Sólo la fuerza interior, porque de puertas para afuera fue la monjita más oscura y vulgar, una más en el Carmelo normando de Lisieux, callada, obediente, gris, débil de cuerpo, tísica en sus últimos años, que ni siquiera gozaba de buena reputación entre sus compañeras y sus superioras.
Nunca hizo nada aparente ni extraodinario, nunca se movió de su sitio, un convento cualquiera en un rincón de provincias; las estadísticas se estrellan en su figura, aquí no hay nada que contar, nada periodístico, llamativo, brillante. Se limitó a seguir lo que ella llamaba el caminito, «la petite voie».
Adorar, rezar, sufrir, trabajar, obedecer, encomendar. Su reino pertenece a lo invisible, a lo sobrenatural, y murió ignorada de todos. La gran santa de los últimos siglos vivió de espaldas al relumbrón de la modernidad, conjurando con su entrega silenciosa el estruendo diabólico que nos rodea.
Sólo después de su muerte su libro, Historia de un alma, y sus milagros la hicieron famosa, y la Iglesia la ha hecho patrona de las misiones. Asombroso patronazgo suyo, al menos a primera vista; la pobre monjita de Lisieux patrona de la actividad misionera, motor de la evangelización, ella, de horizontes humanos tan cortos, sin medios, sin dinero, sin salud. Sólo poniéndose en manos de Dios para todo y no conformándose con menos.
Antes, a los niños, después de enseñarles a rezar a Dios y a la Virgen María, se les enseñaba a invocar todas las noches al ángel de la Guarda, hermano mayor espiritual, compañero aventajado por la visión de Dios, tutor, guía, centinela, escudo, discretísimo e invisible maestro en los peligros cotidianos, aliento, aguijón, consejo, confidencia.
Y esa figura angélica -venerada en la Iglesia por lo menos desde hace quince siglos-, acoplada a nuestra debilidad como un plus sobrenatural de sostén y ayuda, aunque hoy se quiera relegar a la nursery, junto con mitos vagarosos y consoladores de hadas y enanos buenos, sigue siendo un punto de la fe para chicos y grandes.
Delegados celestiales junto a nosotros, para creer en los custodios se necesita la fe que hace niños; nos los imaginamos etimológicamente como mensajeros de Dios, radiantes y alados, con una hermosura que no es de este mundo, incondicionales del alma, dulces e inflexibles como un amigo que nos quiere bien, soplando, como apuntadores a lo divino, las inspiraciones más altas.
«Fuerte compañía» -el poeta enmendaba la jaculatoria popular- que no nos desampara ni de día ni de noche, atentos a cada segundo, porque todos son preciosos, de nuestra titubeante existencia, interviniendo en ella con misteriosos aletazos que nos desconciertan. Y sabiendo que al fin nos va a presentar ante el Señor con la serena sonrisa del trabajo bien hecho (y en silencio) para que podamos llegar de su mano a la Ciudad de la Luz.
La muerte de la emperatriz Isabel, su bienhechora, provocó una de las frases más célebres en los anales de la santidad, «No servir a señor que se pueda morir», y años después, al enviudar, ingresa en la Compañía de Jesús con gran escándalo, hasta el punto de que se ocultó la noticia durante un tiempo, porque según san Ignacio «el mundo no tiene orejas para oír tal estampido».
Luego será quien dé su impulso más fuerte a la Compañía, de la que es el tercer general, tras san Ignacio y Laínez, contribuyendo de tal manera al crecimiento de la orden que se le ha llamado su segundo fundador. Noviciado, multitud de colegios -ocho en Francia, once en España, tres en Alemania-, nueva edición de las reglas, misiones en América y en el Lejano Oriente, en sólo siete años demostró una vez más ser un organizador formidable.
Francisco ilustró así el apellido de su familia, puntal de la leyenda negra de la Iglesia, en un sentido opuesto al de sus famosos antepasados; no sólo porque opuso santidad a libertinaje y cinismo, sino también porque contrapesa la pompa mundana y señorial de los suyos con su aniquilamiento voluntario, desgastándose en ingratas tareas que le consumen hasta morir. Siglos después, como para borrar cualquier residuo de grandezas visibles, la revolución aventará sus reliquias en el Madrid de 1936.
De todas formas, quede claro que no era un bohemio caprichoso, como hijo de mercader sabía muy bien lo que costaba el dinero, pero también que el camino hacia Dios pasa por la renuncia a Dios, por lo que suele llamarse pobreza, y cuando ya no tenemos nada habrá que seguir dando, se da uno mismo, lo que se es.
Mientras tengamos cosas éstas protegen de Dios, y una vez libres de las cosas y de su deseo, sólo queda darse, y eso es lo que significa la Pobreza. Lo que todos queremos rehuir prescindiendo cómodamente de lo exterior y de lo superfluo, hasta que desnudos de todo, se acaba dando el último reducto, la voluntad.
Y sin embargo nadie glorificó como él la Creación, el hermano mundo. Desprendido de todo y amante finísimo de todo, del agua, del fuego, de la tierra, del aire, del hermano lobo, de la hermana ceniza, que es casta, decía, hasta de unos pasteles de almendra que le preparaba cariñosamente una devota.
El mundo, visto a través de Dios, es fraterno y hermoso, hasta en la hermana muerte, se disfruta en su voluntaria privación. Es el arte de la posesión en Dios, el arte de poseer la tierra con esa extraña lógica de los santos que es su tener y no tener: no teniendo nada, no deseando nada, se posee de verdad todo, siendo libre de las cosas se señorea alegremente el universo.
