20/04/2024

La traición de las élites a la democracia – José Andrés Torres Mora

José Andrés Torres MoraJosé Andrés Torres Mora (Málaga, 1 de enero de 1960) es un profesor y político español, diputado por Málaga en el Congreso durante la VIII, IX, X, XI y XII legislatura. Doctor en Sociología desde 1994 gracias a la tesis Las desigualdades en el acceso a la educación en España. Un estudio sociográfico, es profesor titular de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido también director del Colegio Mayor Universitario San Juan Evangelista. Miembro del PSOE, entre 2000 y 2004 fue jefe de Gabinete de Zapatero y entre 2004 y 2012 formó parte de su Comisión Ejecutiva Federal como secretario de cultura. En marzo de 2004 fue elegido diputado por Málaga al Congreso, y reelegido en 2008, 2011, 2015 y 2016.
La democracia explicada a gente muy preparada
Hoy día, salvo muy pocas excepciones, no hay régimen político en el mundo que no trate de legitimarse democráticamente, es decir, por el consentimiento del pueblo. Desde ese punto de vista se puede decir que, al menos en teoría, la democracia es incuestionable. Sin embargo, en la práctica, las democracias están siendo discutidas. Lo que ocurre es que las democracias realmente existentes son cuestionadas en nombre de la aspiración a una democracia más auténtica, razón por la cual ese cuestionamiento no produce alarma entre los demócratas.

El rendimiento insatisfactorio de la democracia respecto a la crisis económica, y a la corrupción, ha provocado la aparición de viejas ideas no democráticas que, como infecciones latentes en un cuerpo debilitado, han reaparecido con fuerzas renovadas. La desmemoria propia de los seres humanos, y la juventud de las personas que ahora las encarnan, dan un inmerecido aire de novedad a esas viejas ideas. Sin embargo, la tecnocracia y el populismo, por mucho que hayan cambiado de piel, no son nuevas, y su aparición en un momento de debilidad de la democracia, tampoco lo es.

Una de las cosas que más está debilitando a nuestra democracia es, precisamente, el desconocimiento de los principios que la sustentan. Hace meses, una persona, profesionalmente muy preparada, que se iniciaba en las lides parlamentarias me decía en la cafetería del Congreso de los Diputados que es difícil entender que el voto de un analfabeto valga igual que el voto de un catedrático de universidad. Treinta y cinco años antes, con palabras más sexistas y más clasistas, le escuché hacerse la misma pregunta a un catedrático de mi facultad. «¿Por qué vale igual mi voto que el de la mujer que limpia mi despacho?», dijo aquel hombre tan preparado en su profesión. La persona que me hablaba en el Congreso daría su vida por defender la democracia, pero sería más útil que, en lugar de morir por ella, conociera uno de sus principios esenciales: la igualdad en el voto.

Lo cierto es que, lo verbalicen o no, a muchas personas se les hace cuesta arriba aceptar que para dar clase a niños de seis años en el colegio del pueblo sea necesario tener una titulación universitaria y, sin embargo, para ser el alcalde de ese mismo pueblo no sea necesario ningún título académico. Son muchas las personas que se preguntan por qué alguien sin estudios universitarios, o sin saber inglés, es diputado, o ministra, cuando jóvenes con doble titulación universitaria y varios idiomas están en paro, o deben marcharse del país a buscarse la vida.

Es posible que quienes se hacen esas preguntas no sospechen, ni por asomo, que el sentido común que las inspira no es un sentido común democrático. La pregunta por el nivel académico de los votantes y de los elegidos no sólo pone en cuestión el principio igualitario en el que se sostiene nuestra democracia, que es el derecho de cualquier ciudadano o ciudadana a elegir y ser elegido, sino que demuestra desconocer qué razones justifican ese principio igualitario. Las razones por las que vale igual el voto de todos y por las que todos pueden presentar su candidatura.

Quienes se hacen estas preguntas, por muy demócratas que se declaren, no tienen fácil defender la democracia del ataque de los tecnócratas y meritócratas. De hecho son estos últimos los que han conquistado la hegemonía del discurso político. Si, hoy día, alguien pusiera un tuit defendiendo que sólo puedan votar o presentarse a las elecciones los ciudadanos y ciudadanas que paguen más de veinte mil euros anuales de IRPFImpuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, sufriría un linchamiento digital inmediato, pero si alguien nos dice que sólo puedan presentarse a liderar un partido las personas que hablen dos idiomas extranjeros, no ocurrirá nada, y probablemente mucha gente lo apruebe. Sin embargo, limitar el acceso a los cargos públicos a las personas con cierto nivel educativo no es una forma de mejorar la democracia, sino de limitarla y empequeñecerla, como ocurría con el voto censitario en el siglo XIX.

