25/04/2024

Santos – Noviembre

1 - Todos los santos
La fiesta de hoy se dedica a lo que san Juan describe como «una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus y lenguas»; los que gozan de Dios, canonizados o no, desconocidos las más de las veces por nosotros, pero individualmente amados y redimidos por Dios, que conoce a cada uno de sus hijos por su nombre y su afán de perfección.

Hay quien pone reparos a éste o aquél, reduce el número de las legiones de mártires, supone un origen fabuloso para tal o cual figura venerada. La Iglesia puede permitirse esos lujos, un solo santo en la tierra bastaría para llenar de gozo al universo entero, y hay carretadas.

¡Aquellos veinticuatro carros repletos de huesos de mártires que Bonifacio IV hace trasladar al Panteón del paganismo para fundarlo de nuevo sobre cimientos de santidad! Montones, carretadas de santos, sobreabundancia de cristianos de quienes ni siquiera por aproximación conocemos el número, para los que faltan días en el calendario.

Por eso hoy se aglomeran en la gran fiesta común. Los humanamente ilustres, Pedro, Pablo, Agustín, Jerónimo, Francisco, Domingo, Tomás, Ignacio, y los oscuros: el enfermo, el niño, la madre de familia, un oficinista, un albañil, la monjita que nadie recuerda, gente que en vida parecía tan gris, tan irreconocible, tan poco llamativa, la gente vulgar y buena de todos los tiempos y todos los lugares.

Cualquiera que en cualquier momento y situación supo ser fiel sin que a su alrededor se enterara casi nadie, cualquiera sobre quien, al morir, alguien quizá comentó en una frase convencional: Era un santo. Y no sabíamos que se había dicho con tanta propiedad. Cristianos anónimos que a su manera, a escala humana, se parecían a Cristo.

2 - Fieles difuntos
Después de la fiesta universal de todos los santos, existe en la Iglesia desde san Odilón de Cluny este recuerdo particularizado para «los que nos precedieron con la señal de la fe», como dice la liturgia, y esperan en un misterioso ámbito, más allá de esta vida, su purificación para entrar en el Reino de los Cielos.

¿Quién habrá sido completamente fiel? Fundándose en una creencia de la que hay testimonios en el Antiguo Testamento y que aparece en numerosos autores de los primeros siglos, como san Agustín, Trento definió el dogma del Purgatorio como lugar de expiación definitiva, último crisol de las almas.

Lo lamentable es que la tradición cristiana ha ido deformando el significado de esta festividad, que se apoya en la comunión de los santos y que es un memento de vida eterna, para darle un aire morboso y hasta siniestro; para muchos, es el día de los «muertos», con un ritual de tristeza que se acompaña de ingenuas y terroríficas imágenes de fuego.

Los fieles difuntos, «nuestras amigas, las almas del Purgatorio», no se evocan entre las brumas otoñales como un signo de muerte, sino de gozo por la segura, aunque retardada, conquista de la eternidad con Dios. La muerte no abre las puertas de la nada, sino de la plenitud de la vida, no hay otra visión posible desde la fe.

Y más que en un mar de llamas -el dogma nada obliga a creer acerca de eso- imaginamos un inmenso espacio de sombras, ausente de la luz que ya se conoce con certeza y que se ansía. A tientas, en esta oscuridad terrible y esperanzada, con una dolorosa impaciencia de Bien, el ejército de la purificación es nuestro valedor, como nosotros pedimos «que brille pronto para ellos la luz de la eterna gloria».

3 - Malaquías (c. 1094-1148)
¿Quién no ha oído hablar de las profecías de san Malaquías, que atribuyen un lema a todos los papas y fijan su número hasta el fin de los tiempos? No hay que alarmarse, dichas predicciones son obra de un autor apócrifo del siglo XVI, pura superchería. Y desde luego no tienen nada que ver con nuestro santo, quien tampoco ha de confundirse con el profeta del Antiguo Testamento.

El verdadero Malaquías fue un monje irlandés muy bien documentado, ya que el propio san Bernardo, amigo y admirador suyo, escribió su vida. Sabemos que fue monje en Bangor, luego obispo de Connor y en el 1132 arzobispo de Armagh. Primado de Irlanda, fundó en 1142 la primera abadía cisterciense de la isla, y murió en Clairvaux, donde él hubiera querido quedarse.