«Mauro es la paz serena», dice fray Justo Pérez de Urbe!, «Plácido, la alegría que canta; el uno, el hombre de la confianza del maestro, el otro, la joya de su más tierno amor. Los dos, iguales en la generosidad de su sacrificio, descendientes de ilustres familias romanas, lo dejan todo por seguir a Cristo».
La leyenda prolongará ambas vidas atribuyéndoles hechos ajenos o fantásticos. San Mauro, a pesar de lo que se creyó durante siglos, no fue quien introdujo la regla benedictina en las Galias, pero dio su nombre a la congregación francesa de Saint-Maur, famosa por su saber. Y san Plácido no murió mártir en Sicilia. Basta para su gloria la certeza de haber sido discípulos predilectos del santo de Nursia, de uno de cuyos milagos fueron protagonistas.
Un día san Benito pidió a Plácido que le trajera agua, al cabo de un rato vio en espíritu que el niño se estaba ahogando. en el lago y entonces ordenó a Mauro que fuera a salvarle; el monje así lo hizo, obedeciendo tan ciegamente que su fe le permitió andar sobre las aguas (luego el abad y Mauro porfiaron largamente atribuyéndose el uno al otro el mérito de aquel prodigio).
La regla pide a los monjes una obediencia pronta, alegre y fervorosa, lo de «hágase su voluntad» que decimos en el padrenuestro quizá maquinalmente, tomado muy en serio, y eso es lo que ilustra la anécdota de Mauro y Plácido.
El combate espiritual de Bruno por la Iglesia empieza por la renuncia (se le suele representar con el báculo y la mitra a los pies, los honores pisoteados) y consiste en la oración, el trabajo y la penitencia. La gran batalla se libra por medios que parecen incongruentes, ¿no sería más efectivo recorrer Europa catequizando, predicando, convenciendo? No, el camino de este hombre es la soledad y las asperezas de una vida durísima, el ideal más severo de toda la historia de la Iglesia que ha pervivido en todo su rigor hasta hoy. Ser cartujo es morir al mundo, abrazar el silencio, la mortificación extremada, reducir la existencia a un pequeño huerto, a una vida rigurosa, a la prioridad absoluta de Dios.
Para él la Iglesia se salva desde allí, no en medio del mundo, pero años después un antiguo discípulo hecho papa le llamará como consejero a Roma, la mayor penitencia que podía imponérsele. Bruno va a obedecer muerto de añoranza por su Cartuja, y morirá en otra fundación italiana, muy lejos de su valle de Grenoble.
Bruno y sus monjes blancos, desasidos de cualquier interés terrenal, que llevan el desierto consigo como lugar de encuentro con Dios, son un rincón privilegiado de sombra y de silencio, de adoración, en la vida de la Iglesia, el jardín más austero del alma.
Esta corona a la Virgen, repetitiva y humilde como una cantilena infantil, es un Evangelio en miniatura que está al alcance de todas las inteligencias y de las memorias más torpes, así como de las situaciones espirituales más desangeladas y frías, y quizá porque conoce el paño es la devoción que María recomendó en Lourdes y Fátima, a manera de gran arma para la paz de nuestro tiempo.
En los últimos siglos, cuando la Historia tiende a hacernos creer más listos y originales, más modernos, la Virgen da la razón a los papas prefiriendo esta modalidad tan sencilla de adorar y pedir (la oración de los tontos, según los que tienen una idea muy elevada de sí mismos) en la que se nos da todo hecho menos la actitud interior, y que obliga a poner el alma en lo que se dice, como introduciendo el sentido de Dios en la monotonía de las cosas de la vida cotidiana.
Plegaria personal por el impulso que cada cual le dé, pero también voz del coro de la Iglesia, como un murmullo de niño que no se cansa de repetir lo archisabido que no puede decirse mejor, con leves pausas meditativas para volver más confiados a la música envolvente de unas palabras que suenan a eternas de pura sencillez y profundidad.
Pafnucio, monje del desierto, fue a Alejandría para convertir a Tais, así lo cuenta en su cándido latín Roswita, y la cortesana más bella y rica de Egipto hizo una pira con su palacio y se recluyó en un convento de la Tebaida para hacer penitencia hasta su muerte (es patrona de Alejandría, y sus emblemas son un espejo y una sarta de perlas, la coquetería y el lujo a los que renunció por Dios).
Más novelesco es aún lo que se cuenta de Pelagia (o Margarita, en latín, perla, también por sus collares), que una vez bautizada fue a Jerusalén y vivió tres años en un monasterio del Monte de los Olivos bajo disfraz de hombre y haciéndose llamar fray Pelagio. Es patrona de cómicas y arrepentidas, y tiene por atributo una máscara teatral.
En sus vidas hay parte de leyenda, es posible que Pelagia (que en griego significa mar) tenga que ver con la diosa Afrodita, quizá Tais derive más de la literatura edificante que de la realidad, pero estos ejemplos tienen una límpida belleza que no ha conseguido empañar el humor volteriano de Anatole France, quien escarneció la historia de Tais y Pafnucio en una novela hoy justamente olvidada.