Una ideología triunfa cuando la sociedad deja de percibirla como ideología y empieza a considerarla como sentido común. Si una persona va a un hotel de gran lujo, le preguntarán por el tamaño de su cartera, pero nadie le pedirá sus credenciales académicas. ¿Se imagina el amable lector, o lectora, que, antes de operarse, alguien le preguntara a su cirujano cuánto dinero tiene en el banco? No, esa pregunta no es de sentido común, nos dirían. Y es que el sentido común en nuestra sociedad es más capitalista, y más meritocrático, que democrático. Si tienes mucho dinero, no te preguntan por tus títulos académicos, porque en el mercado basta con el dinero. Si te presentas a una oposición a un puesto de profesor, no te preguntan por tu dinero, porque en el mundo académico suele bastar con el conocimiento. Sin embargo, si tienes muchos votos te preguntarán por el título académico, y por los conocimientos, y por si has cotizado alguna vez en la vida a la Seguridad Social, porque para mucha gente los votos, por sí solos, no legitiman ninguna jerarquía, ni ningún poder, social. Los años que pasamos en el sistema educativo, los procesos de selección laboral, nos han socializado en los valores meritocráticos antes que en los democráticos. Nuestra sociedad se ha hecho coherentemente meritocrática, pero no se ha hecho coherentemente democrática. De manera casi inconsciente desafiamos cotidianamente la jerarquía, temporal, que nace del voto, en tanto que somos muy respetuosos con otros poderes, u otras jerarquías, como la del dinero o la del conocimiento.

A estas alturas espero haber convencido al paciente lector o lectora de este texto de que los meritócratas están cuestionando la democracia, y con bastante éxito. La pregunta es si, además de éxito, tienen razón. Lo cierto es que el compromiso de la democracia no es que gobiernen los mejores, ni los que tienen más títulos académicos, sino los elegidos por todos. Y, por cierto, la democracia no se basa en la primacía intelectual del pueblo. Lo que atribuye la democracia al pueblo, como su propio nombre indica, no es la razón, sino el poder. Una distinción que no conviene olvidar. Entre las facultades del pueblo en una democracia está el hacerte más poderoso, pero no más listo. Saber que te han dado el poder, pero no la razón, o un conocimiento superior, debería ser un incentivo para que los líderes democráticos usaran el poder de forma más prudente y aceptaran, de buen grado, límites y contrapesos.

Como dice mi admirado amigo el profesor Manuel Zafra, la democracia es el sistema político en el que los no expertos gobiernan a los expertos. Y esto es lo que les resulta imposible digerir a muchas personas que forman parte de una sociedad tan racional y avanzada como la nuestra, o como la griega de hace dos mil quinientos años. Sócrates se preguntaba por qué nadie era escuchado con respeto en la Asamblea de Atenas cuando se atrevía a hablar sobre cómo se debían construir los barcos o los edificios, si esa persona no tenía formación en dichos temas y se conocían sus maestros, y sin embargo, en lo referente al gobierno de la ciudad «aconseja, tomando la palabra, lo mismo un carpintero que un herrero, un curtidor, un mercader, un navegante, un rico o un pobre, el noble o el de oscuro origen, y a éstos nadie les echa en cara, como a los de antes, que sin aprender en parte alguna y sin haber tenido ningún maestro, intenten luego dar su consejo».

Esta es la pregunta que nos lanza Sócrates a los demócratas, y a esa pregunta responde Protágoras contando un mito: «Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad. Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría el sentido moral y la justicia a los hombres: «¿Las reparto como están repartidos los conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale para muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a todos?» «A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.».

Afortunado ejemplo el de la medicina. Nos será útil para entender qué tipo de decisiones son las decisiones políticas. Si le preguntamos a un médico qué especialidad clínica es mejor tener para ser director médico de un hospital, probablemente se quedará sorprendido. ¿Son mejores directores médicos de hospital los neumólogos o los cardiólogos? ¿Los urólogos o los ginecólogos? ¿Los pediatras o los traumatólogos? No hay una respuesta, pero lo más frecuente es que nos digan que la pregunta está mal planteada. Y está mal planteada porque el director médico no se ocupa de curar a los niños, o de examinar la próstata a los varones cincuentones, sino de hacer que la vida del hospital fluya de manera positiva para quienes trabajan en el mismo y para la sociedad. El director médico del hospital, en tanto que tal, no tiene nada que decir sobre una técnica quirúrgica concreta, su tarea es política no técnica. La más joven y brillante neurocirujana recién llegada del mejor hospital de Estados Unidos no será necesariamente mejor directora médica que una veterana cardióloga que ha vivido los conflictos y las esperanzas del hospital durante varios lustros.