San Bernardo refiere muchos de los prodigios que acompañaron su vida, tantos y algunos tan fantasiosos que dificultan la visión del hombre al que se aplican; a veces la piedad es así, no sirve de pedestal, sino de pantalla, y a través de ésta todo se ve borroso y como magnificado, mejorado por las buenas intenciones de los devotos.

Es posible que esta misma sensación la tuviera ya san Bernardo, quien conocía bien al personaje, y por eso añade que a pesar de todo «el mayor de sus milagros era él mismo». Los milagros no desaparecen ni se niegan, son humildes lujos clamorosos de la santidad, préstamos de la omnipotencia divina, pero resultan poca cosa ante lamaravilla de la imitación humana de Cristo. Todo santo viene a ser un milagro viviente no siempre manifiesto, y san Malaquías, envuelto en torpes leyendas o en replandores taumatúrgicos, esconde su vida secreta y profunda, visible sólo para Dios.

3 - Martín de Porres (1579-1639)
En la Lima de santa Rosa nació también Martín, hijo natural de un caballero español, don Juan de Porres, y de una esclava mulata llamada Ana Velázquez. Él y su hermana Juana acabaron siendo reconocidos por el padre, y tras una estancia en Guayaquil, cuando Juan de Porres fue nombrado gobernador de Panamá volvió a Lima.

Martín era barbero (oficio en el que se era también practicante, enfermero y cirujano) y hacia el año 1600 ingresó como donado en el convento dominico del Rosario. Llegó a ser popularísimo en la ciudad por su solicitud con los enfermos, atribuyéndosele muchas curaciones milagrosas, así como por su humildad y su piedad, pero siempre dentro de la categoría más modesta de la orden.

Curiosamente no se limitaba a prestar servicios asistenciales, sino que demostró un clarísimo criterio que le hacía muy apto para conciliar matrimonios desavenidos, resolver pleitos, aconsejar al virrey o al obispo en materias delicadas y, en resumen, buscar soluciones para intrincados conflictos del tipo más diverso.

Pero san Martín, canonizado por Juan XXIII en 1962, tenía una peculiarísima especialidad que le hacía extender sus afanes caritativos a los animales; perros y gatos cojos y abandonados, mulos destinados al matadero, incluso ratones y alimañas merecían su atención, incorporándolos a un universo en el que el mandato del amor no conocía límites.

Dialogaba persuasivamente con ellos, sanando a los seres más inútiles o dañinos de la creación, como permiténdose la delicadeza de no desechar ni uno solo de los cabos que parecen sueltos y más desdeñables de la obra de Dios.

4 - Carlos Borromeo (1538-1584)
No hay que idealizar a ningún santo, pero éste es el menos idealizable por sus aparatosas limitaciones humanas y la falta de brillo de una personalidad quizá poco atractiva. Tímido, silencioso, con un defecto en el habla que nunca llegó a vencer, lento en el razonar -tal vez hoy le consideraríamos poco inteligente- y con escasa simpatía natural, parece deberlo todo a la tenacidad y al esfuerzo.

Todo no, porque además de ser un gran señor por su cuna, muy pronto es objeto de una de las tradicionales medidas de nepotismo de los antiguos papas: su tío Pío IV le hace cardenal y secretario de Estado a los veintidós años, sin ser siquiera sacerdote; luego, tras ordenarse, es obispo y arzobispo de Milán, diócesis que rigió con mano muy firme (tan firme que no faltaron intentos de asesinarle).

No fue un «nepote» cualquiera, piadosísimo y austero, vivió para la oración, el ayuno y el trabajo. El trabajo: es el santo de la eficiencia espiritual y material (no en vano es patrón de la banca y bolsa), pastor que se ocupa sin descanso de la enseñanza religiosa -escuelas y seminarios-, de la ejemplaridad del clero, de los que viven fuera de la Iglesia, y que es todo abnegación por los pobres y enfermos, sobre todo durante la peste de 1576.

Es una de las grandes figuras que aplicaron inmediatamente los decretos de Trento, concilio en cuyas sesiones finales desempeñó un importante papel. ¿Un excepcional organizador lleno de buena voluntad y un poco rígido? San Carlos no tiene la vertiente sentimental de otros, es un santo hecho a fuerza de puños, con el hándicap de sus visibles limitaciones y de la influencia familiar que le encumbró. Trento sin santos, sólo con teólogos y organizadores, no hubiera sido nada, él se hizo espejo de la Contrarreforma trabajando oscuramente en reformarse a sí mismo hasta morir extenuado.