Entrevemos a estas dos pecadoras de Oriente entre fulgores de perlas y asfixiantes perfumes voluptuosos, hasta su caída en las redes de Dios, Tais abriendo la puerta a un supuesto cliente que cambiará su vida, Pelagia purgando sus culpas sin dejar de ejercer sus dotes de actriz, disfrazada, aunque ahora su ficción sea la verdad del Camino.
Era de Valencia, hijo de un notario, se hizo fraile dominico contra la opinión de su.padre, y a pesar de que tenía muy mala salud, sus dotes debían de ser tan espléndidas que a los veintitrés años era ya maestro de novicios. «Criaba a sus novicios en grande aspereza y penitencia», se nos dice, aunque no mayor que las que usaba consigo mismo.
Este fraile grave y extremoso, que horrorizaba a los demás con sus mortificaciones, querrá ir a las Indias, y allí -Colombia, Panamá, las islas antillanas- se dedica a los indígenas con tal celo que consigue multitud de conversiones; se habla también de muchos milagros, y de innumerables enemigos, porque se enfrenta a la rapacidad de los encomenderos.
Sigue siendo de fuego y de exigencia cuando vuelve a su Valencia natal, donde será prior. Santa Teresa le consulta, san Juan de Ribera le tiene en gran estima, y muere fiel a una teoría del menosprecio que define a ese santo adusto: «Menospreciarme a mí, menospreciar a nadie, menospreciar al mundo y menospreciar el ser menospreciado».
Su atributo -por un milagro que dicen que realizó cuando iban a asesinarle- es singular: una pistola cuyo cañón se convierte en crucifijo, o la violencia amansada en Dios, metamorfosis de las guerras de dentro en la cruz que redime a todos.
En cuanto al lugar del martirio, quizá fue Catuliaco, aldea próxima a París por el norte, que hoy lleva el nombre de Saint-Denis y es un centro industrial. Parece sin fundamento y muy tardía la tradición que le supone muerto en la colina de Montmartre, a corta distancia de la moderna y no demasiado espiritualizada Place Pigalle.
En Catuliaco se construyó primero una basílica (posteriormente catedral) para acoger sus reliquias, y el lugar, convertido en monasterio en el siglo VII , acabará siendo el panteón de los reyes de Francia, de los cuales es patrono san Dionisio.
Se le representa a menudo con la cabeza en las manos, origen de la leyenda de que, tras su decapitación, se levantó y cogiendo su cabeza echó a andar hasta desplomarse donde una piadosa mujer le dio sepultura.
No menos legendaria es la historia que le hace contemporáneo de los apóstoles e incluso le identifica con el Dionisio Areopagita que san Pablo convirtió en Atenas, y al que se atribuyeron infundadamente diversas obras de carácter místico que en realidad fueron escritas en el siglo v.
Santo invocado bélicamente por los franceses de antaño en las batallas, como Santiago entre los españoles, forma parte sustancial del pasado de Francia.
Deja la universidad por el claustro y se hace agustino, como Lutero, cambia la cátedra por el púlpito y resulta un predicador de fuego, pero sobrio, ajustado, exigente («Tomás no pide nunca, siempre ordena», decía de él el Emperador, que le quiso por consejero), valeroso y decidido, pero humilde en todas sus cosas.
Este hombre múltiple, como su iiglo, lo hizo todo: profesor, predicador, místico, reformador, asceta, limosnero, quizá sea en esta última faceta como más se le recuerde, sobre todo desde que le obligaron a aceptar una dignidad arzobispal, la de Valencia, que puso en sus manos grandes medios económicos que se apresuró a gastar íntegramente no sin escándalo de los que le rodeaban.
¿Y la dignidad de un arzobispo? Su idea de la dignidad era otra, y antes de morir quiso haber repartido hasta el último céntimo, hasta el jergón en que descansaba su cuerpo enfermo: «No me moriré hasta que sepa que no me queda nada en este mundo», avisó, porque no quería irse sin su misión cumplida, darlo todo para hacerse pobre y desnudo ante Dios.
Pero quizá la anécdota que mejor retrata al agustino Tomás, el anti-Lutero, es su proceder con los que se rebelaban contra la Iglesia, encerrarse con ellos en su despacho de arzobispo y flagelarse las espaldas ante un crucifijo diciéndoles: «Hermano, mis pecados tienen la culpa de todo, es justo que sea yo quien sufra el castigo».
De niña era muy piadosa y caritativa, y quería hacerse monja de la orden de santo Domingo, pero no pudo ser. Hasta que a los veinticinco años tiene noticia de una iniciativa a la que se va a sumar: don Miguel Martínez, un cura del barrio de Chamberí, quiere reunir a unas cuantas mujeres para que cuiden a los enfermos desamparados.
En 1851, Manolita, con el nombre de sor María Soledad, toma el hábito de las siervas de María, de las que no tardará en ser superiora, y en consecuencia no sólo tener que dedicarse a la misión elegida (son los años del cólera en Madrid) sino también afrontar contrariedades que parecen insalvables. Es depuesta y relegada a un pequeño hospital de Getafe, se suceden las deserciones de hermanas, don Miguel Martínez parte para Fernando Poo y su sucesor no está a la altura de las circunstancias, y para colmo el gobierno no cesa de poner obstáculos. Todo va mal, todo va cada vez peor.
Aquella mujer insignificante resuelve los problemas con dos métodos que aplica tenazmente, la oración y el trabajo. Los conflictos, como la revolución del 68 que la sorprende en Valencia, no la frenan, sino que la empujan, el instituto se extiende por España y América, y un siglo después de su muerte la recordamos como una gran figura de la caridad que presta por amor de Dios un callado servicio mientras el mundo grita.