Lo mismo ocurre con los rectores de las universidades. Hay que ser catedrático para presentarse a rector, pero ¿sabemos qué especialidad produce los mejores rectores? ¿El Derecho Constitucional o la Macroeconomía? ¿La Psicología o la Estadística? En realidad el rector no forma parte de los tribunales de tesis o de oposición (salvo en los de su especialidad, en los que, obviamente, no está a título de rector), aunque firma los títulos de doctor, junto con el rey, o los nombramientos de catedrático. Las decisiones del rector no son técnicas. El rector tiene que abordar problemas que no tienen una única solución, sino varias y de resultado incierto. El rector tiene que decidir, por ejemplo, si se externaliza o no el servicio de limpieza de la Universidad. Y como para esa decisión no hay una respuesta científica, sino política, es bueno que el personal de administración y servicios tenga derecho a votar y a participar en los órganos de gobierno de la universidad. ¿Deben tener derecho los hijos del personal de limpieza externalizado a asistir a la colonia de verano que la universidad organiza para los hijos de los profesores? Esta es una típica decisión política, y para responder a ella da igual si eres catedrático de latín o de filología inglesa, por eso el rector es un político, y por eso no hay oposiciones a rector con un temario, sino elecciones con un programa. La política se ocupa de decidir sobre aquellos problemas que no tienen una solución científica.

La igualdad política de la democracia tiene una explicación racional que tiene que ver con cierta superioridad del sistema democrático en lo referente al conocimiento, pero no se trata de la superioridad que reivindican los que defienden que el pueblo, o ese sucedáneo del pueblo que es la mayoría, está siempre en posesión de la verdad. La inteligencia de la democracia consiste en conocer que en ocasiones tenemos que tomar decisiones sabiendo que no tienen una solución científica, que ninguna es verdadera, o que ninguna es más verdadera que las demás. Si nos montamos en un avión para ir de vacaciones y un grupo de pasajeros propone que votemos democráticamente a qué velocidad debemos emprender el vuelo o qué inclinación debe tener el avión al aterrizar, tendríamos motivos para ponernos muy nerviosos, esas cosas no se votan, como no se vota el teorema de Pitágoras. Por el contrario, si el piloto nos dijera que la decisión del lugar de vacaciones la iba a tomar él, también deberíamos ponernos nerviosos, porque estaría usurpando una decisión que no le corresponde, por muchos lugares de vacaciones que conozca.

Muchos abogados, economistas, médicos, ingenieros, politólogos y profesionales de todo tipo están convencidos de que, si bien ellos personalmente no serían capaces, hay otros expertos que sí tendrían la capacidad de arreglar los problemas de naturaleza estrictamente política, eso sí, siempre que les diéramos todo el poder. Ese es el ideal de los tecnócratas y de los meritócratas, pero ese ideal no se basa en un conocimiento científico, sino en una fe, en la fe en la ciencia. Una creencia que, paradójicamente, comparten con personas sin ningún tipo de formación científica. La ciencia no tiene respuestas para muchas decisiones que tienen que ver con la libertad humana de organizar la convivencia de esta o aquella manera. Sin embargo, impulsadas por esa fe en la ciencia, que las convierte a ellas en el pueblo elegido, muchas personas, muy preparadas, han decidido invadir el terreno de la política y, sin ser elegidas por el pueblo, sustraer a los ciudadanos decisiones para las que sus conocimientos como expertos no sirven para nada.

La rebelión de las élites
A mediados de los años noventa, el sociólogo norteamericano Cristopher Lasch escribió un libro titulado La rebelión de las élites y su traición a la democracia. Cuando Lasch hablaba de las élites no se refería a esa famosa minoría del 1% que denunciaban los activistas del 15M y los que ocuparon Wall Street por las mismas fechas. Por clases privilegiadas Lasch entiende, «en un sentido amplio el 20% más elevado de la población». A diferencia de lo que suele hacer la prensa, más que en esas divinidades olímpicas que vemos fugazmente en los medios de comunicación, o a las que ni siquiera vemos, cuando los sociólogos hablan de élites sociales están pensando en los sectores sociales que tienen una mejor posición relativa. Al hablar de élites sociales los sociólogos nos referimos a los profesionales, a personas con formación universitaria y trabajos de cuello blanco, a los profesores, a los médicos, a los funcionarios y ejecutivos, a los empresarios con varios trabajadores asalariados. Por cierto, y valga para el resto del artículo, los sociólogos, cuando hablamos del comportamiento de determinado tipo de personas, por ejemplo, de clases sociales, de segmentos de edad, o determinados tipos de población según el hábitat en que viven, lo hacemos en términos de probabilidad. Sin duda, para cualquiera que conozca la realidad social es evidente que lo que se dice aquí de las clases medias, no se corresponde con el comportamiento de todas las personas de clase media, lo que se sostiene en este texto es que es más probable encontrar el tipo de comportamiento o de valores que describimos en esas clases medias que entre las personas de otras clases sociales.