5 - Zacarías e Isabel (siglo I)
«Eran ambos justos en la presencia de Dios», nos informa san Lucas de este matrimonio. Él, sacerdote del Templo de Jerusalén (no hay que confundirlo con el profeta menor homónimo), su esposa, pariente de la Virgen María, su prima, según se suele creer. «No tenían hijos, pues Isabel era estéril y los dos ya avanzados de edad».

Mientras Zacarías ejerce sus funciones sacerdotales, y al llegar su turno entra en el santuario del Señor para ofrecerle el incienso, se le aparece un ángel y le dice: «Tu plegaria ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo al que pondrás por nombre Juan».

Aun siendo varón tan piadoso, este sacerdote parece opinar que algunos milagros son excesivos, imposibles, por más que lo diga el arcángel Gabriel, quizá porque éste le afecta de una manera tan inmediata: podía aceptar un milagro mayor, pero que su propia mujer ya anciana concibiera un hijo… Como castigo quedará mudo hasta que nazca ese vástago tardío, Juan el Bautista.

Entonces sólo recupera el uso de la palabra y entona un cántico profético; no sólo habla, sino que canta, no sólo canta, sino que profetiza, sobreabundancia de los dones de Dios por fin aceptados. E Isabel, cuando estando encinta es visitada por la Virgen, prorrumpe también en una jubilosa exclamación que repetimos en el avemaría: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!; dichosa -añade- la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor».

Poco más sabemos de los padres de Juan, que encarnan la fe dubitativa y el clamor maravillado que exalta esta virtud. Dicen que a Zacarías le hizo matar Herodes al saber que su hijo había escapado a la matanza de los Inocentes.

Su atributo es un incensario y es patrón de Venecia, donde la iglesia de San Zacearía se levanta cerca de la Riva degli Schiavoni.

6 - Severo († c. 304)
Todos los barceloneses conocen la iglesia de san Severo, pequeña joya barroca muy cercana a la catedral que fue uno de los escasísimos templos de la ciudad que se salvaron de las destrucciones de 1936. Está en la calle del mismo nombre, donde según la tradición vivía el santo, y el padre Villanueva afirma en su Viaje literario haber visto en esta iglesia una piedra con la inscripción: «Hec est domus sancti Severi episcopi et martiris», ésta es la casa de san Severo, obispo y mártir.

Nada cierto se sabe de la primera parte de su vida, y la leyenda de que fue un humilde tejedor sobre cuya cabeza se posó una paloma como signo de elección para el episcopado suele considerarse sin fundamento. Sin duda era ya sacerdote cuando hacia el año 300 se le consagró obispo de Barcelona, gran obispo que los textos antiguos describen como «humilde, puro, sabio, prudente y magnánino», resumiendo en estos adjetivos el ideal de pastor de almas.

A comienzos del siglo IV estalla la tormenta de la persecución de Diocleciano, y el prefecto Daciano llega a la ciudad para extirpar el cristianismo. Severo y dos de sus diá- conos van a refugiarse al otro lado de las montañas, en el Castro Octaviano (hoy San Cugat), y en su camino de huida les presta ayuda un labrador, San Medín, donde hoy una ermita, lugar de tradicionales romerías barcelonesas, recuerda el milagro de unas habas·milagrosamente crecidas para desorientar a los perseguidores.

En San Cugat el obispo se entrega a los soldados, quepara intimidarle decapitan a san Medín y a los diáconos; luego le tientan ofreciéndole riquezas y honores a cambio de renegar de su fe, y al verle inconmovible le hunden a mazazos un gran clavo en la cabeza (por eso se acostumbra a invocarle contra las jaquecas y neuralgias).

San Pedro Nolasco, el rey Martín el Humano -a quien su intercesión curó una pierna gangrenada- y Fernando el Católico fueron devotos de este santo.

7 - Wilibrordo (658-739)
Anglosajón de la Nortumbria, hijo de un noble, se formó en el monasterio de Ripon con san Wilfrido, y de él aprendió los dos ideales que fueron el norte de su vida: la fidelidad a Roma y las ansias misioneras, el ancla y el vuelo, la raíz y las alas.

Cuando su maestro estaba empeñado en conflictos de jurisdicción, pasó a Irlanda, y allí le encontramos en Rathmelsigi, donde se le ordena de sacerdote en el 688. Dos años después, con doce monjes más, irá a evangelizar aquella Europa bárbara e idólatra por la que se sentía llamado.

