contigo para que Yo entregue en tus manos a Madián, y se gloríe luego Israel contra mí diciendo: Ha sido mi mano la que me ha librado». A Yavé le sobran tropas porque quiere evitar este equívoco, y da todas las facilidades para que los combatientes abandonen, los selecciona hasta quedarse sólo con trescientos soldados, de los treinta y dos mil que eran al principio.

Así no cabe duda de quién gana la batalla. El Dios de Israel se ríe de las estadísticas, escarnece el cálculo de probabilidades, pisotea la lógica, no cree en el número, en la cantidad tranquilizadora, sino en la calidad, en la fe de las almas. Quizás en el número, en lo cifrable haya siempre una tentación diabólica, la de la seguridad humana.

¿Cuántas divisiones tiene el Papa?, la pregunta se atribuye a Stalin, pregunta diabólica y en el fondo necia, como todo lo diabólico.

1 - Gil (¿siglo VIII?)
También llamado Egidio. Se supone que era de origen griego y que tras una peregrinación a Roma, se dirigió al mediodía de Francia, al valle del Ródano, donde en Arles se hizo religioso; posteriormente se retiró a un bosque no lejos de Nimes, y allí vivió como ermitaño hasta fundar un monasterio, hoy Saint-Giles-du-Gard, famosa etapa en los caminos de Santiago y de Roma, del que fue abad.

Imposible saber lo que hay de cierto en esta historia que la Leyenda Dorada adornó infinitamente en la Baja Edad Media, cuando san Gil era uno de los santos más populares de toda Europa (llevaban su nombre muchas iglesias de Francia ─sobre todo en el sur, ya que, como se ha visto, es un provenzal de adopción─, de España y de Italia, pero también de Austria, incluso de Inglaterra y Escocia -la misma catedral de Edimburgo- y en la Cracovia polaca).

Los hechos que se le atribuyen son de una delicada belleza, como el tradicional relato de la cierva perseguida por los cazadores y a la que protege a costa de ser herido él mismo, o el de los tres lirios que florecen en un yermo, disipando sus dudas acerca de la virginidad perpetua de María.

Pero hay más. San Gil, según se creyó, era el único santo a quien podía invocarse con la certeza de que los pecados se perdonaban, siempre que el pecador se arrepintiese y tuviera propósito de enmienda (Trento se alarmó ante tan singular prerrogativa que parecía declarar prescindible la confesión oral).

No hay que exagerar, pero san Gil es un santo tan comprensivo, tan cristiano en su misericordia, que pueden excusarse ciertas derivaciones de su culto. Es el abogado de los pecadores, casi nada, y se le invocaba contra el miedo, no se puede pedir más. Las madres solicitaban su ayuda en los terrores nocturnos y pesadillas de sus hijos.[/su

2 - Teodora (¿siglo V?)
Otra figura de santidad con no pocas incertidumbres históricas, y anticipémonos a decir que el relato suena más a novela ejemplar que a episodio vivido. En cualquier caso, un tema infrecuente en la hagiografía, el adulterio. Las santas que contraen matrimonio suelen ser de una virtud incorruptible, y aquí se nos cuenta la caída de una mujer casada.

En su ciudad natal de Alejandría de Egipto, Teodora era una dama irreprochable de costumbres hasta que la tentó con su pasión un joven que al no conseguir sus propósitos recurrió a «una vieja hechicera endiablada que con sus falsas razones la engañó y pervirtió para que consintiese».

Después del pecado quedó tan triste y afligida que sólo pensó en hacer penitencia, se vistió de hombre y se fue a un monasterio donde suplicó al abad que la admitiese para purgar sus culpas. Allí, con el nombre de Teodoro, admiró a todos por el rigor de sus mortificaciones.

La moza de una posada acusó al falso monje de ser padre del hijo que había tenido con un viajero, Teodora no quiso negarlo y el abad la echó del monasterio con el niño, que ella crió en las soledades con leche de ovejas mientras el sol hacía su cuerpo «tan requemado que parecía un negro de Etiopía».

Siete años después se la volvió a admitir, aunque sin permiso para salir de su celda, y allí murió la penitente; entonces, ante el estupor general se descubrió su verdadera condición. El niño que ella crió llegó a ser con el tiempo abad del mismo monasterio.

3 - Gregorio el Grande (c. 540-604)
Cuando todo parece que se derrumba el pueblo elige por aclamación a un papa y santo que se llama Gregorio. El Tíber se desborda, la peste diezma la ciudad, brotan herejías por todas partes, desde el norte los lombardos amenazan con engullir Italia entera y los bizantinos resultan amos orgullosos e incómodos. Roma, humillada y desmoralizada, entre ruinas y grandes recuerdos, cree ver acercarse su final.

Gregorio tiene cincuenta años, pertenece a una familia de patricios y ha sido prefectus Urbis, pero lo dejó todo para hacerse benedictino, convirtiendo su palacio del monte Celio en el monasterio de San Andrés (es el primer papa que ha sido monje); más tarde fue nuncio en Constantinopla, buena experiencia de la tortuosa diplomacia de Bizancio.

Cuando le eligen su primera reacción es sobornar a unos mercaderes para que le ayuden a huir de Roma. No hay escapatoria, en estos tiempos de desolación y catástrofe («este mundo es una antorcha ya apagada» nos dice) será un gran papa, tan grande que adopta el título de «siervo de los siervos de Dios» para subrayar la humildad servicial del que ocupa la Silla de Pedro. Corto de estatura, frágil y enfermizo, desengañado de la vida y muriéndose de nostalgia por el claustro, pendiente de su lectura predilecta que es nada menos que el libro de Job, este hombre que parece no dar valor a las cosas humanas rige la Cristiandad de un modo firme, inteligentísimo, eficaz.

Pacta con la fuerza bruta de los lombardos y para los pies a la altivez de Constantinopla, sofoca cismas, manda misioneros a Inglaterra, socorre a los desvalidos, exige piedad y pobreza a los religiosos, adoctrina a los fieles y ejerce muy bien la autoridad («el gobierno de las almas es el arte de las artes»). Quizá sin fundamento, su nombre va unido al canto llamado «gregoriano», pero en la historia de la santidad representa sobre todo la primacía de lo espiritual que aporta como por añadidura el secreto de manejar admirablemente las desdeñadas cosas de este mundo.

4 - Moisés (siglo XIII a. de C)
En el Antiguo Testamento es la figura capital del depositario de la promesa, el varón fuerte que aguanta sobre sus hombros la Ley: profeta, guerrero, legislador y libertador, el que habla con Dios en las tempestuosas alturas y saca al pueblo elegido de la esclavitud en medio de prodigios estupendos.

En la tremenda visión de Miguel Ángel es un titán airado y sublime, sujetando las tablas que recibió en el Sinaí, negándose a aceptar la debilidad de los suyos, que en el desierto murmuran: Al menos cuando éramos esclavos en Egipto comíamos todos los días, allí había ollas de carne y nos hartábamos de pan.

Dios ha elegido a aquella gente entre todas las razas, la guía y la protege, la hace libre y le anuncia cosas inimaginables, y se quejan porque la comida no es de su gusto, echan de menos el cautiverio en el que tenían la pitanza segura; eran esclavos en tierra extranjera, pero podían hartarse de pan, su mayor aspiración.