Dice Lasch que las personas de clase media-alta «son incapaces de comprender la importancia de las diferencias de clase en la configuración de las actitudes ante la vida». Y el primer problema es que no se ven a sí mismos como clase alta o media-alta ni por asomo. Una persona que tenga unos ingresos netos anuales de veintidós mil euros, y una diplomatura universitaria, difícilmente creerá que cerca del ochenta por ciento de la población tiene menos ingresos y menos estudios que ella y que, por tanto, forma parte de los sectores altos de nuestra sociedad. Lo cierto es que el veinte por ciento de la población con menos ingresos gana, como máximo, siete mil quinientos euros anuales. Un profesor o una profesora de enseñanza primaria en una escuela pública difícilmente se consideraría formando parte de las élites de la sociedad española, pero sus ingresos anuales son tres veces más altos que los del veinte por ciento de los españoles que menos gana, y casi el doble que los del cuarenta por ciento de la población con menos ingresos. Es verdad que alguien podría decir que, si bien una persona con ingresos netos de veintidós mil euros anuales y titulación universitaria forma parte de las élites de nuestro país, las élites de nuestro país son muy pobres, pero lo cierto es que los salarios de los profesores en España son superiores a la media de la OCDE.

De modo que, aunque para ellos resulte increíble, lo cierto es que buena parte de los que se manifestaron en 2011 contra el 1% de los más ricos, en la Puerta del Sol y en Wall Street, forman parte, ellos mismos, de las élites de nuestra sociedad. Son lo que Bourdieu llamaba la fracción dominada de la clase dominante. En la encuesta postelectoral del CISCentro de Investigaciones SociológicasEl Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) es un organismo autónomo, adscrito al Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, cuyo fin es el estudio científico de la sociedad española, normalmente a través de la elaboración de encuestas periódicas, por propia iniciativa del Centro o por petición de otros organismos. Desde enero de 2009 el CIS difunde gratuitamente, a través de su página web, todos los archivos de microdatos de las encuestas realizadas por el Centro, junto con la información necesaria para su utilización secundaria por parte de analistas e investigadores. Wikipedia de las elecciones de 2011, un 11% del total de la población declaraba haber participado en algún acto del 15M. En noviembre del mismo año el CIS realizó una encuesta a una muestra representativa de los jóvenes españoles con edades comprendidas entre 15 y 29 años. Un 18% había participado en la manifestaciones del movimiento del 15M y un 9% en sus asambleas. El profesor Kerman Calvo realizó una síntesis de los trabajos sociológicos sobre los participantes en el 15M en la que, al definir el perfil sociológico de los mismos, afirmaba que “nos encontramos con personas jóvenes, que no adolescentes, con un alto nivel educativo; en torno a un 70 % de las personas que participan en el movimiento 15-M tiene educación universitaria”.

En su libro, Lasch dialoga con el José Ortega y Gasset de la Rebelión de las masas, para sostener, en cierto sentido, la tesis opuesta a la del filósofo español: son las élites las que ahora actúan como las masas de antaño. Unas masas que despertaban a un mundo que no habían construido pero del que se apropiaban sin sentirse en deuda con quienes lo construyeron. En este sentido, las masas de las que hablaba Ortega son bien distintas de las élites del pasado, que eran hereditarias, y sus miembros eran conscientes de que debían su fortuna a los méritos de sus antepasados, con los que estaban en deuda y hacia los que se sentían obligados. La nueva élite es meritocrática y «se concibe a sí misma como una élite que sólo debe sus privilegios y posición actuales a sus propios esfuerzos», lo que «hace más probable que las élites ejerzan irresponsablemente su poder al reconocer tan pocas obligaciones respecto a sus predecesores o a las comunidades que dicen dirigir».

Cuando algunos representantes de esas nuevas élites suben a la tribuna del Parlamento para decir que no deben su posición a nadie salvo a sus padres que «se deslomaron» trabajando, y a sus propios esfuerzos personales, olvidan que todo eso no ocurrió en el Estado de naturaleza del que hablaba Hobbes, sino en una sociedad política con unos derechos que fueron conquistados, y unas instituciones que fueron construidas, con el esfuerzo de millones de personas y también con el liderazgo, y en ocasiones el sacrificio, de organizaciones y de hombres y mujeres individuales. Esos mismos representantes que, después de vivir toda su vida en democracia, cuestionan ahora el honor, la valentía y la inteligencia de quienes hicieron la Transición, para reprocharles a ellos, y a sus supuestas cesiones en aquel momento, todos los males de la sociedad actual.