Frisia ya había oído la voz de Wilfrido, pero será Wilibrordo el gran apóstol de estas tierras; el papa Sergio I (tras una estancia en Roma, porque quiere que todas sus empresas tengan la bendición del sucesor de Pedro) le consagra arzobispo con sede en Utrecht, y hacia el año 700 establece un segundo centro misional en el monasterio de Echternach, en el Luxemburgo.

La evangelización se apoya, como suele ocurrir, en situaciones políticas más o menos inestables (el mayordomo de palacio del rey de los francos, Pipino de Heristal, fue uno de sus sostenes), y cuando los frisones se alzan contra los francos Wilibrordo y los suyos tienen que replegarse por un tiempo.

Hasta que con la paz vuelven a su labor, exploran Dinamarca y otros reinos vecinos, y antes de morir el santo ve asegurada la continuidad con el joven san Bonifacio, otro anglosajón que evangelizará la Germania. El camino que señaló Wilfrido lo anduvo Wilibrordo hasta que otro gran misionero de las islas, Bonifacio, amplía el horizonte sabiendo que otros también le sucederán.

8 - Los cuatro coronados († c. 306)
Que es posible que fueran más, porque en la identificación de estos mártires se mezclan noticias muy confusas. Tal vez se trate de dos grápos diferentes de santos, cinco canteros de la Panonia inferior, en la actual Yugoslavia, y cuatro suboficiales romanos, cornicularii, que llevaban una insignia de metal llamada corniculum (estos últimos explican el nombre de coronados).

Sea como fuere, ya en el siglo IV se levantó en Roma, muy cerca del Coliseo, una iglesia en su honor que fue destruida por los normandos, más tarde rehecha y por fin restaurada en varias ocasiones. Allí se conservan unas reliquias veneradas desde muy antiguo.

Los cinco canteros de Sirmium (Sremska Mitrovica) se llamaban Claudia, Nicostrato, Sinforiano, Castorio y Simplicio, y al negarse a esculpir un ídolo que podía dar ocasión de idolatrar fueron metidos en cajas de plomo selladas que se arrojaron a un río.

Más incierta parece ser la historia de cuatro hermanos (Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino), todos cornicularii, a quienes se exigió que quemaran incienso ante una estatua del dios Esculapio en las termas de Trajano. Se les supone muertos a consecuencia de bárbaros azotes.

Los cuatro (o cinco) canteros -que durante la Edad Media fueron patronos de las cofradías de canteros y albañiles- nos parecen mártires de una concepción muy alta en su oficio, ya que murieron por no creer que el arte es neutral y que lo purifica todo. Por encima del arte -y del deber militar en el caso de los cornicularii -afirmaban una responsabilidad mayor de la que nada ni nadie podía eximirles, y ésta es la razón de su corona de gloria que hoy celebra el calendario.

9 - Dedicación de la basílica de Letrán (324)
Muy cerca de la iglesia romana de los Cuatro Coronados que evocábamos ayer está la gran basílica de Letrán, catedral de Roma, «madre y cabeza de todas las iglesias de la urbe y del orbe», según se lee en su fachada, y que forma parte de un conjunto en el que los papas tuvieron su residencia hasta el período de Aviñón.

Allí hubo en la antigüedad uno de los palacios más suntuosos del monte Celio, el de la familia de los Lateranos, a quienes fue confiscado debido a conspirar contra Nerón; a comienzos del siglo IV pertenecía a la esposa del emperador Constantino, Fausta, quien en el año 313 prestó el lugar al papa san Milcíades para que reuniese allí un concilio.

El 9 de noviembre del 324 fue la primera iglesia consagrada en toda la Cristiandad, y se le dio el nombre del Salvador, aunque más tarde se le añadieron los de San Juan Bautista y San Juan Evangelista. En su historia hay de todo: una destrucción por los bárbaros en el siglo v y el terremoto del 896, cinco concilios ecuménicos y el recuerdo de la presencia de san Francisco en 1210 para que Inocencio III aprobase su regla, el incendio de 1308 y la firma de los acuerdos entre Pío XI y Mussolini en 1929. Para no hablar de las restauraciones (en las del siglo XVII tuvo parte principal el genial Borromini), que duraron hasta León XIII.

Entre los santos de carne y hueso, Letrán, santo de piedra, símbolo de la Iglesia, invisible esposa de Cristo, contiene y resume todo lo que ésta ha sido y es: persecuciones y desastres, dogma y santidad, arte y política, mezcla a menudo un tanto confusa y extraña, como debida a afanes humanos que, bajo la guía del Espíritu, buscan a tientas el camino de Dios.