A Moisés la mediocridad y la cobardía le sublevan, es un caudillo con una talla moral muy superior a la de la mayoría de los israelitas que le siguen. «Ya no surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara, ni semejante a él en los signos y portentos que el Señor le envió a hacer en Egipto».

Y como siempre la santidad está marcada por un intenso contraste para recordarnos lo que somos, y Moisés va a morir contemplando la tierra prometida desde el otro lado del Jordán. «Verás de lejos la tierra, pero no entrarás en la tierra que voy a dar a los israelitas». El signo final y humano de este gran capitán es la frustración, Dios permite que lo pueda todo salvo lo que más deseaba, y antes de ver a su Señor sin velos conoce el sabor del fracaso.

5 - Lorenzo Justiniano (1381-1455)
En Venecia todo parece que tiene que nacer del lujo, de la esplendidez más magnífica, hasta la santidad, y el gran santo veneciano, al que Juan XXIII proponía como guía y modelo de la ciudad de los canales, salió también de una familia prócer, y en su primera juventud fue caballero inquieto y fastuoso que deslumbró a los venecianos.

Luego se habla de la aparición de una Dama celestial que despertó en él ambiciones más altas. «La sabiduría de Dios» le condujo a la vida religiosa, a las prácticas ascéticas más duras y a recorrer su ciudad natal vestido de esparto con una cruz en la espalda, mendigando para los pobres.

Todo esto respondía muy bien al ideal de la Sabiduría de Dios: penitencia, humildad, oración, vivir para los necesitados. Era el mayor saber que podía adquirir el hombre, y así desafiaba contento al lujo y a la belleza de Venecia, recorriendo sus calles como un mísero cruzado de la limosna.

Muy contra su voluntad, aquello no fue el fin de su vida. Se le eligió obispo y más tarde patriarca de Venecia, el primero de ellos, patriarcado que siglos después ocuparían dos papas contemporáneos, san Pío X y Juan XXIII.

Entonces se comprobó hasta qué punto un espiritual intransigente puede gobernar bien, y hasta qué punto la política de Dios y el gobierno de Cristo dan frutos más efectivos, más prácticos, que las lecciones de Maquiavelo, que vivió en su misma época.

En Venecia se le recuerda como el milagro de la santidad hecha vida contemplativa y función de mando, misticismo y acción; de un modo que estaba lejos de prever, la Sabiduría de Dios le inspiró en la doble cara de la Verdad y la Caridad, del amor desdoblado en altura y en ayuda fraterna.

6 - Eleuterio (siglo V)
Su nombre ha llegado hasta nosotros gracias a su amigo el papa san Gregorio el Grande, quien nos dice que fue abad del monasterio de San Marcos Evangelista en Espoleto, que vivió mucho tiempo y que «conversó conmigo en Roma, en mi monasterio, donde murió».

«Fue de tanta virtud», dice el pontífice, «que con sus oraciones resucitó un muerto», y le atribuye también la curación de una enfermedad que él padecía, «que si no comía a cada instante parecía acabárseme la vida». Bastó que el santo abad le bendijera para que san Gregorio no volviese a sentir los efectos de su mal.

Pero Eleuterio era citado sobre todo, más que por sus méritos, que debían de ser muchísimos, por una debilidad que nos lo hace sentir más próximo; no es el santo que se nos describe como casi impecable, sino el que es víctima de un momento de flaqueza.

Ciertas monjas le habían encomendado la custodia de un niño atormentado por el Diablo, y como después de muchos días el Espíritu Maligno no se manifestase, parece ser que el abad comentó un día a sus monjes: El Diablo se burlaba de aquellas santas religiosas, pero ahora no se atreve.

Al instante, el Demonio volvió a apoderarse del niño, y Eleuterio comprendió que en sus palabras había habido vanagloria. «Reconoció su culpa, lloróla amargamente y pidió a todo el monasterio que se pusiera en oración e hiciese penitencia». Una simple frase con una pizca de soberbia hizo que el Diablo volviese a sentirse en terreno propio, y se necesitó la colaboración de todos para volver a echarle.

7 - Regina († 25)
Regina o Reina, de la ciudad de Alesia -hoy Alise-SainteReine, en la Borgoña-, lugar célebre por la derrota de Vercingetórix a manos de César, fue una doncella galorromana que a los quince años descubrió la fe de Cristo y se bautizó, ofreciendo a Dios su virginidad.

Dice el padre Ribadeneira que «era tan hermosa (esmalte que divinamente sale sobre el oro de la virtud) que pasando acaso por Alissia Olibrio prefecto y viéndola se enamoró de ella. Hízola venir a su presencia y sabiendo de ella misma que era cristiana, la mandó poner en la cárcel, advirtiéndola que él iba a un viaje, y que si al volver de él no había mudado de religión experimentaría su rigor».

Lo demás es previsible, Regina se niega a sacrificar a los dioses, la someten a tortura y «rasgan sus delicadas carnes con uñas de acero»; siguen más tormentos, se producen prodigios (un terremoto, voces celestiales, una paloma que acude a consolarla y que sana sus heridas) que hacen que se conviertan a la fe ochocientos cincuenta gentiles, y por fin es degollada.

Como tantas otras historias de mártires antiguos, ésta nos parece cándida e inverosímil, y sin duda en ella hay una porción de elementos fantásticos, de adorno y ejemplaridad; pero sus exageraciones, que magnifica nuestro buen Ribadeneira, son como el aderezo hiperbólico de un drama bien real, dar la vida por la fe que se tiene, y una cosa así justifica los excesos de cierta desmesura, no va uno a regatear un poco de imaginación con un tema así.

8 - Natividad de la Virgen
La Virgen de setiembre es fiesta muy antigua que empezó a celebrarse en Oriente y que ya antes del año 700 era en Roma una de las grandes solemnidades marianas. Conmemora el primer episodio de la Redención, a la que anuncia, como dicen con garbo popular los versos de Lope de Vega:

Canten hoy, pues nacéis vos,
los ángeles, gran Señora,
y ensáyense desde ahora
para cuando nazca Dios.

Por su parte Giotto ve este momento en la capilla paduana de los Scrovegni con una serena majestad que no olvida los detalles cotidianos, como queriendo transmitir la lección del hecho trascendental que irrumpe en la vida común sin turbarla. La Virgen nace discretísimamente.

Un himno anónimo quizá del siglo VII, el Ave maris stella, explica con mucha sencillez, para los analfabetos espirituales que somos, lo que empieza en este día: santa Madre del Verbo, perpetua Virgen, puerta feliz del Cielo, y en seguida pide: Monstra te esse matrem, Demuestra que eres madre.

Virgo singularis, Oh doncella única, libres ya de pecados, haznos buenos y puros, y en un inciso proclama el gran elogio: Inter omnes mitis, Benigna como nadie, que tal vez habría que traducir más llanamente: Tú sí que eres buena.

He ahí la más consoladora de las conclusiones. María nació con un fin que no puede estar más claro: Ut videntes Jesum, semper collaetemur. Para que viendo a Cristo siempre nos alegremos.