Lasch señala a la ideología meritocrática, en el sentido que le daba Michael Young en El triunfo de la meritocracia, como la razón de los hábitos mentales de estas nuevas élites sociales, cuyos hábitos y valores se han construido en un espacio fundamentalmente meritocrático como es la escuela. «La meritocracia es una parodia de la democracia», dice Lasch. La meritocracia, en teoría, ofrece iguales oportunidades de ascenso social a quienes sepan aprovecharlas, pero esas oportunidades no pueden reemplazar una difusión de los medios generales «de dignidad y de cultura que necesitan todos, asciendan o no». En realidad, los meritócratas no están preocupados porque haya diferencias injustas en el nivel de vida entre las diferentes posiciones sociales, sino porque la atribución de las diferentes posiciones a cada persona se haga con justicia. El meritócrata dice: «yo trabajé y aprobé mi oposición a registrador, tú tuviste la oportunidad y la desaprovechaste, ahora no tienes derecho a quejarte». Lo que escandaliza a los meritócratas no es que haya diferencias entre ricos y pobres, sino que unos no se merezcan su pobreza y, sobre todo, que otros no se merezcan su riqueza. Por otro  lado, los meritócratas suelen olvidar que en sociedades desiguales como las nuestras, las historias de ascenso social meritocrático son menos frecuentes de lo que la ideología meritocrática supone, por más que esos casos de ascenso sirvan para legitimar esa ideología. Buena parte de las élites de las sociedades meritocráticas son más bien hijas del privilegio que del mérito.

El proyecto político de los meritócratas es, como su propio nombre indica, trasvasar el poder del pueblo a los técnicos. Confundir la meritocracia con la democracia es un error conceptual muy grave, y pensar que los meritócratas son de izquierdas, también. De modo que, cuando la democracia tiene problemas, como la crisis económica y los casos de corrupción, la ideología meritocrática, como una infección oportunista en un cuerpo débil, hace su aparición. La meritocracia es finalmente una tecnocracia.

Paradójicamente, los datos dan la razón a Lasch, el 15M fue la rebelión de las élites, y el lema «no nos representan», podría significar su particular «traición» a la democracia. Más que las políticas, lo que cuestionaban los manifestantes era la política. No era un desafío al gobierno, sino al Congreso. Había triunfado la idea de que todo nuestro sistema político se había convertido en un sistema de selección adversa, por el que el poder estaba en manos de incompetentes, corruptos, o las dos cosas. El 15M no fletó sino que se subió a un tren que ya había salido antes desde algunos ámbitos de las élites mediáticas y económicas de nuestro país. No conviene olvidar la acusación al gobierno socialista de incompetente a la hora de detectar y combatir la crisis por una parte de esas élites económicas y mediáticas, que, por cierto, llevaron a la ruina a sus propias empresas. Esas élites del poder dieron todo el apoyo mediático a las personas que, con su mejor intención, acudieron a las plazas a protestar por una situación objetivamente muy dura para millones de compatriotas, pero unos y otros sólo coincidían en una parte de la terapia: sacar a los socialistas del gobierno.

Poca gente quiso escuchar a Stéphane Hessel, el autor de ¡Indignaos!, cuando les dijo a los indignados del 15M que admiraba las políticas del presidente Rodríguez Zapatero, y poca gente ha querido ver un hecho indiscutible: que la misma sociedad que simpatizaba mayoritariamente con el 15M dio, seis meses más tarde, una mayoría absoluta a una derecha a la que ya había visto actuar con mayoría absoluta hacía menos de una década. A pesar de lo que entendieran algunos de sus organizadores y participantes, una parte numerosa de la sociedad española no vio en el 15M la inspiración para apoyar políticas más democráticas y más sociales. Para esa parte de la sociedad, aquello fue, sobre todo, la oportunidad de expresar su inmenso disgusto por el fin de fiesta, por la frustración de sus expectativas de ascenso social y consumo, y por el temor al desclasamiento. Y le dieron todo el poder al partido que representa a los triunfadores de los negocios.

Por alguna razón, sin ningún fundamento empírico, mucha gente está convencida de que los ricos en política traen prosperidad para todos, de igual modo que la consiguieron para sí. Si para los que se manifestaban en la Puerta del Sol los diputados de la IX legislatura no representaban al 15M, unos meses después, el 20 de noviembre, la sociedad española tuvo la oportunidad de corregir esa representación, y el resultado, ya lo hemos dicho, fue una mayoría absoluta de la derecha, pero como la derecha no devolvió a la sociedad española ni la abundancia, ni la prosperidad, lo siguiente fue poner en cuestión todo el sistema político nacido en la Transición. Sin duda, a ello contribuyó el crecimiento de la percepción de que se trata de un sistema corrupto, de ser la inquietud del 6% de la población llegó a serlo, en algunos momentos de la legislatura, del 60%.