Conoce, pues, el corazón de la Cristiandad, y de regreso a su país funda el monasterio de Stanford, es abad de Ripon, se le ordena sacerdote y no tarda en ser nombrado obispo de York; desarrolla entonces una gran labor convirtiendo paganos, fundando iglesias y dando el máximo esplendor posible al culto litúrgico.
Pero en su accidentada vida abundan también los episodios de viajes, naufragios, grandes peligros y constantes disputas con las autoridades eclesiásticas y civiles, que al menos en una ocasión le valieron la cárcel. No era blando ni acomodaticio, y quizá con esta doble negación se pinta el modelo de actitudes episcopales.
Y una y otra vez aparece como el luchador por la unidad con Roma, por ser fiel a Roma contra las particularidades nacionales, raciales, de tradición, que representan por ejemplo los monjes escoceses. Ante lo que se insinúa como un temprano cisma, Wilfrido, como otros santos ingleses de siglos después -Tomás Becket, Juan Fisher, Tomás Moro-, es intransigente en su ideal católico.
Ya muy anciano hizo su última peregrinación a Roma a pie, como queriendo reforzar antes de morir un vínculo que preveía débil, quebradizo. En esta Inglaterra tan impregnada de peculiaridades que caería del lado de la Reforma, el santo es una fuerte llamada a la unidad: ser muy romano da una dimensión universal que completa la índole de inglés.
Su atributo es «el anillo que estuvo siete años en el Cielo»: para poner a prueba su caridad, san Juan Evangelista se disfrazó de mendigo y pidió limosna al rey, quien al tener vacía la bolsa le dio su anillo de oro. Al cabo de siete años, a un peregrino inglés que se encontraba en Palestina se le apareció san Juan y le dio el mismo anillo para que se lo entregase al rey, anunciándole que no tardaría en entrar en el Paraíso.
Pero más aún nos interesa el que fuese el Hamlet de la santidad, contemporáneo del también shakesperiano Macbeth: depuesto y asesinado su padre, vive en el destierro de Normandía desde los diez años, su madre se casa con el usurpador y le da un heredero que será rey, y su hermano Alfredo encuentra la muerte al tratar de reconquistar Inglaterra; hasta que a los cuarenta años la súbita muerte del hermanastro le permite ceñir la corona.
Shakespeare y Freud parecen entretejer estos bárbaros episodios de crueldad y pasiones desatadas, pero Eduardo se mueve en este sangriento clima con un espíritu cristiano que desconcierta a los historiadores; bondadoso y débil, dicen unos, santo en la firmeza, la misericordia y los afanes de paz, según otros.
No se venga de su madre más que recluyéndola en un monasterio, y hasta el fin de sus días será un soberano ansioso de justicia y modelo de piedad. Su tremenda historia personal es un acicate para hacer el bien en las peores circunstancias, el espíritu de los Evangelios corrige a Shakespeare.
Pero todo eso lo sabemos por su acérrimo enemigo, san Hipólito -sí, también entre los santos hay discusiones y riñas como para pasar a la historia-, apasionado polemista que es muy probable que retuerza los hechos contra él. Sabemos que organizó también la catacumba de la Via Appia que lleva su nombre, donde se enterraron multitud de papas, aunque no él mismo, y que intervino con prudencia y acierto en las disputas trinitarias.
Sin embargo, este papa remoto de perfiles oscurecidos por el tiempo, con una vida tan agitada y que fue el centro de una controversia durísima y fundamental, se nos hace simpático y cercano por su firme actitud contra el rigorismo que representaba ciegamente san Hipólito. La pregunta era: ¿Hay pecados imperdonables? Según Calixto, no, y ¡cuántos ataques y sarcasmos llovieron sobre él acusándole de laxitud!
Hay que perdonar setenta veces siete, dice el Evangelio, es decir, sin limitación, es la única doctrina segura y fue la que defendió este papa (no fue el único ni mucho menos, recordemos a Cornelio y a Cipriano en el mes de setiembre). Aunque siempre ha habido católicos fanáticos que se complacían imaginando a casi todo el mundo entre las llamas del Infierno, en sus mejores figuras, la Iglesia ha sido madre de misericordia frente a puritanos, abriendo de par en par las puertas del perdón, a semejanza del padre del hijo pródigo.
Cuando quiere reformar la orden carmelita es ya una mujer madura, con hondas experiencias místicas que le dan aliento para sus constantes viajes por toda España, afrontando luchas y persecuciones, quebrantada de salud, «sin ninguna blanca», pero inflexible en el propósito, porque «nunca dejará el Señor a sus amadores cuando por sólo Él se aventuran».
Al convento de San José de Ávila seguirán otras dieciséis fundaciones (sin contar quince de varones carmelitas descalzos, a las que contribuyó ayudando a san Juan de la Cruz), y tras un despliegue de actividad, dulzura y fortaleza que maravillan -«todo lo que hay en ti de águila y de paloma» le cantó un poeta-, muere extenuada en Alba de Tormes: «Tiempo es ya que nos veamos, Señor mío».
Mujer excepcional por todos los conceptos, humanísima y alegre, franca, enérgica, tenaz, de un humor incomparable, rebosante de espiritualidad y manejando muy bien, siempre por obediencia, la pluma: sus libros, escritos al desgaire, que le han hecho doctora de la Iglesia, son un prodigio de gracia personal, simpatía y elevación.