10 - León I Magno († 461)
En aquellos tiempos de angustias el Imperio naufragaba lamentablemente y sin honor, y en su agonía Roma tuvo su gran hombre en un pontífice que no disponía de más armas que el ejemplo y la autoridad moral.
Conocido por el Magno, León I maravilló al mundo consiguiendo lo imposible con sólo su presencia.

Italiano, quizá natural de Volterra, ya como simple clérigo se le consideraba como uno de los personajes más influyentes de la corte pontificia y el mejor de sus diplomáticos, tan hábil como virtuoso, y desde el 440, como papa, fue la piedra que resistió los embates más duros de su siglo.

En primer lugar contra la fe: los maniqueos en Italia, el arrianismo en África, los priscilianos en España, los monofisitas en Oriente, la ortodoxia se veía amenazada por todas partes, y él acudía a todas las brechas haciéndose catequista, comentando la Escritura, dando enérgicas normas, convocando un concilio en Calcedonia para impedir el cisma.

Pero también peligraba la misma vida de los romanos, la propia Ciudad Eterna hacia la cual se dirigía Atila con sus hordas; León, montado en una mula blanca y con un modesto séquito, salió al encuentro del
caudillo de los hunos y no se sabe cómo le convenció para que respetase Roma.

Años después intentará otro tanto con los vándalos de Genserico, que saquean la ciudad durante catorce días sin causar ningún daño a sus habitantes. En las Estancias del Vaticano Rafael le pintó señalando
en los cielos a san Pedro y san Pablo, este último con la espada desnuda, prodigio que se supone hizo retroceder a Atila. ¿Qué debió de decirle san León a orillas del Mincio? Quizá no medió ni una palabra, la historia tiene episodios inexplicables a los que ha de acompañar el silencio.

10 - Andrés Avelino (1521-1608)
Se llamaba Lancelotto, Lanzarote, como un héroe de novela de caballerías, napolitano, apuesto, abogado de buena fama. Y corría el siglo XVI, en los tiempos más duros de la Reforma por obra de herejes, y los mas blandos en bellezas antiguas y saber nuevo, autónomo, por obra de humanistas. Lancelotto en su brillante carrera es un joven piadoso que triunfa.

Hasta que un día no le bastan ni la piedad ni el éxito. Dicen que se sorprendió a sí mismo, en el calor de un debate forense, diciendo algo que no era verdad, y aquella inexactitud -o exageración o mentira- atormentó su exigente conciencia hasta decidirle a tomar las órdenes. Luego será teatino y cambiará su novelesco nombre por el de Andrés, el apóstol de la cruz aspada.

Predicador, director espiritual, reformador (muy contra la voluntad de los reformados, curas y monjas, que atentaron contra su vida en varias ocasiones), colaboró con san Carlos en Milán y fue uno de los grandes hombres de la Contrarreforma en Italia. Después de medio siglo de apostolado, una apoplejía le fulminó al iniciar la misa, pronunciando las palabras: Me acercaré al altar de Dios.

Todo por torcer interesadamente un argumento en una discusión ante los tribunales. Quizá todos los abogados no sean tan estrictos en estas cuestiones, pero aquel Lanzarote sí lo fue, y la Iglesia se regocija hoy de que se tomara las cosas tan en serio. En general solemos ser más tolerantes con nosotros mismos, y es posible que ésta sea la razón de la llamada crisis actual de santos.

Andrés Avelino fue intransigente consigo mismo y luego lo fue con los demás; primero se Jo exigió todo y después lo exigió todo a todos, empezando por los que debían dar ejemplo, curas, religiosos y monjas, consumiéndose en esta intolerancia que no es la de la mazmorra y la hoguerra, sino la de darse y empujar a todos a que se den.

11 - Martín de Tours (c. 315-397)
San Martín anuncia el invierno, nos lo trae con su cortejo de fiestas campesinas que celebran la matanza; hay que probar el vino nuevo y encender hogueras lo mismo que para San Juan, se declara el frío y se invoca al santo que va a caldear con su presencia caritativa la gelidez de noviembre.

El frío será también protagonista en la gran anécdota por la que le reconocemos: es en Amiens, donde un soldado está de guarnición; un día de invierno hay un pobre que tirita, y él con la espada corta expeditivamente en dos su capa para que se abrigue con la mitad (la única de que podía disponer, la que él había pagado, porque la otra mitad era del emperador). Aquella noche el mendigo se le aparece envuelto en luz, es Cristo con quien había compartido sin saberlo su clámide.