Con todo, tanto el discurso de la solidaridad con los excluidos, como el discurso contra la corrupción, eran sólo vectores para el verdadero discurso político que se ha vuelto hegemónico en las élites meritocráticas: el discurso de la antipolítica. Cuando la política democrática ha mostrado su debilidad frente a la crisis y a la corrupción, una debilidad real, pero bastante menor de lo que se ha publicitado, cada clase ha mostrado, por su parte, su verdadero nivel de compromiso ideológico y político con la democracia y sus instituciones. Siempre en los términos de tendencia, o de mayor probabilidad relativa, en los que nos venimos expresando aquí, por supuesto en la práctica, en cada clase hay una importante diversidad de actitudes, valores y opiniones.

Sin duda, el 15M nació de la indignación de buena parte de lo mejor de la sociedad española respecto a la impotencia de la democracia para hacer frente a una situación de crisis económica que se prolongaba por cuatro años, pero quienes lo lideraron entonces y, sobre todo, se reclaman sus legítimos herederos ahora, no han aportado nada nuevo a la política, salvo la presencia de algunos de ellos en los parlamentos, y a eso todos nos hemos acostumbrado pronto. Quienes recibieron el capital de esperanza de una parte de las élites profesionales y universitarias, de la fracción dominada de la clase dominante, no han hecho una democracia más fuerte, ni una izquierda más numerosa, sino que han bloqueado el funcionamiento de las instituciones democráticas.

La izquierda de arriba y la izquierda de abajo
En los últimos tiempos, la explicación canónica de la pérdida de influencia política del PSOE se ha hecho sobre la base de dos evidencias: la pérdida de apoyos de los socialistas entre la gente joven y en el mundo urbano. De esas dos evidencias los analistas sacan una conclusión inmediata: el proyecto del PSOE se ha vuelto viejo y caduco. Lo que dice mucho de la mala opinión que los analistas tienen de las personas mayores y de las que viven en el mundo rural, pero, ¿de verdad una ideología es nueva sólo porque la apoyen los jóvenes? ¿simplemente porque un proyecto político guste más en las ciudades que en los pueblos lo podemos considerar moderno?

¿Qué significan en términos políticos la edad y el hábitat? ¿Son los jóvenes urbanos la nueva clase universal, como lo era la burocracia para Hegel o la clase obrera para Marx? Ocurre, además, que ambas categorías, la edad y el hábitat, pueden estar encubriendo, en parte, la influencia de otras variables políticamente más relevantes. Quienes sostienen que Madrid y Cataluña están discriminadas fiscalmente, porque aportan más de lo que reciben, suelen olvidar que, en realidad, son regiones privilegiadas en las que se concentran las personas ricas y las sedes de las grandes empresas. Cuando hablamos de jóvenes y urbanos estamos hablando de unos segmentos sociales con mayor proporción de personas con alto nivel de estudios y alto nivel social que entre los segmentos sociales formados por mayores y rurales.

Tradicionalmente, para los socialistas, y la izquierda en general, la clase social ha sido la variable que mejor explicaba tanto los proyectos políticos como el voto. Reconociendo, eso sí, la influencia de otras variables en el voto, como la identidad nacional y las creencias religiosas. O el hábitat y la edad, por supuesto. En todo caso, los datos de la última encuesta postelectoral del CIS, correspondiente a las elecciones del 26 de junio de 2016, muestran que, independientemente del hábitat en el que vivan y la edad que tengan, a mayor estatus laboral y educativo, baja la probabilidad de voto al PSOE, por el contrario, a menor estatus aumenta la fidelidad al PSOE.

Resulta, a tenor de los datos de la encuesta postelectoral, que después de haber escuchado hasta la saciedad que el PSOE se ha alejado de la «gente que sufre», el 57% de los votantes socialistas son de clase obrera, frente al 37% de los votantes de Unidos Podemos, que es más bien un partido de clase media alta y nuevas clases medias universitarias. El 22,4% de los votantes del PSOE pertenecen a hogares con ingresos inferiores a 900 euros mensuales, en tanto que en el caso de Unidos Podemos son el 13,7%. Los parados que votan al PSOE llevan más de 3 años en el paro en un 35%, y un 23% los de Unidos Podemos. Dicho de otro modo, «la gente que sufre» o «que lo pasa mal» no parece compartir la idea de que el PSOE se ha alejado de ellos.

La realidad que nos muestran las estadísticas es que «la gente que sufre», esa expresión eufemística que suelen usar políticos y analistas que no saben de lo que hablan, la gente que tiene menos estudios y peores empleos, la que es más vulnerable, sigue apostando por el PSOE antes que por ningún otro partido. No es por la izquierda, sino por arriba, por donde se le han ido la mayor parte de los electores al PSOE. Al PSOE se le ha ido su electorado de más estatus social y educativo, y se le ha quedado la gente que «lo pasa mal».

