Bajate los calzoncillos
—¡Hoy es mi cumpleaños!
—¡Fantástico! —responde ella—. ¿A que te digo exactamente la edad que tienes?
—¿Sí? ¿Cómo?
—Muy fácil —responde la señora—. Bájate los pantalones.
El hombre se baja los pantalones.
—Vale —le dice—. Ahora bájate los calzoncillos.
El hombre hace lo que le ordenan, la dama le acaricia un poco y le dice:
—¡Tienes ochenta y dos!
—¿Cómo lo has adivinado? —pregunta él.
—Me lo dijiste ayer —responde ella.
Los indios y el tiempo
Un par de semanas después, el jefe llamó de nuevo al servicio meteorológico.
—¿Le sigue pareciendo que el invierno va a ser duro? —preguntó el jefe.
—Naturalmente —respondió el meteorólogo—. Va a ser un invierno francamente duro.
El jefe instó a los miembros de la tribu a que recogieran cualquier trozo de madera, por pequeño que fuera. Un par de semanas después, el jefe llamó a los meteorólogos y les preguntó cómo les parecía entonces que iba a ser el invierno.
El técnico le dijo:
—¡Nuestra previsión actual es que será uno de los inviernos más fríos de todos los tiempos!
—¿De verdad? —preguntó el jefe—. ¿Cómo están tan seguros?
A lo que el meteorólogo replicó:
—¡Los indios están recogiendo leña como locos!
Si hombre, claro, ¿y que más?
—¿Hay alguien ahí?
Mira hacia arriba y sólo logra ver un círculo de cielo. De pronto, se abren las nubes y surge un haz de luz que le ilumina. Se oye el rugido de una voz profunda que dice:
—Eh, tú, soy el Señor, suéltate de la rama, que te salvo.
El hombre pondera por un momento sus palabras y grita:
—¿Hay alguien más?
El loro caro
—Éste vale cinco mil dólares y el otro diez mil —le dice.
—¡Caramba! —replica el comprador—. ¿Qué hace el de cinco mil?
—Este loro canta todas las arias que escribió Mozart —le informa el propietario de la tienda.
—¿Y el otro?
—El otro canta todo el ciclo de El Anillo del nibelungo de Wagner. Aunque tenemos ahí a otro loro que cuesta treinta mil dólares.
—¡Santo cielo! ¿Y ése qué hace?
—Que yo sepa, nada, pero los otros lo llaman ¡maestro!
Certeza
—Señoras y señores del jurado —dijo—. Les tengo reservada una sorpresa, y es que, dentro de breves instantes, la persona presuntamente muerta aparecerá por esa puerta.
Señalando la puerta, fijó sus ojos en ella. Los miembros del jurado, atónitos, también la miraban impacientes. Transcurrió un minuto. No pasó nada. Finalmente, el abogado dijo:
—En realidad, lo de que el muerto va a entrar de un momento a otro me lo he inventado. Pero todos han mirado hacia la puerta, anhelantes. Por lo tanto, no puedo sino señalarles que existe una duda razonable respecto al hecho de que hayan matado a alguien, y debo insistir en que opten por el veredicto de «No culpable».
El jurado se retiró a deliberar. Al cabo de un rato, regresaron a la sala y comunicaron que su veredicto era «Culpable».
—Pero ¿cómo es posible? —bramó el abogado—. Deben de haber dudado. He visto cómo todos miraban hacia la puerta.
El presidente del jurado respondió:
—Sí, sí, nosotros hemos mirado hacia la puerta, pero su cliente no.