9 - Pedro Claver (1580-1654)
«La vida que más me ha impresionado después de la de Cristo», dijo el papa León XIII cuando lo canonizó. Y efectivamente la suya fue una vida muy cristiana en el sentido más propio del término, imaginamos a Cristo en la América del siglo XVII y le vemos haciendo lo que hizo Pedro Claver.

Era de un pueblecito catalán llamado Verdú, se hizo jesuita y en Palma de Mallorca un santo portero, Alfonso Rodríguez, reconoció en él la santidad, aconsejándole que cruzase los mares «porque allá en las Indias tendría que padecer mucho».

Así, en Cartagena de Indias, en lo que hoy es Colombia, fue «esclavo de los esclavos», dedicó treinta y tres años de servicio a los seres más desheredados, los esclavos negros que traían de África, ignorantes, enfermos, moribundos, cuidándoles y evangelizándoles con una solicitud heroica que con frecuencia provocaba el asombro incomprensivo.

Pero él estaba enamorado de aquella pobre humanidad, todo le parecía poco para socorrer a los negros, a los presos de la Inquisición, a los extranjeros que capturaban las naves españolas, y cuando no se desvivía por los demás, rezaba y adoraba por la noche el Santísimo Sacramento.

Cuando las damas españolas insisten en que las confiese, se resiste y sólo accede después de haber confesado a todos los negros: las cosas claras, todos no somos iguales, los que sufren y son despreciados tienen prioridad.

En sus últimos años el hombre más activo de América está condenado por el mal a no moverse de un rincón, y le cuida un esclavo negro que le maltrata. Es hora de que la imitación de Cristo se convierta en paciencia y sonrisa, hasta que muere desvivido por el afán de ser como Él.

10 - Nicolás de Tolentino (c. 1245-1305)
Nacido en Fermo, cerca del Adriático, en la marca de Ancona, recibió este nombre por la devoción que tenían sus padres a san Nicolás de Bari, perteneció a la orden de san Agustín y residió la mayor parte de su vida en un convento de Tolentino, no lejos de su lugar natal.

Este santo fue popular por su fama de milagrero, y como «el santo de los milagros» le evoca Lope de Vega en una de sus comedias, pero es también conocido como abogado de las almas del Purgatorio -de las que se dice que tuvo una terrible visión pidiéndole sufragios- y protector de la Iglesia.

Fue asimismo hombre de grandes mortificaciones, que ayunaba de forma casi perenne, predicador ilustre, contemplativo y objeto de insólitas manifestaciones de la predilección de Dios: se dice que una estrella nunca vista iluminaba el cielo de Tolentino anunciando su futura gloria,

y que seis meses antes de morir, todas las noches, a la hora de maitines, le daban música los ángeles, con lo cual él entendió que se acercaba su muerte. Sin menospreciar todos estos aspectos de su personalidad, subrayemos otro no tan llamativo, pero que no se había borrado de la memoria de los que se habían confesado con él, y que así lo declararon en el proceso de canonización: era un confesor muy misericordioso, se reservaba la severidad y los malos tratos para sí mismo, pero con sus penitentes era todo benevolencia; tenía, como suele decirse, buenas absolvederasFacilidad de algunos confesores para absolver., y solía imponer penitencias muy leves, ya que él se ofrecía a reparar los pecados de los demás disciplinándose y ayunando por ellos.

11 - Pafnucio (c. 280-c. 350)
Llevaron este nombre diversos anacoretas de Egipto, de los que en la soledad vivían tan sólo de agua, pan, sal y hierbas cocidas, pero el más célebre fue un discípulo de san Antonio a quien se atribuye la conversión de la cortesana Tais, introducida en nuestro santoral el 8 de octubre.

Aparte de este episodio, tal vez de turbia historicidad, de Pafnucio se saben con certeza otras muchas cosas, como por ejemplo que tuvo que abandonar su vida solitaria al ser nombrado obispo de la Tebaida superior, y que durante una persecución -la de Maximino o la de Galeriofue objeto de tales torturas que perdió un ojo y resultó con una pierna mutilada.

Estos padecimientos por la fe explican que se le tratara con especial deferencia en el primer concilio de Nicea (325), el que condenó a los arrianos, y durante el cual se dice que el emperador Constantino se honraba en besar la órbita vacía del santo. Se sabe también que diez años después también participó en el concilio de Tiro.

En Nicea el hombre que venía de las ascesis más dura del desierto y el que podía mostrar sus cicatrices de defensor de la fe, manifestó criterios más equilibrados y abiertos que otros muchos padres conciliares que ni habían sido monjes en la Tebaida ni habían sufrido en sus carnes la persecución.

Algunos trataban de imponer a los obispos, sacerdotes y diáconos que estaban casados la obligación de separarse de sus esposas, pero san Pafnucio se opuso a tal proposición, muy rigorista según los usos de la época, y abogó porque se mantuviera la disciplina existente hasta entonces, que prohibía contraer matrimonio después de la ordenación.

12 - Guido (c. 950 - c. 1012)
Empezó siendo un simple campesino brabanzón de Anderlecht, modelo de trabajo y de piedad, que por sus altas virtudes fue requerido para prestar sus servicios como sacristán en la iglesia de Nuestra Señora de Laeken, muy cerca de Bruselas.

Parece ser que en un momento dado le tentó el comercio, y en una operación desafortunada perdió todos sus ahorros; entonces se impuso a sí mismo siete años de penitencia, durante los cuales se dedicó a peregrinar (se sabe que estuvo en Roma y dos veces en Tierra Santa).

Murió poco después de su regreso como alguien completamente desconocido y fue enterrado en Anderlecht, donde los numerosos milagros que se produjeron en torno a su sepultura hicieron que se veneraran sus reliquias y que su culto llegara a ser rápidamente popular. Es patrón de campesinos, sacristanes y campaneros.

Se le representa como peregrino, con bordón y esclavina, pero su atributo es un buey de labranza, y así une en su figura dos aspectos que parecen contradictorios: el de la vida sedentaria y el trabajo de la tierra, y el de los afanes del viajero espiritual, sin raíces, buscando rastros de Dios por todo el mundo. La Iglesia hace así, pues, de él un símbolo de las dos vertientes complementarias de la actividad cristiana, la de Marta y la de María, a las que podríamos añadir su solicitud cuidando del culto divino como sacristán (tal vez sin olvidar que también podría ser patrón de los malos inversores).

13 - Juan Crisóstomo (c. 347-407)
Juan el de la Boca de Oro, Juan Pico de Oro, como le llamaban, es recordado como uno de los mayores oradores de la humanidad, además de como doctor de la Iglesia griega. Hijo de un general del imperio bizantino, algo tiene de la inquebrantable decisión del espíritu militar: es un hombre brusco, violento, poco diplomático, y a esa característica suya se atribuyen las desdichas que se abatieron sobre él.

Una voz sin contemplaciones, sin miedo, en la Constantinopla que hervía de intrigas, lujos y vanidades. Fue el gran discípulo del retórico Libanio, a quien se lo arrebató la fe, y curiosamente este hombre de la palabra empezó su nueva vida de converso con el silencio, en el desierto. Para aprender a hablar antes hay que aprender a callar y a escuchar el silencio, lección que no le dio Libanio, sino el Espíritu.