Por desgracia, cambiar una explicación de la pérdida de apoyos al PSOE, basada en la edad y el hábitat, por otra, basada en la clase social, no impide que para esta nueva explicación aparezcan enseguida argumentos tan malos como para la otra. Explicaciones, más o menos desvergonzadamente clasistas, que insinúan que la crisis ha quebrado las expectativas de los universitarios, como si los que abandonaron la escuela sin ningún título no tuvieran expectativas rotas; o la más descarnada, que atribuye una mayor inteligencia y conciencia política a las clases altas. Otra línea de respuesta, que escuchamos con cierta frecuencia, es que a los universitarios les molesta más la corrupción, de nuevo hay un cierto clasismo implícito en el argumento. ¿Acaso los universitarios tienen unos estándares morales superiores a los que no tienen estudios universitarios? ¿Se trata de decir que a los obreros de izquierdas no les molesta que les roben?

Por supuesto, este tipo de explicaciones que, con palabras políticamente correctas, vienen a insinuar que los trabajadores manuales tienen la piel más gruesa, menos inteligencia política y más bajos estándares morales, no las suelen dar los trabajadores sobre sí mismos. Este tipo de explicaciones responde más bien a la visión prejuiciosa que una parte de las clases medias tienen sobre la clase obrera. Y, claro está, de esas clases medias son tanto los dirigentes políticos de la izquierda como los periodistas, tertulianos y analistas en general. La explicación de la ruptura por clase del voto de la izquierda la ha dado la izquierda de arriba, que es la que tiene más acceso a los medios de comunicación y a las redes sociales, y es una explicación muy conveniente para ellos.

Obviamente, estas explicaciones no nos gustan a los socialistas, pero lo cierto es que no parece que estemos muy finos a la hora de aportar otras. De modo que sería bueno que los socialistas, también los de clase media, nos diéramos una explicación algo menos prejuiciosamente clasista y más adecuada a la realidad, de la fractura de clase que se ha producido en nuestro electorado. Una explicación respetuosa no sólo con las razones de los que se han ido, sino, especialmente, con las razones de los que se han quedado. Porque tan importante es entender por qué se han ido los que se han ido, para recuperarlos, como comprender por qué se han quedado los que se han quedado, para conservarlos.

La fractura de clase en la izquierda también es evidente para los dirigentes de Podemos. De hecho, el debate en el seno de Podemos tiene que ver con la conciencia de sus dirigentes de que les falta el apoyo de los trabajadores. Los dirigentes de Podemos no quieren que su organización sea un partido de clase media, o sólo un partido de clase media, pero es lo que es. El 24% de los electores de Unidos Podemos son de clase alta o media alta, frente al 13% de los electores del PSOE. El proyecto de Podemos no ha hegemonizado la izquierda, sino que la ha fracturado, y la línea de fractura es, en buena medida, una línea de clase social.

Si Unidos Podemos es, sobre todo, un partido de clases medias es porque, en buena medida, tiene un proyecto político que gusta a ciertas clases medias más meritocráticas y populistas que democráticas, aunque sus líderes no se hayan enterado, o no quieran enterarse. Del mismo modo que el PSOE es un partido de clase trabajadora, que se reconoce como sujeto de un proyecto histórico de éxito. Y precisamente los trabajadores, otra vez más, han demostrado la misma madurez política que demostraron en la Transición. También entonces los antecesores de los actuales dirigentes de Podemos hicieron una apuesta radical que los trabajadores rechazaron a favor de un proyecto homologable con la socialdemocracia europea. Dicho esto, para que el PSOE pueda recuperarse como fuerza de cambio social es necesario que recupere a los sectores de clase media para el proyecto socialista, socialdemócrata o laborista, como queramos llamarlo en función de si vivimos en España, Suecia o Australia. Eso sí, no al precio de renunciar a su proyecto. Y el proyecto socialdemócrata es bastante claro: Estado del Bienestar y una democracia representativa y deliberativa que garantiza la libertad de las personas. Los dos elementos juntos.

¿Qué aleja, entonces, a una parte de los profesionales de izquierdas de la socialdemocracia o del socialismo democrático? Desde luego no la defensa del Estado del Bienestar. Entre otras cosas porque buena parte de esos profesionales trabajan en los servicios públicos, sea en la educación, la sanidad o las administraciones públicas en general, y no sólo dependen de ellos sus salarios, sino que vocacionalmente están ligados a esos servicios públicos. De modo que lo que los separa de la socialdemocracia no es la parte social. Es más, los dirigentes de Podemos han abandonado pronto sus banderas sociales, ya no hablan de rebajar la edad de jubilación a los sesenta años, ni de dejar de pagar la deuda, ni de un ingreso mínimo garantizado igual para todos, ni de salirnos del euro. Lo que separa a Podemos de la social-democracia es la segunda parte, la democracia.