El tópico, muy fiel a la verdad esta vez, de la monja andariega, resume la paradoja de esta gran figura femenina que ha cautivado a todo el mundo. En éxtasis o entre pucheros, es la santa de la naturalidad sobrenatural, de una sencillez altísima que parece inasequible a los humanos sin la ayuda de Dios.
Bien conocida en su intimidad espiritual por su autobiografía y sus cartas, no parece haber sido una persona humanamente destacada o notable. Borgoñona, hija de un notario, después de educarse en las clarisas de Autun, se hace religiosa salesa en el convento de Paray-le-Monial en 1671.
Dos años después, aquella monja de apariencia gris, siempre enferma, muy tímida, medrosa y torpe, recibe unos mensajes divinos en los que sus superioras se niegan a creer, mortificándola y humillándola. Pero todo eso también forma parte de su vocación: «Todo para Dios y nada para mí», ponerse delante de Nuestro Señor como delante del pintor se pone el lienzo.
Desde 1673 a 1675 tiene cuatro visiones de Jesucristo sobre la devoción a su corazón como símbolo de su amor a la humanidad, y aunque los doctos dictaminan que se trata de una ilusa, de una visionaria, a la que no hay que hacer caso, la llegada al convento del jesuita padre Claude de La Colombiere y su apoyo la ayudan a superar todas las pruebas.
Desde 1920 está en los altares, canonizada como un refrendo al mensaje que supo transmitir, pero también por la paciencia y el espíritu de humildad con que se enfrentó a tantas incomprensiones.
Una tradición supone que era el mismo niño que en el capítulo dieciocho de san Mateo llama Jesús para ponerle como ejemplo ante sus discípulos: «En verdad os digo que si no os volviereis y os hiciereis como niños…»; pero esto, además de ser incomprobable, huele demasiado a leyenda piadosa de la más cándida hagiografía.
La verdad de san Ignacio no está en esta identificación ni en otros episodios más que dudosos, sino en el hecho bien documentado de su largo viaje hasta la muerte, después de su condena, desde Antioquía a Roma, pasando por las costas de Asia Menor y Grecia, con una parada en Esmirna.
Su destino era morir en el circo romano para celebrar los triunfos del emperador Trajano en la Dacia, y en el curso de la navegación escribe cartas que son uno de los testimonios más impresionantes de la fe ante el martirio que nos ha legado la Iglesia primitiva; en especial la que dirige a los fieles de Roma, pidiéndoles que no intercedan por él a fin de que «nada me impida ahora alcanzar la herencia que me está reservada».
«Soy el trigo de Dios que ha de ser molido por los dientes de las fieras para llegar a ser pan limpio de Cristo». Custodiado por feroces guardias, «los diez leopardos», como él dice, Ignacio, sin alardes de jactancia ni gestos estoicos, ve la vida y la muerte como cosas entregadas, que casi no le pertenecen.
Según remotas tradiciones, después de la muerte de Pablo predicó la buena nueva en Egipto y en Grecia, y debió de morir en este último país, quién sabe si crucificado en Patrás, como algunos suponen. Su símbolo es el buey, porque su evangelio empieza con el sacrificio de Zacarías en el Templo, y desde tiempo inmemorial es patrón de médicos y cirujanos.
Como evangelista tiene un rasgo muy peculiar sin duda debido a su condición de gentil que escribía para cristianos de cultura griega, hace muy pocas referencias a la ley mosaica y es el que más insiste en el alcance universal de la salvación, mostrándose también en eso fiel discípulo de san Pablo.
Pero Lucas posee además una característica muy llamativa que ha dado origen a una curiosa leyenda: es el que más habla de la Virgen, quizá porque la trató personalmente (por ejemplo, es el único que cuenta la Anunciación), y de ahí que atribuyéndosele habilidades de pintor se supusiese que pintó un retrato de Nuestra Señora.
Aunque los supuestos retratos sean muy tardíos (el más famoso, que se conserva en la Capilla Paulina de Santa María la Mayor de Roma, es un icono del siglo XII), los pintores le tienen también por patrón celestial y se encomiendan a él como al artista que tuvo el máximo modelo de hermosura humana.
Ambos, hombres de sacrificio y mortificación hasta extremos que hoy casi parecen increíbles, sacando de la penitencia las fuerzas espirituales que necesitaban; y los dos también avasalladores en la acción, Pedro reformando, predicando, alentando a santa Teresa, Pablo fundando la orden de los pasionistas, predicando asimismo, escribiendo admirables cartas de dirección.
La conversión de las almas fundada en el absoluto sometimiento del «hermano cuerpo», como en este tremendo franciscano que fue Pedro de Alcántara, un manojo de sarmientos según la santa de Ávila, «ardiente, impetuoso, arrebatado», según un biógrafo, afirmando que «en seguir los consejos evangélicos es infidelidad tomar consejo».
Es el criterio sobrenatural sin compromiso que se aferra a Dios y olvida todo saber humano, toda conveniencia de este mundo. Como Pablo de la Cruz, que hizo honor a su elegido nombre y que quería vivir en la contemplación de la Pasión de Cristo sin atender a nada más, reproduciendo en su vida el dolor y la entrega redentora del Hijo de Dios.