Luego, arzobispo de Constantinopla frente a todos, la Corte, las turbas, los intrigantes palaciegos; conoció el exilio y el retorno, pronunció los grandes discursos en los que mezcla el vigor y la ternura, la violencia y la persuasión, la pasión por la causa de Dios y el arte oratoria, la defensa de los oprimidos y las verdades de la fe.

Dicen que cuando Satanás, irritado por sus triunfos, volcó su escritorio, el santo mojó la pluma en su propia boca y la sacó con tinta de oro, y en la iconografía bizantina el pergamino arrollado que lleva en la mano se prolonga en un río del cual beben los fieles.

Juan morirá en el destierro, rodeado por fin de silencio, lejos de las multitudes de Constantinopla, solo y haciendo homenaje de su elocuencia al silencio de Dios. Su emblema es una colmena de abeja, alusión metafórica a su elocuencia, dulce como la miel.

14 - Notburga (c. 1265-c. 1313)
Notburga ancil/a, una criada, la patrona del servicio doméstico en el Tiro! y la Baviera, y a la que imaginamos con las manos agrietadas y callosas entre las ahumadas paredes de las cocinas de antaño, en la pocilga o en el corral, si no dedicándose a las rudas tareas del campo. Sin duda para ella lo de que Dios también anda entre los pucheros fue algo más que una metáfora.

Era tirolesa, de Rattenberg, hija de labriegos sin fortuna, se la contrató como cocinera en el castillo de un gran señor local, el conde Enrique de Rothenburg, y más tarde sirvió en una casa de labranza.

Por lo que se sabe, lo mismo que santa Zita tuvo problemas con sus amos por exceso de generosidad (materia en la cual todos los ricos suelen ser muy susceptibles y puntillosos), y quizá se la despidió por dar a los pobres unos restos de comida que se destinaban a los cerdos.

Según la tradición -que embellece la realidad a menudo para explicarla de un modo más profundo-, en la época en que trabajaba para un granjero de Eben pedía hacer una pausa en su labor para rezar el ángelus, y cuando el tal granjero se negó a concederle unos minutos para sus devociones, la hoz que manejaba Notburga quedó milagrosamente suspendida en el aire.

Sus restos, muy venerados en la región, descansan en una capilla de Eben. Se la suele representar vestida de campesina tirolesa, y sus atributos son la gavilla, la hoz y una cántara de leche.

15 - Catalina de Génova (1447-1510)
Genovesa, de la ilustre familia de los Fieschi e hija del que fue virrey de Nápoles, a los dieciséis años se vio casada con un noble, Giuliano Adorno, que no se distinguía precisamente por sus virtudes, y con ese marido colérico, disipado e infiel vivió replegada en sí misma en medio de una profunda tristeza.

Le dicen que su deber de esposa es seguirle en la vida mundana propia de su condición, y durante cinco años Catalina frecuenta los salones aristocráticos, asiste a las fiestas, aceptando el juego social que parece inevitable. Pero sólo consigue aumentar su inquietud y tiene que concluir que no está hecha para aquello.

Hacia 1473 se produce el gran cambio: nada de aceptar las normas del mundo, es ella quien impondrá las suyas desde fuera del mundo, pase lo que pase. Penitencias, ayunos rigurosísimos, largas oraciones, mientras se dedica a los enfermos más repugnantes y abandonados, como los que llenan el hospital de Pammatone.

Todos aseguran que es el procedimiento más adecuado para que el matrimonio se rompa, porque Giuliano Adorno, con el carácter que tiene, se exasperará con esta actitud. No obstante ocurre lo contrario, el marido se convierte en un hombre muy piadoso, le ayuda en sus obras de caridad y se hace miembro de la orden tercera de san Francisco.

No hay lógica en todo eso, ni tampoco en el torbellino interior de Catalina, del que surgen visiones y estados místicos como los que se reflejan en el Tratado del Purgatorio (que no describe como un lugar, sino como un estado del alma) y el Diálogo espiritual.

Es patrona de Génova y en sus imágenes lleva en la mano un corazón traspasado.

16 - Cornelio y Cipriano († 253 y c. 200-258)
Dos contemporáneos de vidas convergentes, papa y obispo, romano y cartaginés, un cristiano de cuna y un converso que hasta la cuarentena no siempre llevó una vida edificante. A mediados del siglo III ambos pasan a primer término, obispo de Roma y obispo de Cartago, y colaboran en la solución del drama de los apóstatas.

Las persecuciones habían hecho flaquear a miles de creyentes, y después de la turbonada había que decidir cuál era la buena actitud con los apóstatas. El partido que encabezaba el clérigo Novaciano sostenía que el suyo era un pecado imperdonable, y que la Iglesia no tenía poderes para absolver y reconciliar a los que tras haber renegado de sus fe se decían arrepentidos.

Dura sentencia, ¿hay pecados imperdonables? El papa Cornelio, interpretando el espíritu del Evangelio, se opuso a tal decisión, y desde Cartago Cipriano le apoyó con toda su autoridad y con su elocuencia ciceroniana de antiguo retórico. Y así gracias a ellos se condenó la doctrina de Novaciano, y sin menoscabo de la fe se salvó la caridad para con todos.

En el fondo de la polémica había la rebeldía del hijo fiel cuando el padre de la parábola sale a medio camino en busca del pródigo. Si hemos perseverado en la persecución, que no haya piedad para los que han sido más débiles. Un conflicto semejante tenía Cipriano en su diócesis africana: ¿por qué han elegido obispo a un converso reciente cuando nosotros somos cristianos desde niños?

Incomprendidas figuras las de los dos, hombres generosos de caridad sin distingos. «Que cojan sus armas los que han conservado intacta la fe, que los que cayeron se armen también para reconquistar lo perdido». Ambos en la prueba tuvieron la entereza de los fuertes: Cipriano fue decapitado (y mandó dar veinticinco monedas de oro al verdugo por su trabajo) y el papa Cornelio murió inflexible en el destierro.

17 - Roberto Belarmino (1542-1621)
«En la Iglesia de Dios no hay quien le iguale en saber», dijo de él el Papa al hacerle cardenal. Y en efecto, fue una las lumbreras de su tiempo, sabio, predicador, teólogo, polemista, autor devoto, metido en los asuntos más difíciles e intrincados de la época, y siempre con una independencia de criterio admirable.

Intervino en el caso de Galileo con moderación y tacto, tomó parte en la edición definitiva de la Vulgata, enmendando la plana, y no sin severidad, a un pontífice, polemizó abundamentemente con los protestantes, llegando a ganarse su respeto, y su intervención en la disputa acerca de la autoridad del papa en cuestiones temporales le valió la desautorización pontificia y su obra fue incluida en el indice.

El justo anticlericalismo que todo cristiano consciente ha de albergar en un rincón de su alma -para que los pastores no caigan en la tentación de imponernos sus criterios personales- se regocija con esta pequeña anécdota: santo y metido en el Índice por afirmar contra la opinión del Papa los límites del poder espiritual.

Un santo -canonizado muy tardíamente, en 1930- más bien incómodo, y que fue capaz de los más difíciles equilibrios: jesuita y cardenal, lo nunca visto entonces, durísimo en las controversias y también ecuánime y bondadoso, afectivo. Dos veces estuvo a punto de que le eligieran papa.

