19/04/2024

Historias con un final feliz e inesperado

Un agricultor había salvado a un señor y este le propuso pagarle por su ayuda de alguna manera.

─No, yo no puedo aceptar una recompensa por lo que hice─, respondió un agricultor al noble inglés.

En ese momento el hijo del agricultor salió a la puerta de la casa de la familia.

─¿Es ese su hijo?─ preguntó el noble inglés.

─Sí─ respondió el agricultor lleno de orgullo.

─Le voy a proponer un trato. Déjeme llevarme a su hijo y ofrecerle una buena educación. Si él es parecido a su padre crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso.

El agricultor aceptó. Con el paso del tiempo, el hijo de Fleming, el agricultor, se graduó de la Escuela de Medicina de St. Mary’s Hospital en Londres, y se convirtió en un personaje conocido a través del mundo, el famoso Sir Alexander FlemingAlexander FlemingAlexander FlemingWikipedia, el descubridor de la penicilina. Algunos años después, el hijo del noble inglés, cayó enfermo de pulmonía. ¿Que le salvó? La penicilina. ¿El nombre del noble inglés? Randolph Churchill. ¿El nombre de su hijo? Sir Winston ChurchillWinston Leonard Spencer ChurchillWinston Leonard Spencer ChurchillWikipedia.

  • Para entender el valor de un año, pregúntale a algún estudiante que perdió un año de estudios.
  • Para entender el valor de un mes, pregúntale a una madre que dio a luz a su bebé prematuro.
  • Para entender el valor de una semana, pregúntale al editor de un semanario.
  • Para entender el valor de una hora, pregúntale a los enamorados que esperan reencontrarse.
  • Para entender el valor de un minuto, pregúntale a una persona que perdió el tren.
  • Para entender el valor de un segundo, pregúntale a una persona que evitó un accidente.
  • Para entender el valor de una centésima de segundo, pregúntale a la persona que ganó una medalla de oro en las olimpíadas.
El peor oficio del pueblo era el de portero del botiquín. Pero ¿qué otro oficio podría desempeñar aquel hombre? Nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otro trabajo ni oficio. Un día se hizo cargo del botiquín un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Hizo cambios y después reunio al personal para darle nuevas instrucciones. Al portero, le dijo:

─A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, deberá preparar un informe semanal donde registrará la cantidad de personas que entran durante los días y anotará sus comentarios, inquietudes y recomendaciones sobre el servicio.

El hombre se echo a temblar, nunca le había faltado ganas de trabajar, pero…..

─Me encantaría satisfacer sus demandas, señor ─balbuceo─ pero yo… yo no sé leer ni escribir.

─¡Ay! ¡Lo siento mucho!─ le respondió el encargado.

─Pero, señor, usted no me puede despedir, yo he trabajado toda mi vida aquí.

No le dejó terminar:

─Mire, le comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Le daremos una indemnización por sus servicios y disponga de fondos hasta que encuentre otra cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte.

El hombre sintió que el mundo se le venía encima. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. ¿Qué hacer? Recordó que en el botiquín, cuando se rompía una silla o una mesa, él, con un martillo y clavos lograba hacer un arreglo sencillo y provisional. Pensó que ésta podría ser una oportunidad mientras intentaba conseguir un empleo. El problema es que sólo contaba con unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Usaría parte del dinero para comprar una caja de herramientas completa. Como en el pueblo no había una ferretería, debía viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. ¿Qué más da? no tengo otra cosa que hacer, pensó, y emprendió la marcha.

A su regreso, traía una caja de herramientas completa. Entonces su vecino llamó a la puerta de su casa.

─Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme ─quiso saber el vecino─ se lo devolvería mañana bien temprano.

─Está bien.

A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta.

─Mire, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende?

─No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería esta a dos días de mula.

─Hagamos un trato ─dijo el vecino─. Yo le pagaré los dos días de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece?

Esto le daba trabajo por cuatro días. Aceptó. Volvió a montar su mula. Al regreso, otro vecino le esperaba en la puerta de su casa.

─Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?

─Sí─ le contesto.

─Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatros días de viaje, más una pequeña ganancia. Yo no dispongo de tiempo para el viaje.

El ex portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue. «No dispongo de cuatro días para compras», recordaba. Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara para traer las herramientas.

En el siguiente viaje gastó un poco más del dinero trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar tiempo en viajes. La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje. Una vez por semana, el ahora viajante de herramientas marchaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Alquiló un local para almacenar las herramientas y algunas semanas después, con un buen escaparate, el local se transformó en la primera ferretería del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, los fabricantes le enviaban sus pedidos.

Con el tiempo, las comunidades cercanas preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de desplazamiento. Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? Las tenazas, las pinzas y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos.

Para no hacer muy largo el relato, en diez años aquel hombre se transformó, con honestidad y trabajo, fabricante de herramientas y consiguió ganar millones. Un día decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñaría, además de leer y escribir, las artes y oficios más prácticos de la época. En el acto de inauguración de la escuela, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad, le abrazó y le dijo:

─Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos que ponga su firma en la primera hoja del libro de honor de la nueva escuela.

─El honor sería enorme ─dijo el hombre─, pero yo no sé leer ni escribir. Soy analfabeto.

─¿Usted?─, dijo el Alcalde, que no alcanzaba a creerlo.

─¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto…, ¿qué hubiera sido de usted si hubiera sabido leer y escribir?

─Yo se lo puedo contestar ─respondió el hombre con calma─. Si yo hubiera sabido leer y escribir ¡sería portero del botiquín!

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