Martín, de familia idólatra y nacido en la lejana Panonia que hoy se llama Hungría, era sólo catecúmeno; se hace bautizar, renuncia a las armas y lleva durante un tiempo vida de eremita, hasta que en Poitiers le acoge san Hilario y funda la comunidad de Ligugé, el primer monasterio de la Galia.

Luego le harán obispo de Tours -prelado austerísimo que sigue vistiendo como un monje y que usa como trono un escabel de madera-, tiene una gran actividad misionera y su fama de taumaturgo se extiende por toda Europa; a su muerte es uno de los primeros santos públicametne venerados sin ser mártires, se le dedican miles de iglesias y su tumba en Tours atrae a una infinidad de peregrinos.

Es el «decimotercer apóstol» del que nos hablan su amigo Sulpicio Severo y Gregorio de Tours, pero permanece en la memoria de todos por aquel gesto del soldado que un día de invierno da sin dudar la mitad de su capa a Cristo.

12 - Josafat (1580-1623)
Juan Kuncewicz nació en Vladimir, en el centro de la vieja Rusia, de una familia que se había adherido, como la mayoría de los rusos, al cisma ortodoxo, y en su adolescencia se trasladó a Vilna, la capital lituana, para ser dependiente de comercio.

En Vilna el ambiente religioso era confuso y apasionado, y las disputas entre rutenos cismáticos, alentados por Constantinopla, y los católicos que a fines del siglo XVI habían vuelto a la obediencia de Roma, eran muy vivas.

Juan se haría católico, y a los veinticuatro años, después de entrar en un monasterio basilio y -siguiendo la tradición oriental- cambiar su nombre por otro que empezase por la misma letra (Josafat), se propone dedicar su vida a la causa de la comunión con Roma.

Se ordena de sacerdote y empieza su labor de «ladrón de las almas», como le llamaban sus enemigos, ya que su incansable actividad de todos los días, desde las dos de la madrugada (penitencia, estudio, plegaria, predicación, confesonario, controversia), y la fuerza persuasiva de su ejemplo consigue miles de conversiones.

En 1614 es archimandrita de la Santísima Trinidad de Vilna, en 1617 obispo de Polotsk, llegando a ser el hombre más amado y más aborrecido de la región. Este resurgir del catolicismo en Rusia provocó una conjura de los cismáticos, y en el curso de un motín fue muerto a hachazos al grito de ¡Muera el papista! Pío IX le canonizó en 1867 como el gran santo de los rutenos católicos, hoy casi exterminados en Rusia, pero que conservan la fe de Josafat en las nutridas comunidades del exilio, sobre todo en Norteamérica.

13 - Eugenio (c. 600-657)
En nuestro recuerdo es un poeta. Desde luego, santo, sabio, prelado ilustrísimo, lumbrera de la España visigoda, pero nada de todo eso hace olvidar su arranque lírico con que canta a los ruiseñores: vox, philomela, tus cantus edicere cogit, Oh, ruiseñor, tu voz me hace entonar el canto…

Toledano de estirpe senatorial, huye de su casa para refugiarse en el monasterio de los Santos Mártires de Zaragoza, buscando sosiego y paz; lleva consigo la inquietud -son sus mismas palabras- porque es sensible e impresionable, y la lectura, el estudio y la oración apenas le dan un precario equilibrio al que ayuda el desahogo de sus versos.

No obstante es la época que recordará como la más feliz. Su obispo, san Braulio, le nombra arcediano de la basílica episcopal, y empiezan así las responsabilidades públicas, hasta que en el 646 el rey Chindasvinto pide que vaya a gobernar la iglesia de Toledo.

Se resiste casi con desesperación, pero hay que obedecer y ya le tenemos arzobispo de la primera sede española; y como tal, consejero de reyes, presidente de los concilios toledanos, teólogo y ejerciendo unas dotes de gobierno -autoridad y caridad- que sin duda él mismo se desconocía.

Es un gran obispo que no deja de sentir el tirón de la belleza puesta al servicio de Dios: la liturgia que sea solemne, estricta, digna del Altísimo, la música -porque también compone- que cante la gloria del Señor, y la poesía como un eco de la melodiosa perfección de las voces angélicas. Poesía, en el estragado latín de aquel entonces, con refinamientos que remiten a los maestros paganos, a Virgilio, Ovidio y Horacio, porque todas las cosas bellas de
la creación son un himno de fe para Eugenio.