Téologo y pastor -fue arzobispo de Capua-, hombre de doctrina y de acción, muy consciente del cuarto voto al que le obliga la Compañía, pero llevando la contraria al sumo pontífice cuando así tenía que ser. Y espiritual por encima de todo, porque sólo el Espíritu puede hacer posibles estos equilibrios de la gracia y conciliar todos los extremos en Dios y su Iglesia.

18 - José de Cupertino (1603-1663)
Fray Asno, como se llamaba a sí mismo, y como le llamaban los demás cuando no le colgaban sambenitos peores. Porque era una calamidad, una de las personas más inútiles que se había visto en cualquiera de los conventós por los que pasó; los capuchinos, que tuvieron la debilidad de aceptarle, acabaron por deshacerse de él, y los franciscanos, con quienes se quedó, se hacían lenguas de aquel caso inaudito de bobería.

Muy ignorante, a duras penas sabía leer y escribir, cerrado de mollera y además torpe y de una manera exasperante: todo se le caía, todo lo rompía, aprender los trabajos más sencillos le costaba meses (se dice que le llevó mucho tiempo distinguir el pan blanco del negro). Personaje simplón y ridículo, además de enfermizo y enclenque.

Cómo pudo ordenarse fue un milagro de la Providencia; Fray Asno sólo sabía obedecer, ser humilde, paciente, enamorado de Dios y devotísimo de la Virgen. Pero si era negado para los estudios, a su alrededor florecían prodigios que atraían a multitudes y despertaban las suspicacias de la Inquisición. ¡Qué fraile más raro! ¡Un hombre que estaba continuamente en éxtasis y que en sus arrobos se elevaba en el aire ante multitud de testigos! Oía pronunciar el nombre de Jesús o de María, y fray José levantaba el vuelo, posándose a veces de rodillas sobre la rama de un árbol, de donde volvía a bajar sereno e imperturbable.

«Si no hubiera existido, nadie hubiera sido capaz de inventarlo», dice de él Ernest Helio. Es el funámbulo de la santidad cuya falta de lastre humano le hacía habitual la levitación. Patrón de los parias, de los que no sirven para nada, de los que no tocan con los pies en el suelo, santo aéreo que con su vida quizá nos reproche ser tan útiles, hábiles y listos como nos empeñamos en parecer.

19 - Jenaro (¿† 305?)
Sobre bases históricas débiles, el martirio de un obispo de Benevento llamado Januarius junto con seis compañeros en Pozzuoli, se da una de las manifestaciones de piedad popular más espectaculares del mundo, con características que provocan la ira y el sarcasmo de no pocos.

Las reliquias de san Jenaro, en su capilla de la catedral de Nápoles, han provocado una identificación del santo con su ciudad, de la que viene a ser la sombra tutelar; él ha protegido a los napolitanos de su amenazador vecino, el Vesubio, de pestes y de naufragios, pero hay más aún.

¿Qué ocurre con las dos ampollitas de sangre del mártir que se conservan allí? Que varias veces al año, y de un modo especial en el día de hoy, 19 de setiembre, la sangre que contienen estos frasquitos, de ordinario seca, solidificada y de color terroso, se vuelve líquida adquiriendo una tonalidad rojo intenso, cambiando incluso de peso y de volumen.

Milagro a fecha fija que se repite desde hace siglos y que ha sido analizado científicamente sin que tales comprobaciones hayan añadido nada sustancial a lo que ya se sabe: que es sangre humana y que el fenómeno se produce por causas que se ignoran. Hay múltiples teorías que pretenden explicarlo de manera racional (algunas expuestas por católicos), pero no se ha llegado a ninguna conclusión clara.

San Jenaro está en el centro de este misterio provocador que se rodea de una pompa barroca y meridional que contribuye a exasperar las actitudes racionalistas. No se trata, claro, de una verdad de fe, sólo de un hecho hasta ahora inexplicable -la sangre de un mártir que revive porque se vertió para la vida eterna- cuyo simbolismo se recubre de un humor celestial que gusta de escandalizar sobrenaturalmente.

19 - María de Cervelló (1230-1290)
Fue una joven de familia ilustre, nacida en el barrio marinero de Barcelona, que desde la niñez dio muestras de una piedad fuera de lo común; se negó a casarse, hizo voto de castidad y por fin se retiró a un beaterio, a la sombra de la iglesia de la Merced, también muy próxima al mar que surcaban los mercedarios para redimir cautivos en tierras africanas.

Algo después se fundó la rama de la Merced, y ella fue la primera mercedaria y la primera superiora en el convento barcelonés, y hasta que murió su historia exterior es la de una buena monja con fama de buen gobierno y virtudes eminentes.

Pero la Merced tenía un fin muy particular, la redención de cautivos, y así consta también en la fórmula de la profesión de María, el 25 de mayo de 1265: et pro captivis redimentis laborare. ¿Qué podía hacer ella desde el convento de la calle Ancha, frente a la muralla del mar, por la misión de los frailes blancos?

En todas sus imágenes la santa aparece con un barco en las manos, como si jugase con él, y el sobrenombre que la compaña es el de Socós o Socorro, porque el salvamento de náufragos fue su campo de acción visible, acudiendo en ayuda de navegantes que zozobraban, sobre todo cuando eran mercedarios.

Ante las multitudes agolpadas en la playa viendo con horror cómo se hundía un barco en medio de la tempestad, se abría paso sobre las olas aquietándolas hasta salvar a los náufragos, o, en plena noche, desaparecía del convento para volver con el hábito empapado de agua salobre, después de haber evitado algún desastre lejos de allí.

María del Socorro, instrumento de la misericordia de Nuestra Señora de la Merced, es la santa marinera que jamás embarcó, la que jugaba prodigiosamente a salvar barcos de verdad gracias al poder de su oración, que le daba alas de ángel y sosiego para el mar embravecido.

20 - Eustaquio (¿siglo II?)
Uno de esos mártires sobre cuya existencia hay dudas muy fundadas, con una historia que parece estar más cerca de la novelita piadosa que de hechos susceptibles de un mínimo de comprobación. Fue, sin embargo, un santo muy popular, y su vida, tal como consta en la Leyenda Aurea, resume, hoy diríamos que de forma un poco folletinesca, situaciones extremadas y ejemplares del encuentro con Dios.

Se le supone un general del emperador Trajano llamado Plácido, idólatra pero muy caritativo, que un día que andaba de caza por los alrededores de Tívoli persiguió a un ciervo que al verse acosado se volvió hacia él mostrando una cruz luminosa entre las astas (algo semejante se cuenta de san Huberto).

Plácido se convierte junto con su esposa y sus dos hijos, y cambia su nombre por el de Eustaquio, pero el descubrimiento de la fe va unido a un alud de desgracias que se abaten sobre la familia: pierden todas sus riquezas, tienen que salir de Roma, los esposos se ven separados en dramáticas circunstancias y el antiguo general da por muertos a sus hijos.

Tras aceptar la voluntad de Dios, vive dedicado a humildes quehaceres hasta que tiempo después el emperador le reclama para ponerle al frente de su ejército con el cual consigue una gran victoria, acompañada (como era de esperar) por el reencuentro con toda su familia, que estaba a salvo.