Uno y otro, en dos momentos tan dispares de la humanidad, señalan la primacía de la penitencia para la santificación propia y de los demás; la penitencia que asusta a nuestros contemporáneos, que han hecho de esta palabra un espantajo, un tabú, y que ellos abrazan como un duro modelo de forja interior que limpia de todo lo malo e inútil y sirve de camino real hacia la altura.
Profesó en 1907 y fue enviada a Treviso, donde trabajó en un asilo infantil, y al estallar la primera guerra mundial tuvo que ser enfermera en un hospital militar cerca de Como; allí despertó grandes admiraciones por su serenidad durante los bombardeos y su abnegada solicitud para con los enfermos.
Al concluir la guerra una superiora decidió que debido a su escasa instrucción y a sus cortas luces sólo podían encomendársele tareas muy serviles, y pasó a una lavandería, aunque en 1919 volvió al asilo de Treviso. Su salud nunca había sido buena, y ahora una enfermedad obliga a una operación a la que no sobrevive.
La tonta de sor Bertilia había dejado un recuerdo imborrable en quienes la habían conocido, por su intercesión hubo milagros, y en 1952, treinta años después de su muerte, fue beatificada. Juan XXIII la canonizó en 1961. Lo suyo no era la listeza, y todo en su vida parece de una pasmosa vulgaridad (hasta la incomprensión de sus superioras es vulgar). Niños abandonados, heridos de guerra, ropa sucia, le tocó la parte menos brillante del siglo XX, muy cerca de nuestros días, y sólo cuando murió todos comprendieron que aquella monjita insignificante significaba mucho más que las noticias más clamorosas de los periódicos.
Se supone que Úrsula, hija de un rey de Gran Bretaña, es pedida en matrimonio por los embajadores de un monarca pagano, ella acepta exigiendo que su prometido se bautice y la acompañe a una peregrinación a Roma, y embarca con un séquito de once mil vírgenes en una nave que capitanea un ángel y que remonta el Rhin hasta Basilea.
Después de cruzar los Alpes, son recibidos en Roma por el papa san Ciricio, pero, ay, en el viaje de regreso toda la expedición muere asaeteada por los hunos ante las puertas de Colonia. Tan bárbaros exterminadores reciben su castigo inmediato, ya que once mil ángeles acuden a vengar aquella sangre inocente.
Hablando en serio, casi nada se sabe de esta Úrsula y menos aún de su ejército de doncellas, blanco de no pocas burlas a partir del Renacimiento y la Reforma, sin que al parecer en los ambientes trentinos se tomaran la menor molestia por defenderlas. ¿Fueron once mártires tan sólo y la M de cierta remota inscripción que quería decir «mártir» se confundió con el numeral mil?
Es posible, pero ya en el siglo IX, bajo formas más o menos exaltadas, esta tradición, que se relaciona con un cementerio de Colonia llamado ager ursulanus, campo de Úrsula, existía ya. Probablemente tuvo su origen en unas jóvenes de la ciudad martirizadas en el siglo IV -época del papa san Ciricio-, y luego el episodio se magnificó con estupenda fantasía haciendo entrar de golpe en el santoral esta multitud que puebla el 21 de octubre.
Cuando las autoridades romanas cerraron su iglesia el buen obispo no parece inmutarse y se limita a recordar a todos que Dios no vive entre paredes sino en el corazón de los hombres; el culto no se suspende por tan poca cosa, y exhorta a los hermanos a seguir honrando al Señor al aire libre, en cualquier lugar donde quieran y puedan.
Segunda orden del gobernador: que le entreguen los vasos sagrados y los libros de la Iglesia. En cuanto a los vasos, que al fin y al cabo sólo importan por lo que contienen, no por sí mismos, el obispo no opone ningún obstáculo; se supone que son de metales nobles, y en cia codiciados por su valor material, no es eso lo que le interesa, pero los libros son el Espíritu, la palabra de Dios, y en este punto es intransigente.
Se apresa a Felipe y a su diácono Hermes, se les azota, conminándoles a adorar al emperador, a la diosa Fortuna y a Hércules, deidad epónima de la ciudad, el Poder, el Destino y la Fuerza. Nuevas y comprensibles negativas, que hacen que Felipe y Hermes mueran en la hoguera en Adrianópolis.
De tan lejanos mártires retenemos no sólo la firmeza en la fe, sino también una escala de valores admirablemente segura y cierto sentido del humor bien afianzado en las cosas eternas que no puede por menos que tomarse a guasa los grandes ídolos que todavía hoy veneramos reverentemente.
Nacido en un villorrio de los Abruzzos, estudió Leyes en Bolonia, y hacia los treinta años, cuando estaba encarcelado por razones políticas, descubrió su vocación; el hecho es que en Perugia ingresó en la orden de San Francisco y que tuvo por maestro a san Bernardino de Siena.
Fue un gran redicador popular, pero su energía, sus dotes de persuasión y la solidez de su doctrina movieron a los papas a encargarle lo que hoy llamaríamos trabajos sucios y necesarios para poner orden. En primer lugar, dentro de los mismos franciscanos, que andaban muy divididos y a menudo a la greña, y luego en Italia entera como inquisidor.
Más tarde Austria, Baviera, Silesia y Polonia vieron pasar la figura menuda y descarnada de aquel fraile de mirada magnética y palabra de fuego. Quizá con los husitas de la Moravia fue muy duro, y en cualquier caso, al predicar la cruzada contra los turcos, que acababan de conquistar Constantinopla, no exigía precisamente métodos pacíficos.