13 - Homobono († 1197)
El hijo del sastre y pañero Tucingo, de Cremona, recibió en la pila bautismal un nombre profético, Uomobuono, «hombre bueno», y cuando heredó el negocio ¿quién no le conocía en la ciudad por su misericordia con lo pobres, a los que no sólo vestía, sino que además alimentaba con provisiones que al parecer se renovaban de manera milagrosa?

Tanta limosna llegó a alarmar a su esposa, que debía de tener un sentido más estricto de la propiedad, pero Homobono pudo convencerla y siguió repartiendo ropa de su taller, comida y dinero, visitando y consolando a los enfermos, sin dejar por ello de practicar sus devociones (rezaba cada noche los maitines y oía misa diariamente).

Murió en la iglesia durante la celebración de una misa. Cuando el sacerdote entonaba el Gloria Patri tendió sus manos hacia el altar y cayó muerto con los brazos en cruz ante el crucifijo. Su fama de santidad era tal que unos meses más tarde se esculpía su estatua -que aún podemos ver- para la fachada de la iglesia de San Homobono de Cremona, y dos años después de morir fue canonizado.

En el siglo XII sin duda Cremona rebosaba de clérigos y religiosos, pero a nadie recordamos sino a este seglar, un mercader casado (patrón de sastres, pañeros, botoneros, etc.) que hizo de buen samaritano y practicó las obras de misericordia: vestir al desnudo, dar de comer al hambriento, consolar al triste y desconsolado…

Fue un cristiano cualquiera, que tenía familia y un negocio, lo cual no le impidió alcanzar la santidad siendo sencillamente un hombre bueno que amaba a Dios sobre todas las cosas y a los pobres y enfermos del cuerpo y del alma tanto o más que a sí mismo.

13 - Estanislao de Kostka (1550-1568)
Aquel adolescente polaco de noble familia era un muchacho que desconcertaba por su recogimiento y su piedad, y cuando pasó a estudiar con su hermano Pablo en el colegio vienés de los jesuitas todo el mundo esperaba que cambiase amoldándose a los usos discretamente libertinos de los mozos de su condición.

No fue así, y los cuatro años de humanidades que cursó en Viena fueron también una dura escuela de malos tratos, desprecios y humillaciones. Su decisión estaba tomada, ser jesuita, pero en el colegio, temiendo las iras de su padre, no parecían dispuestos a aceptarle, y no tuvo otro camino que la fuga.

Disfrazado de campesino, recorrió setecientos kdómetros a pie, perseguido por los suyos, y en Tréveris encontró a un jesuita capaz de comprenderle y a quien no parecía importar el escándalo si era por una causa justa, el holandés san Pedro Canisio, provincial de Alemania.

El le recomendó al padre general de la Compañía, un ilustre español, Francisco de Borja, y también éste supo apreciar lo que valía aquel jovencito que ahora vivía en el noviciado de San Andrés del Quirinal. «El ángel de Polonia», como le llamaban.

Devotísimo de la Virgen, «la Gran Señora» de los polacos, y espejo de todas las virtudes, cultivaba de un modo especial la de la obediencia, que sabía matizar muy bien, como se advierte por la definición que se le atribuye: «Más vale hacer cosas pequeñas por obediencia que cosas grandes siguiendo la propia voluntad».

Una repentina y extraña enfermedad se lo llevó a los dieciocho años, pero su breve paso por Roma es todavía hoy inolvidable, como un perfume único traído de muy lejos contra el que el tiempo nada puede.

14 - Serapión (1178-1240)
Este es un santo poco conocido cuya vida, según la refiere
el padre Ribadeneira, debió de ser una de las más azarosas de su tiempo. Una vida con dos partes igualmente activas pero muy distintas: una bélica y otra de compasión servicial.

Se le supone inglés, quizá nacido en Londres, hijo de un noble de Escocia que era pariente de los reyes, y en unión de su padre participó en 1190 en la tercera cruzada que dirigía Ricardo I Corazón de León, distinguiéndose en las batallas contra el sultán Saladino.

Más tarde estuvo al servicio de Alfonso VIII de Castilla y volvió a guerrear en Tierra Santa. Quizá su experiencia de soldado le hizo ver que debía combatir en otros frentes, y después de regresar a España, tomó el hábito de la Merced en Barcelona y se convirtió en uno de los frailes más fieles de San Pedro Nolasco.

