19/04/2024

John Ketch, el verdugo despiadado

John o Jack Ketch, Jack Catch o el mismo Richard Jacquet eliminó a más de 300 personas, pero además lo realizado bajo el amparo de su profesión: era verdugo. Observando detalladamente sus métodos, muchos estudiosos de la criminología han llegado a la conclusión que fue uno de los primeros asesinos en serie documentados que existen. Y lo fue por sus métodos sanguinarios y el hecho de convertir una ejecución en un auténtico espectáculo de masas.

Pero como ya hemos podido leer en entradas anteriores en este mismo blog, al hablar de la Biblia hemos visto «el que a hierro mata a hierro muere». John Ketch murió en 1686.

Las ejecuciones actuales podríamos calificar casi de mero trámite. Un señor llega, prepara jeringuillas con las dosis adecuada de productos y, cuando todo está preparado, aprieta un botón y el líquido entra en el organismo del reo hasta producir su muerte. Antiguamente, no era de este modo, era un espectáculo, la diversión de un día de fiesta, algo cruento y sanguinario. Los cadalsos donde actuaba eran los más frecuentados por el populacho, nadie se quería perder las payasadas de aquel enano tan sádico y odioso.

En las ejecuciones lo que trataba de infligir es el mayor sufrimiento posible de la forma más cruel al condenado, transmitiendo a los espectadores todo ese dolor y sufrimiento, además de servir de advertencia para los posibles delincuentes. Para ser verdugo había que tener pocos escrúpulos y mucha mano firme. Pero hay que tener en cuenta que los reos condenados a muerte no solían serlo por nimiedades, eran acusados de traiciones, secuestros, muertes, robos y algunas cosillas más.

En nuestros tiempos y después de sesudos estudios, se ha llegado a relacionar directamente aquel oficio con la psicopatía, ya que detrás de aquel oficio, que es lo que era, se refugiaban muchas mentes desquiciadas, que disfrutaban haciendo daño al prójimo y cuanto más mejor. En las ejecuciones se llevaban a cabo todas sus fantasías, las podían realizar en público y además eran pagados por ello.

Pero el caso de nuestro verdugo es además sangrante. John Ketch era poco agraciado fisicamente. Su nombre real era Richard Jacquet, nacido en Inglaterra y sin historial conocido hasta 1663, su infancia y juventud no se han podido rastrear. Era de estatura baja, un alfeñique, con poca envergadura y peso, y para más inri su cara estaba picada por la viruela. Todo esto pudo crear el ambiente ideal para potenciar el asesino despiadado que veremos. En el siglo XVII eran habituales los castigos de la justicia que implicaban la amputación de una oreja, de la nariz, de la lengua. Suponemos que esas fueron las primeras labores nuestro psicópata John.

Fue el verdugo más popular de Inglaterra, el verdugo oficial, siempre al servicio del gobierno desde 1663. Tenía una verdadera legión de admiradores que no se perdía ninguna de sus ejecuciones, observando con verdadera admiración su sádica puesta en escena. Era un auténtico hombre espectáculo.

Su peculiar forma de informar a los pobladores la ciudad de cómo iba a ejecutar al condenado en breve era también todo un espectáculo. Era aficionado a la música y componía estrofas que iba cantando por la calle, mientras paseaba, narrando todos los sádicos detalles que iba a ejercer sobre la persona a la que iba a torturar, ejecutar, ajusticiar. Todo ello adornado de alguna que otra pirueta, alentando a los ciudadanos para que no se perdieran la ejecución espectáculo. Se le podía cantar letras como «oídme, ha llegado la mejor medicina para la traición, soy John Ketch, el que limpia de traidores a nuestra querida Inglaterra».

El día de autos, envuelto en unas mallas negras, comenzaba mostrando a sus espectadores todo el material que iba a utilizar en la sesión. Paseaba por el cadalso, cerca de la víctima, ganando al nutrido público hachas, cuerdas, cuchillos. Mientras iba charlando como si de una conferencia se tratara, explicando minuciosamente para qué se iba a emplear cada utensilio. Además, se lo tomaba con calma, coloque el ajusticiado, además de enterarse de lo que le iban a hacer, no veía el momento de que se acabará todo aquello. Y por sí todo esto fuera poco habría que sumar el componente de que era un hombre menudo, lo que hacía suponer que la fuerza no era uno de sus puntales. Eso añadía al reo una inquietud más, ya que, cuando asestara el golpe fatídico sobre su cuello, no lo corta a la primera, por lo que debería recibir dos o más hachazos para terminar.