Roma le recibe en apoteosis, pero al negarse a quemar incienso ante los dioses él y los suyos sufren martirio y perecen abrasados en el interior de un buey de bronce. Lo que había empezado por la práctica de una virtud natural conduce a un torbellino en el que habrá que darlo todo por lo que se cree.

21 - Mateo (siglo I)
Dos hechos singulares nos precisan la silueta de Mateo, que es un apóstol oscuro entre los demás, de los que parece que nunca hablan, que no piden, que no protestan, que no tienen iniciativas. Escucha al Maestro, le sigue, pero no destaca por nada. Un nombre más en el colegio apostólico, sin realce ninguno.

No obstante, Mateo era un publicano, recaudador de contribuciones, mal visto, réprobo para los suyos. Jesús, al pasar frente a su mostrador donde se alinearían las monedas de los tributos, sólo dirá: Sígueme. Y él lo deja todo, dinero, oficio, vida, para hacer lo que se le acaba de mandar.

Caravaggio le pintó en sus violentos claroscuros atento y atónito, fiel a la llamada, que en su interior sin duda estaba esperando sin saberlo. El publicano, que en la visión popular se equiparaba en bajeza a las meretrices, será un discípulo más, silencioso y anónimo, modesto. Ya no se llamará Leví, sino Mateo, que quiere decir don de Dios, don de su propia vida a Dios.

Y luego Mateo va a ser el primer evangelista, el primero en reunir hechos y dichos del Señor muy pocos años después de su muerte -quizá unos quince días tan sólo- para los hermanos que no le conocieron. De un modo muy peculiar, sobrio, ordenado, bien medido, como un hombre que pesa monedas y palabras y que sabe que no hay que malgastarlas vanamente.

Un cronista minucioso que escribe en la misma lengua que usaba Jesús, el arameo, aunque sólo nos haya llegado su traducción griega, que levanta acta pegándose a las mismas palabras que había oído, respetuoso al máximo con todo aquello de lo que había sido testigo privilegiado, convirtiéndose en eco fiel de la Encarnación y de la Redención.

21 - Jonás (siglo VIII a. de C.)
Este profeta, el quinto de los llamados menores, cautiva nuestra imaginación por un célebre episodio, el de aquel pez gigantesco que se lo traga para vomitarlo al cabo de unos días. Historia impresionante en la que se suele ver un símbolo del Cristo resurrecto, pero dejando de lado la ballena, Jonás mantiene unas relaciones con Dios en las que nos reconocemos no sin bochorno.

El Señor empieza por ordenarle que vaya a predicar a Nínive, anunciando a «la gran metrópoli» que si no hace penitencia será destruida. Reacción del profeta: huir lo más lejos posible, a Tarsis, es decir, Tartesos, en España, el fin del mundo. No es ningún héroe y tampoco se caracteriza por la obediencia.

Pero Dios no le pierde de vista, su barco está a punto de naufragar, interviene el cetáceo, y una vez en tierra firme se renueva el mandato: «Levántate, ve a Nínive y échale el pregón que yo te digo». Jonás, escarmentado, lo hace así, y lo hace tan bien que los ninivitas se arrepienten.

Entonces el incorregible profeta se enfada, acusando al Señor de «arrepentirse de sus amenazas». Tanto esfuerzo y peligros para que todo acabe bien, ¿por qué Dios no aniquila a la ciudad pecadora? Está visto que Yavé no es serio ni consecuente, le parece muy mal verle compasivo y misericordioso.

El enfurruñado Jonás está a la sombra de un ricino que le libra de la insolación, y he ahí que el ricino se seca, con lo cual vuelve a airearse. ¿Te apiadas del ricino y no de Nínive, con ciento veinte mil hombres? es la pregunta del Cielo. (El ricino le daba sombra y Nínive era un engorro, no hay que olvidarlo.) No se nos dice si Jonás aprendió la lección, lo que sí es seguro es que nosotros aún no la hemos aprendido.

22 - Mauricio (¿siglo III?)
Mauricio aparece en el santoral con el apelativo de «soldado», y a diferencia de san Jorge es un militar de infantería, siempre de a pie. Era africano, jefe de la Legión Tebana que se reclutó en la Tebaida, en el Alto Egipto, y a menudo los pintores le presentan como un negro de rizados cabellos.

Su legión fue destinada al norte de los Alpes, a Agauneen-Valais, hoy Saint-Maurice, no lejos del lago de Ginebra, para someter a una tribu rebelde, y allí se produjo el conflicto de conciencia que hizo mártires a Mauricio y a sus compañeros: al negarse a sacrificar a los dioses, primero fueron diezmados y por fin exterminados.

Estos coptos probablemente blancos (no hay que olvidar el equívoco que asociaba el nombre de Mauricio a la Mauritania, a los moros) van a morir a la Helvecia, y dejarán como emblema a lo que hoy es Suiza la insignia de la Legión Tebana, una cruz blanca sobre fondo rojo.

Es inútil discutir si fue toda una legión o una unidad mucho más pequeña, por ejemplo, una cohorte, eso son minucias indignas de aquellos soldados de la fe que por ella aceptan la muerte, y que simbólicamente están en las raíces cristianas de la Suiza actual (como no podía ser menos, san Mauricio es patrón de la Guardia Suiza del Papa).

Para nosotros siempre serán los personajes viriles, graves, serenos, infinitamente persuasivos en los gestos de su coloquio, del gran cuadro que el Greco pintó para el Escorial, y que no gustó a Felipe II, tal vez por estimar anticuado el procedimiento de pintar en el mismo lienzo diversas escenas del martirio; al fondo, los soldados ofrecen su cuello al verdugo, y en primer término Mauricio explica a los demás con lo que imaginamos una sencilla y profunda elocuencia las razones de morir. En la altura, una apoteosis de ángeles les baña de gloriosa luz.

23 - Tecla (siglo I)
La virgen Tecla se asocia a los recorridos de san Pablo por Asia Menor, y fue veneradísima en los primeros siglos del cristianismo, cuando lo que hoy es la Turquía musulmana era uno de los núcleos más florecientes de la joven Iglesia.

En torno a ella se trenzó muy pronto una fantástica novelita piadosa que ya san Jerónimo denuncia como apócrifa, pero el propio santo alude en varias ocasiones a Tecla como una de las elegidas del Señor, y aunque los hechos de los Apóstoles omiten su nombre, una larga tradición más o menos corrompida nos habla de sus heroicas virtudes.

A los dieciocho años, ya prometida en matrimonio, oye predicar a Pablo, renuncia a todo por seguirle, se atrae la persecución de su familia y de las autoridades, sufre numerosos martirios de los que siempre sale ilesa, y por fin se retira a una cueva, cerca de Seleucia, donde ya nonagenaria la tierra se la traga para ponerla a salvo de nuevas asechanzas.

Lo que se nos cuenta de la virgen de Inonio ─una de cuyas reliquias llegó tardíamente a Tarragona, ciudad de la que es patrona─ está evidentemente contaminado de leyendas paganas y de imaginación, pero aunque envuelta en las brumas de la leyenda, la vemos como un símbolo de la disponibilidad evangélica, como una doncella prudente que lo deja todo por la Palabra.