Al lado del húngaro Juan Huniades fue el alma de lastropas cristianas que consiguieron la gran victoria de Belgrado, y murió poco después víctima de la peste. La suya no es una estampa de franciscano seráfico de los que conmueven por su ternura, y Dios le habrá puesto entre sus arcángeles guerreros que saben cumplir bélicamente su misión.
Lo cual era inevitable. En pleno siglo XIX y en la turbulenta España isabelina, vivir en el centro de la corte aun sin querer hacer política era influir en la política nacional, al Padre Claret no se lo perdonaron, y la historia y la literatura siguen repletas de ataques de una tremenda malignidad, suponiéndole una especie de eminencia gris de la voluble y desbrujulada Isabel.
Su vida es mucho más rica que el período madrileño; empieza siendo un joven entregado al trabajo con un ardor singular, luego hay como una conversión, con dos intentos de entrar en órdenes tan dispares -cartujos y jesuitasque ya bastan para indicar que andaba lejos de su camino, hasta quedarse en cura de pueblo, que es donde da toda su medida de apóstol.
El arzobispado de Cuba es una ampliación gigantesca de su actividad en Viladrau, y por fin Madrid, la etapa que termina con el destierro y con su intervención, ya al borde de la muerte, en el concilio Vaticano l. Infatigable de actividad pastoral, fundador, catequista de la pluma, asiduo al confesonario, taumaturgo, vidente, es un impresionante santo muy próximo a nosotros en el tiempo.
La santidad entre las intrigas de una historia muy reciente le hizo ser uno de los hombres más odiados del país, víctima de numerosos atentados, y su ejemplo lo dio en el más ingrato y resbaladizo de los terrenos que puede pisar un santo: las cercanías del poder humano, siempre frágil, discutido y corrupto.
Ser católico era considerado como una traición a la Corona, y estos súbditos desleales que por el solo hecho de sus creencias conspiraban ya contra la paz del reino, tenían que morir en la horca. Y así murieron estos cuarenta mártires que representan a otros muchos ingleses de la fidelidad.
Entre ellos hay madres de familia como Margaret Clitherow, viudas como Anne Line, nobles como Philip Howard, conde de Surrey, oscuros seglares como el maestro galés Richard Gwyn, y sacerdotes como Cuthbert Mayne, John Payne, John Almond o John Kemble.
Está luego una larga lista de religiosos entre los que figuran cartujos, agustinos, benedictinos y franciscanos, sin olvidar a los jesuitas, la orden más activa y arriesgada en la defensa y mantenimiento de lo que se llamaba oficialmente la antigua fe: Robert Southwell, Henry Walpole, Nicholas Owen, Thomas Garnet, Henry Morse y el más célebre de todos, Edmund Campion (1540-1581), cuya vida escribió Evelyn Waugh.
Como se ve, apellidos muy ingleses y galeses, una prodigiosa constelación de obstinados que no renuncian a su fe cuando el poder civil decide que ahora hay que dejar de creer en aquello y creer en esto otro porque así lo manda.
Este Virila o Virilio, el más famoso de los abades de Leyre, no es un personaje de leyenda, se le cita como abad en un documento del año 928, y según una remotísima tradición nació en el pueblo vecino de Tiermas. Sus reliquias se veneran en la catedral de Pamplona. De él se cuenta que era un alma tan contemplativa que encontrándose en la sierra oyó el canto de un pajarillo, y aquellos trinos maravillosos le sumieron en tal éxtasis que permaneció allí en un místico ensueño, como escuchando la voz de un ángel que cantara la gloria divina, durante trescientos años. «La celeste plegaria / oyó trescientos años al borde de una fuente», como dice Valle-Inclán.
Pasados tres siglos, cuando volvió al monasterio quedó atónito: los monjes ya no llevaban el hábito negro de san Benito, sino el blanco de los cistercienses, porque en el curso de este tiempo había habido violentísimas y escandalosas luchas entre ambas órdenes por la posesión de Leyre.
San Virila no se había enterado de nada, tres siglos habían pasado para él, como suele decirse, en un vuelo, o, mejor, en un trino. La belleza que identificaba con Dios le permitió olvidarse del tiempo y sobrevolar la política, actitud según algunos poco recomendable (aunque en el Evangelio Cristo dice a María que ella ha elegido bien).
Es posible que todo empezara con lo que hoy llamaríamos una prospección de mercado, el hecho es que nuestro hombre se encontró en Etiopía, y allí acabó en presencia del rey Eskendi, que tenía su corte en Axum o Aksum, lugar que aún existe en el Tigré, al norte del país, no lejos de Asmara.
Frumencio se hizo indispensable al monarca, fue su secretario y consejero, posiblemente también algo parecido a su juglar, ya que dominaba el arte de la narración y sabía mantener en suspenso a sus oyentes con historias maravillosas; por ejemplo, las que se contaban en unos libros llamados Evangelios.
Eskendi se convirtió al cristianismo antes de morir, y su hijo y sucesor, Ela-San, fue más lejos aún: se construyó una iglesia, se entablaron negociaciones con mercaderes cristianos y quiso también ser alimentado con aquel Pan del Cielo de que le hablaba el misionero blanco.
Como Frumencio no había sido ordenado, emprendió viaje a Alejandría para pedir a san Atanasio que enviara sacerdotes a aquellas tierras, pero el patriarca consagró obispo al mismo enviado, y desde entonces Frumencio, primer evangelizador entre los etíopes, fue hasta su muerte el guía espiritual de la novísima cristiandad.