Un pequeño detalle: los instrumentos de los que se hacía acompañar, imprescindibles para consumar aquella salvajada, eran viejos, por lo que estaban oxidados y mellados. Que en 1679 llegó a ajusticiar es una misma jornada 30 hombres acusados de traición.

También aprovechaba la cercanía a las víctimas para, una vez muertas, quitarles las ropas y las joyas. Era un auténtico carroñero humano. Era tan sádico que en una época llena de brujería y superstición se atrevía a ejecutar a brujas. A estas les aplicaba hierros incandescentes. Luego se subía acusada a una plataforma con un madero, se la ataba a él y se la quemaba viva.

Los juicios a las brujas eran especialmente incongruentes. Una de las pruebas más recurrente consistía en atar a la bruja a una silla, se la tiraba a un río o alberca y sí se hundía, ahogándose, no era bruja, pero sí se salvaba y emergía, acababa siendo ejecutada como tal. Otras consistía en que debía sacar un objeto de una cuba de agua hirviendo. Sí se quemaba era inocente. Que no quemarse, era cómplice del demonio. Menos mal que en este caso, casi todas se quemaban en mayor o menor medida.

Con la edad las habilidades de John eran cada vez más escasas. Hay que recordar, por ejemplo, que a Lord Russell, que se opuso a la persecución por parte de Carlos IICarlos II de España, llamado «el Hechizado»Carlos II de España, llamado «el Hechizado»Wikipedia en 1660, a la persecución de los disidentes protestantes y sobre la corrupción reinante bajo su mandato y por diseñar un plan para secuestrar al rey Carlos II, y por ello fue condenado a ser ejecutado públicamente. El noble, temeroso caer en sus manos, le ofreció un trato. Cuando lo fue a ajusticiar, y temiendo pasar por un trámite doloroso, le prometió que su secretario entregaría a diez guineas si su muerte se llevaba a cabo de manera rápida y sin ningún tipo de contratiempo. John efectuó que el negocio: decapitar al noble, cortando limpiamente su cuello.

Pero las cosas no salieron como se esperaban. El verdugo lanzó el primer hachazo, pero su pequeña estatura le volvió a jugar una mala pasada: le asestó un corte sólo hasta las vértebras. Lord Russell, seguía estando completamente consciente, aunque sintiendo los dolores, giró la cabeza y gritó: «¿Te he dado diez guineas para que me trates tan inhumanamente?». Tras este breve monólogo, John tuvo que asestar tres golpes más sobre el desafortunado cuello del noble para lograr que la cabeza se separara del cuerpo. Esto le restó puntos ante su público.

Pero hubo más casos. En 1685 la escena se volvió a repetir con el duque de MonmouthJames Scott, I duque de MonmouthJames Scott, I duque de MonmouthWikipedia, que le ofreció seis guineas por tratamiento «amable». Este duque fue menos afortunado aún y recibió cinco golpes de gracia, lo que aumento hasta cotas insoportables el sufrimiento de la víctima.

Por sí todo esto fuera poco, a la falta de pericia añadió un componente que le pasaría factura: la bebida. Todo esto redundo en que ya nadie lo quería contratar.

Su vida dio un giro radical en 1686, cuando por culpa de una deuda ingreso en prisión, que él, que durante tanto tiempo había sido el azote de los presos. Creyéndose impune, al salir de la cárcel lo celebró manteniendo sexo con una prostituta a la que después mató a golpes. Pasó de verdugo a condenado a muerte.

También dio espectáculo en su ejecución. Debido a su poco peso, al quedarse colgado la horca, estuvo pataleando más de un cuarto de hora antes de morir. Por supuesto, su público, fiel a su verdugo favorito, agradeció el espectáculo y no lo lamento en ningún momento.

Después de su merecido final, su mito les sobrevivió. Su nombre en el Reino Unido es motivo de terror para los más pequeños. Y su nombre hasta hace pocas décadas era utilizado como insulto («eres un John Ketch»).

En 1982, un tribunal británico llegó a condenar a un hombre por infamia, simplemente porque había llamado por el nombre del popular verdugo a otra persona. La condena fue curiosa: primero, el pago de una multa; segundo, será arrojado un estanque de manera pública.

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