Ese arrebato al oír a Pablo, aquel mensaje nuevo que cambia toda su vida y le da un sentido peligroso e inflexible, la dulce Tecla es la mujer de la elección impensable que nadie acierta a comprender, y en su recuerdo la primacía heroica de lo espiritual adquiere un ejemplo y un valor que todavía hoy conmueve y conforta.

24 - Pacífico de San Severino (1653-1721)
Hay santos para todas las situaciones posibles de la vida, y en consecuencia también para el dolor desconocido, incomprendido, y para la frustración. Así evocamos hoy a este varón de fracasos que desde la primera niñez solamente conoció adversidades y que malogró cada uno de sus intentos sucesivos de hacer lo que se proponía.

Huérfano a los cuatro años, pobre, maltratado por los parientes que le acogieron, pareció que iba a encontrar en el claustro lo que el mundo le negaba, y en 1670 ingresó en un convento de franciscanos reformados. Su camino parecía claro, ser profesor de filosofía, pero según él mismo «no se necesitan doctores, sino apóstoles», y pide una ocupación más activa.

Está terminando el siglo XVII, se avecina la gran tormenta de la Ilustración, y será predicador en tareas misionales, hasta que este servicio se le hace imposible por tener los pies hinchados y cubiertos de llagas. ¿Qué va a hacer un apóstol que no puede caminar? Dedicarse a la confesión, pero la sordera absoluta le impide ejercer este ministerio. Un confesor que no puede oír…

Más aún, quedará ciego, ya ni celebrar la misa, ni salir de su celda. Y entonces en este desamparo le falta incluso el consuelo de sus hermanos de religión, y el sacristán y el enfermero que le cuidan le maltratan de palabra y de obra, como acosándole en su último refugio.

Así durante años hasta la muerte, como un nuevo Job, desposeído de todo excepto de paciencia y de amor a Dios, siervo inútil que se santifica por su misma obligada inutilidad. San Pacífico nos valga en la época en la que el deseo más comúnmente expresado es el de «realizarse», como se acostumbra a decir, él que fue la encarnación de un fracaso del que hizo su gloria.

25 - Cleofás (siglo I)
El sepulcro del Señor está vacío y unos ángeles reprochan a las santas mujeres que querían ungir su cuerpo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Ha resucitado, anuncian, pero Pedro y los demás apóstoles no se atreven a creer una cosa así.

Aquel mismo día dos discípulos van a Emaús, a unas dos leguas -como diez kilómetros- de Jerusalén, y por el camino «conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado». Uno de ellos, nos dice san Lucas, se llamaba Cleofás.

Se les une otro viajero al que no conocen «porque sus ojos estaban ofuscados», y cuando se interesa por lo que hablan Cleofás se maravilla hasta casi increpar al caminante: «¿Eres tú el único en Jerusalén que no sabe lo que ha sucedido?». Y le resumen los hechos tan increíbles y turbadores.

Él exclama: «¡Oh insensatos y tardos de corazón», y les recuerda que todo estaba previsto en los profetas. «Se acercaban a la aldea adonde iban y Él fingió seguir adelante. Le rogaron con insistencia: Quédate con nosotros porque es tarde y el día ya declina». Se sentó a la mesa con ambos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio, y entonces le reconocieron.

Cleofás y su compañero no saben ver más que lo que ven, achaque muy común, ni siquiera reconocen a Jesús cuando les habla (eso sí, de incógnito, que es lo usual), pero tienen un impulso magnífico: «Quédate con nosotros». Y esto tan simple parece bastar.

Uno piensa a menudo que todo está perdido, que no entiende nada, que es tarde y el día ya declina, y entonces sólo se le ocurre esta humilde petición sabiendo que será escuchada: Quédate con nosotros.

26 - Cosme y Damián
Hermanos gemelos según la tradición, llamados «anárgiros», es decir, «sin dinero», porque sanaban las enfermedades sin aceptar pago alguno por sus servicios. No es mal apodo ése de «sin dinero», pero su culto, que procede de Oriente, quizá de Siria, se fija sobre todo en el hecho de curar, y por eso se les hace los santos patronos de médicos y boticarios.

Su historia, en especial la de su martirio, complicada hasta exageraciones no sabemos si poéticas o pueriles, tiene mucha contaminación de fantasía y probablemente también de residuos paganos, sin excluir la posibilidad de un cruce mitológico con los Dioscuros, Cástor y Pólux, los hijos gemelos de Zeus.

Pero el fervor que despertaron Cosme y Damián primero en Jerusalén, Bizancio y Egipto, y luego en todo el Occidente es un impresionante fenómeno de piedad que la Iglesia consagró introduciendo sus nombres nada menos que en el canon de la misa.

Todavía, pues, le oímos mencionar en medio del Santo Sacrificio, sus imágenes bendicen el ajetreo de nuestras farmacias y podemos visitar centenares de templos dedicados a su memoria, como la bella iglesia primitiva de Roma, en pleno Foro, en la que conviven armonisamente elementos del antiguo lugar pagano con el arte de la fe.

Así, hermanos o no, médicos o no, mártires sin duda alguna, obradores de curaciones milagrosas desinteresadas, traspasan los siglos como un testimonio matizado de ambigüedades, trayéndonos desde una lejanísima antigüedad un resón de santos prodigios que se confunden con la leyenda. En la penumbra histórica de lo incomprobable, Cosme y Damián ocupan sus lugares simbólicos en la piedad cristiana.

26 - Mártires de Norteamérica († 1642-164)
Son los misioneros jesuitas del Canadá que sufrieron martirio a manos de los indios en circunstancias atroces. Mientras en Europa empezaba la batalla contra los jansenistas, en América la Compañía de Jesús estaba en la primera línea de la evangelización con estos franceses heroicos.

Torturados bárbaramente, asaetados, quemados vivos, despedazados a golpes de tomahawk, constituyen una estampa impresionante y sangrienta en el estilo más puro de la fidelidad ignaciana. Todos hubieran podido decir como el padre Jogues cuando se le encomendó una peligrosísima misión: «Yo sólo quiero lo que Dios quiere, aun a riesgo de mil vidas».

Isaac Jogues fue uno de ellos, el primer sacerdote católico que pisó Nueva Amsterdam, hoy Nueva York; cayó prisionero de los iroqueses que le torturaron hasta mutilarle ambas manos, consiguió huir, fue recibido en Francia con grandes honores y, de nuevo en el Canadá, murió de un golpe de tomahawk en la cabeza.

Compañero suyo de martirio fue el hermano Jean Lalande. En la hoguera perecieron Antaine Daniel y Gabriel Lalemant, y los demás son Charles Garnier, muerto a hachazos, Jean de Brébeuf, que expiró después de torturas inauditas, René Goupil y Noel Chabanel, quien sentía tanta repugnancia por el ambiente en que se encontraba que hizo voto solemne de no abandonar su puesto.

Ninguno abandonó su puesto, y cuando se les canonizó colectivamente en 1930 la Iglesia les hizo modelos de las prioridades espirituales sobre la misma vida.