En Abisinia se le recuerda con el nombre de Abba Salama, padre de la paz.
Porque este Judas de tan ingrata homonimia es el patrón de las causas desesperadas. Durante la antigüedad y casi toda la Edad Media fue un santo ignorado, quizá porque repelía su nombre funesto, pero en el siglo XIV santa Brígida de Suecia contó en sus revelaciones que el Salvador le había instado a dirigirse con confianza a san Judas, y desde entonces pasó a tener una grande y dramática veneración.
Muy poco se sabe de él por la Escritura; que fue uno de los Doce, tal vez hermano de Santiago el Menor, citado en la lista apostólica en penúltimo lugar, inmediatamente antes del traidor. Se supone que tras la muerte de Jesús predicó el cristianismo en Siria y Mesopotamia, y quizá murió en Persia con san Simón, martirizado a golpes de maza.
Siglos atrás sus reliquias se veneraban en Reims y Toulouse, y su culto llegó a ser muy popular en Polonia, donde abundaban los Tadeos, pero san Judas (que probablemente no es el autor de la epístola que se le atribuye en el Nuevo Testamento) es sobre todo la última tabla de salvación para los que ya no esperan nada, más allá de la esperanza aún está él.
Hermoso patronazgo el suyo, abogado de las causas que uno mismo declara perdidas, «es más final que la desesperación y sólo sana a los que mueren. Es Judas quien tirando de un solo cabello salva y mete en el Cielo al literato, al asesino y a la prostituta».
El otro san Narciso, más popular (hasta el punto de que le miran con malos ojos muchos hagiográfos) tiene una historia más enredada; quizá fue de origen centroeuropeo y es probable que durante la persecución de Diocleciano tuviese que huir y se refugiara en la ciudad de Augusta o Augsburgo.
Allí se alojó en casa de «una mujer principal, pero deshonesta», una cortesana famosa cuyo nombre era Afra (incluida tamb~én en el santoral, véase el 5 de agosto). Esta además era idólatra, pero la oración de Narciso la convirtió junto con su madre y tres criadas suyas.
Más tarde, en unión de su diácono Félix, llega a Gerona, que convierte en su centro apostólico, y unos años después, quizá en el recinto extramuros del cementerio de los fieles (se supone que donde hoy se levanta la colegiata de San Félix, que debe su nombre a un santo anterior), cuando iba a celebrar misa fue asesinado con el citado diácono. Murió a consecuencia de tres heridas en el hombro, en la garganta y en el tobillo.
En Gerona (de donde es patrón, además de serlo de Augsburgo) es el santo de las moscas, ya que se dice que en 1285 de su sepulcro salieron enjambres de tábanos que con sus picaduras mortales hicieron huir al ejército francés invasor.
Se había casado y tenía dos hijos, quizá su esposa, María Juárez, le reprochase su falta de espíritu comercial, así no vamos a llegar a ninguna parte, y en efecto Alonso no llegó a ser nada; peor aún, enviudó, murieron sus hijos, y entonces renunció a los paños y quiso entrar en religión.
Pero los jesuitas de Valencia estaban dudosos, tenía pocas letras y no mucha capacidad para los estudios, escasa salud y estaba al borde de la cuarentena. Por fin, como simple hermano coadjutor fue enviado al colegio de Montesión en Palma de Mallorca. Nada más, allí permaneció cuarenta y seis años haciendo de portero (sus atributos son una llave y un rosario al cinto).
La llave para cumplir alegremente con su modesta obligación («obediencia a lo asno» decían que era la suya), pensando que cada vez que sonaba la campanilla quien llamaba era Cristo, el rosario para rezar y meditar, conviertiéndose desde aquel puesto tan oscuro y humilde en un gran místico que hoy asombra a los estudiosos.
Hopkins, el poeta inglés de la Compañía de Jesús, le dedicó un soneto que termina así:
Se acumulan los años sin que nada pasase
cuando Alonso en Mallorca atendía la puerta.
Era de noble familia suaba, en la Alemania del sur, se educó en la abadía de Reichenau, junto al lago de Constanza, y en el 956, ya famoso por su saber, fue nombrado director de las escuelas de la catedral de Tréveris. En este oscuro período de la cultura de Occidente es una de las luminarias de Europa.
Wolfgango dejó atrás la luz de la fama para encerrarse en un monasterio benedictino, el de Einsiedeln, pero unos años después se le encomiendan tareas misionales, primero en la Panonia, entre los feroces húngaros paganos, y luego, como obispo de Ratisbona, tiene que ponerse al frente de una inmensa diócesis gran parte de cuyos habitantes están aún por cristianizar.
Así, el recuerdo que nos deja no es ni de sabio ni de monje, sino de misionero, de organizador -lo cual incluía también la construcción de fortalezas militares-, de obispo que ha de mandar, predicar ante multitudes, reprimir abusos y proveer a mil necesidades de orden práctico.
Su actividad se funda en un criterio de puro sentid.o común: para evangelizar a las gentes hay que asegurarse primero que están evangelizados los monjes, y en consecuencia la reforma monástica y la rigurosa sujeción a la regla de san Benito es su punto de partida. Cristianizar a los cristianizadores puede ser aún el primer paso para cualquier empeño de que el mundo se parezca un poco más a Jesucristo.
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