Tengamos paz, nadie en la actualidad cuestiona la democracia, y por supuesto tampoco la cuestiona Podemos. Lo que dice Podemos es algo que venimos diciendo los demócratas desde hace mucho tiempo, pero especialmente desde el estallido de la crisis de 2008 lo hizo dolorosamente evidente, y es que nuestras democracias resultan impotentes ante los efectos de la globalización. La diferencia con los socialdemócratas y socialistas es la terapia que los populistas ofrecen para ese problema. Nadie apoyaría, por otra parte, a un proyecto político que se manifestara abiertamente antidemocrático. Por el contrario, lo que ofrecen los populistas es cumplir completamente la promesa de la democracia: que gobierne, directamente, el pueblo.

Los dirigentes de Podemos, más honestos y más cultos que muchos de sus protectores mediáticos, reconocen sin ambages que son populistas. Y el populismo se define técnicamente como una democracia sin instituciones. Una democracia sin intermediarios en la que un pueblo, concebido a la manera de los populistas, es decir, sin fracturas, ni intereses contradictorios, y moralmente intachable, gobierna, generalmente interpretado por un líder carismático que, eso sí, ya se encarga de los asuntos prácticos del día a día.

No es raro que los dirigentes de Podemos se hayan hecho populistas, teniendo en cuenta que la mayor parte de ellos proceden de una tradición, la comunista, que, como decía Bobbio, no tiene una teoría de la política, ni del Estado, más allá de la idea de la dictadura del proletariado, que siempre fue concebida como algo transitorio, aunque luego, en la práctica, y ya como dictadura sobre el proletariado, tiende a eternizarse. El populismo es una cáscara vacía, de modo que, a falta de un cobijo mejor, le hace un buen apaño a la izquierda de tradición autoritaria.

Después de varias propuestas programáticas que fueron desechando con rapidez, la única seña de identidad política de Podemos es la que opone al pueblo, que ellos dicen representar, con la casta, las élites, o cómo queramos llamarlo. Si algo los define es su impugnación del sistema político, la atribución de todos los males sociales al sistema de representación, y la reivindicación de un papel más relevante para el pueblo, que ellos ven como un único sujeto y homogéneo, con un único interés, un único pensamiento y un único propósito, y no como una sociedad compleja con múltiples intereses, propósitos y valores, que necesita de la representación, de la deliberación y del acuerdo, es decir, de la política.

La política, con sus procedimientos reglados, con sus tiempos lentos, la política que obliga a la cesión y al pacto, la política inclusiva, la que no considera enemigo vencido al 49% de los que perdieron, sino que los considera una parte esencial de la sociedad cuyas ideas e intereses deben ser tenidos en cuenta, toda esa política se vuelve insoportable cuando el paro, la pobreza, la corrupción, golpean las conciencias desde los grandes titulares mediáticos.

Los populistas, de derechas y de izquierdas, le han dicho a la gente que sus representantes son torpes y corruptos, y que ha llegado el momento de que sea la gente la que tome, directamente, las riendas de la situación. Mucha gente con buena formación académica cree que las cosas no se arreglan porque no están ellos, o gente como ellos. El primer trabajo de los populistas es construir «su» pueblo, como la primera tarea de los nacionalistas es construir “su” nación. El imaginario de pueblo que han construido los populistas son jóvenes ingenieros y políglotas que trabajan en subempleos en Alemania en lugar de dirigir los ayuntamientos y ocupar los escaños de los parlamentos en nuestro país, pero en las listas reales de los partidos populistas a las instituciones representativas van personas no muy distintas en formación y en honestidad que las que figuran en las listas de los demás partidos. Cuando han llegado a las instituciones, o las han paralizado o no han hecho nada a la altura de las expectativas que han creado. Los representantes de los populistas han sido absorbidos y deglutidos por la lógica de esas instituciones con una rapidez que les produce vértigo hasta a ellos mismos.

La democracia tiene un problema de impotencia ante los poderes de la globalización, pero la respuesta a un problema de impotencia no puede ser deslegitimar y debilitar a la política democrática, a la democracia realmente existente, en nombre de caudillismos plebiscitarios. Es necesario fortalecer las instituciones de la democracia representativa, mejorar los sistemas de control de los poderes presentes en la sociedad, los sistemas de control de los poderes políticos, por supuesto, pero también los sistemas de control de los otros poderes. No se trata de construir un tirano con la multitud, sino de proteger las libertades de la tiranía, incluida la tiranía de la multitud.

Si para ganar a los que dicen que el Estado del bienestar es insostenible, lo privatizamos, y si para ganar a los populistas sustituimos la democracia representativa por un cesarismo electivo, democrático en su elección pero no en su ejercicio del poder, ¿quiénes habrán ganado? Frente a los que dicen que el Estado del bienestar es insostenible, y los que dicen que la democracia representativa y deliberativa es insuficiente, los socialistas debemos defender la integridad de nuestro proyecto. No se gana rindiéndose a los argumentos del contrario.

Leído en Infolibre: parte 1, parte 2 y parte 3.

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