27 - Vicente de Paúl (c. 1580-1660)
Monsieur Vincent, el gran santo de la caridad en la Francia de Luis XIII, el más popular y simpático de los hombres de su tiempo. Popular y simpático porque a simple vista su acción parece más amplia y humanitaria: mientras los demás discuten y riñen con jansenistas, protestantes y libertinos incrédulos, él tiende una mano a los necesitados, a los pobres, a los galeotes, a los más desamparados de Francia.

Todo eso es verdad, pero conlleva cierto equívoco. La fama moderna de Monsieur Vincent se debe, por ejemplo, a dos circunstancias ajenas a él: la célebre sociedad caritativa de seglares que lleva su nombre, fundada por Ozanam en el siglo pasado, y una película de los años cuarenta en la que el santo aparece en su forma más laica imaginable, entregado a los demás, pero casi sin que se mencione a Dios.

A los ojos de hoy la caridad sólo está bien vista como beneficencia, si es que ésta no se repudia en favor de la lucha de clases. Pero para san Vicente (por algo era cristiano) la caridad se asentaba necesariamente en la verdad -la Iglesia y la doctrina de Jesucristo-, y abarcaba una doble acción, primero espiritual y luego material. Socorrer a los necesitados, pero evangelizándolos, ser compasivo con todos pero hablándoles de Dios.

Esta caridad interesada, la única concebible para el santo, con su orden de prioridades -primero lo espiritual, luego todo lo demás-, informa las dos fundaciones de san Vicente y llena toda su labor de afanes de salvación que no son más que las bienaventuranzas puestas en práctica.

Estará rodeado de gigantes de la espiritualidad, hombres brillantes e inteligentísimos, unos ortodoxos, otros heréticos, él será siempre un campesino gascón rústico y desmañado que se consume en la tarea de asistir al prójimo en el alma y en el cuerpo, dando pan y vida eterna con una sonrisa inmortal por la que aún le recordamos.

28 - Wenceslao (c. 907-929)
También conocido más hispánicamente por Venceslao, o en checo Václav, es uno de esos santos en quienes el poder se cristianiza hasta la propia desaparición que acepta el martirio, como si viese incompatibles las grandezas humanas y el Evangelio, y aunque sin buscarla encontrase lasalida de la muerte como el golpe que corta un nudo gordiano.

El joven duque de Bohemia, huérfano de padre, se educa en el cristianismo gracias a su piadosa abuela santa Ludmila, pero vive rodeado de las intrigas y conjuras del partido pagano que encabeza su madre, la perversa Drahomira, «mujer como una furia infernal», cuyo favorito es el hijo menor, Boleslao.

Pocas sorpresas puede deparar un comienzo así. Santa Ludmila muere asesinada, su nieto se decide a tomar el poder y durante uñas años, desde su palacio de Praga, da ejemplos de santidad a toda Bohemia: es pacífico, caritativo, mortificado y espiritual. Sólo falta el previsible y sangriento desenlace.

Lo que sabemos de él, contado en un estilo edificante y candoroso, nos hace pensar que su reino no era de este mundo, lo cual no es pequeño elogio, y es posible que, «menospreciador de todas las grandezas del siglo», pensara en hacerse monje. Sus enemigos prefirieron no esperar, aquí la política reclama sus derechos, lo cual tiene su lógica.

Boleslao le tendió una celada invitándole a su provincia y le hizo apuñalar en el umbral de una iglesia, dicen que pudo defenderse y que eligió ser víctima. Es el santo patrón de Bohemia y de todos los soberanos incómodos con las apariencias y las necesidades de la majestad.

29 - Miguel, Rafael y Gabriel
El nuevo santoral reúne en este día a tres santos que carecen de sustancia humana, los arcángeles. Un poco más que nosotros, más puros, más aéreos, más disponibles, pero también menos comprometidos -después de rechazar el luciferino Non serviam!– con la tarea cotidiana de la difícil santidad en este mundo.

Miguel, caudillo de los ejércitos más santos, capitán del Cielo, es en el Apocalipsis el vencedor del Dragón, de Satanás; el arcángel guerrero que se enfrenta al amotinado Lucifer al grito de ¡Quién como Dios!, que es su nombre y que dice fidelidad. Prototipo del siervo leal y poderoso que ha de sostenernos con su fuerza.

Arcángel protector -como en lo más alto del romano Castel Sant’Angelo, anunciando el fin de la peste- y defensor justiciero de los hombres en las tradiciones medievales del Juicio Final, donde se asegura de que las almas den su peso de fe, esperanza y amor en las balanzas, frente a las muecas del Maligno.

Rafael es el buen acompañante del hijo de Tobías, a quien conduce, sabio, cariñoso y firme, por entre las asechanzas del mal, hasta un feliz matrimonio y la curación del propio Tobías. Es el arcángel de los novios y casados, cómplice del amor que es una chispa del gran incendio divino que busca abrasarnos a todos en caridad.

En cuanto a Gabriel, es el conmovido mensajero de la Anunciación, y sólo podemos imaginarle tal como le pinto Fra Angélico, de rodillas, según dicen: rubio, aureolado de belleza, con alas de mariposa celeste, rindiéndose ante la doncella que acababa de decir Hágase y comunicando el gran misterio de la salvación.

Los tres nos valgan, capitán, guía y nuncio, para hacer la voluntad de Dios, que es la sabiduría. En la batalla, en el camino incierto y en la oscuridad del debate interior ellos están presentes.

30 - Jerónimo (c. 342-420)
Sabio templado en los rigores de la vida eremítica, el gran traductor de la Biblia al latín -la estupenda Vulgata-, formidable comentarista de la Escritura, pero lo que más nos admira en Jerónimo es el fogoso hombre de Dios, un corazón arrebatado en el que la santidad no anula la pasión de intelectual y de artista.

Hace ya cuatro siglos fray José de Sigüenza advertía que «tiene mucha libertad en el decir, es muy desenvuelto para santo»; y basta leer sus memorables cartas para conocer el talante iracundo de ese santo leonino (la imagen del león, que ha pasado a la iconografía, es legendaria, pero le define muy bien).

Es una lengua afiladísima, temible y certera, que maneja las palabras con un arte cuidadoso y mortífero, un temperamento irascible que más que contra la lujuria, de cuyas tentaciones nos habló, tuvo que luchar contra la cólera.

¡Ay del hereje que se ponía al alcance de su pluma, porque lo aplastaba como un insecto! Lleno de fiereza, encrespado, incómodo por sus intransigencias, pero también muy tierno con los que se entregan a Dios sin condiciones (como su grupo de patricias romanas), ardiente de caridad, lanzado inconteniblemente hacia la altura con un ímpetu que lo arrasa todo y que le transforma a él.

Así nos cuenta el sueño o visión de su juicio de ultratumba. Interrogado ante el tribunal de las postrimerías(postrimerías) En la religión católica, las cuatro últimas etapas por las que ha de pasar el ser humano: muerte, juicio, infierno o gloria.. ¿Qué eres?, se ve respondiendo muy seguro: Cristiano. Y se le corrige: Cristiano no, ciceroniano.

Porque leía con entusiasmo a los autores de la antigüedad pagana, sobre todo a Cicerón. Se revuelve mientras le azotan, protesta: No, no, soy cristiano; y sigue oyendo la misma voz acusadora: ¡Ciceroniano! Duro trance para un escritor, que suele compartir su corazón con apariencias de belleza.