No se había hecho religioso para vivir tranquilo: acompaña al rey don Jaime en la conquista de Mallorca, vuelve a la Gran Bretaña, cae en manos de unos piratas que le azotan hasta creerle muerto, corre gravísimos peligros en Escocia, y, de nuevo en España, se dedica con tanto ardor a la redención de cautivos que parece milagroso que salga con bien de sus empresas. Hasta que muere mártir en Argel, después de largas torturas en una cruz aspada.

¡Qué vértigo de guerras, viajes, aventuras y misericordia el del inglés Serapión, servidor de reyes primero, de humildes frailes (como su amigo san Ramón Nonato) y de pobres cautivos después! Infatigable en la violencia por la fe hasta que se hace víctima al servicio de los que no necesitan la fuerza, sino el suficiente amor para morir por ellos.

15 - Alberto Magno (1206-1280)
El Doctor Universal, es decir, el más sabio de todos, hipérbole que hubiera herido la humildad del santo dominico, pero que conviene admirablemente a ese hombre que tenía fama de saberlo todo y que vivió el saber de una manera honda y cristiana, sin orgullo ni lucimiento personal, viendo en la ciencia un servicio a los demás.

En su vida hay múltiples actividades, algunas, como la de alquimista, que pueden chocar con la visión moderna de las cosas, pero también la alquimia era en su tiempo un camino de averiguar la verdad. Fue filósofo, naturalista, teólogo, además de predicador y buen obispo, todo cabe en su inabarcable figura.

Aunque su perfil definitivo es el de maestro, gran maestro de las universidades -Colonia, París-, volcando sus conocimientos en la juventud estudiosa; afable, abierto, serxviciah enseñar para él es darse, repartir con otros el mayor bien de que disponía, y hacerlo por amor, objetivo en la búsqueda del cómo y el porqué del mundo.

La Providencia premió ya aquí el gran maestro dándole un discípulo a su medida, el mejor discípulo posible, que debía ser por lo tanto superior a él. Lo que en Alberto es preparación, descubrimiento, en Tomás de Aquino es ya sistema desarrollado en toda su plenitud. Maestro de maestros, san Alberto Magno alcanza su máxima grandeza en el hecho de ayudar a otros a ir más lejos que él mismo.

La última anécdota de su vida: a los ochenta y cinco años, ya retirado, se entera de que la universidad de París amenaza con condenar las tesis de Tomás de Aquino, que ha muerto hace poco. Y emprende un largo viaje para defender la memoria del discípulo genial, para servir a la verdad, y basta su presencia para que se reconozca públicamente la razón que le asiste.

15 - José Pignatelli (1737-1811)
Era de nobilísima familia entre napolitana y aragonesa, nacido en Zaragoza, hijo de un príncipe del Sacro Imperio y de la marquesa de Mora, y hermano de un influyente embajador, el conde de Fuentes, gran amigo del ministro Aranda.

Entró en la Compañía de Jesús y, tras estancias de formación en Tarragona, Calatayud y Manresa, se ordenó en 762, poco antes de que Carlos 111 decretara el destierro de los jesuitas. Su hermano consiguió que se hiciera una excepción con él, pero Pignatelli, entre vómitos de sangre, muy enfermo de tisis, hizo que le llevaran a Salou para embarcar junto a sus hermanos expulsos y compartir con ellos sus penalidades.

Que no fueron pocas en Italia, sin recursos, viviendo como apestados, y cuando se disolvió la Compañía reducidos a la condición de simples sacerdotes seculares en tierra extranjera. En 1797 pudo renovar sus votos cuando la orden se reconstituyó en el ducado de Parma, agregándose al núcleo de Rusia, único lugar donde aún quedaban jesuitas, y luego en Ferrara y Bolonia desplegó una gran actividad reorganizando la Compañía, de la que pronto será provincial.

En tiempos tan adversos, es el hombre de la serenidad, la fortaleza y la prudencia, espiritual por encima de todo, caritativo de forma legendaria y tenaz como buen aragonés. Alto, muy flaco, de cara alargada, con una gran nariz, la boca sumida y sin dientes, puede parecer una caricatura de jesuita maquiavélico, pero en realidad es una mezcla armoniosa de hijo de san Ignacio y de sabio muy siglo XVIII.

Piadosísimo, cortés y afable, con una distinción natural que no desmiente su cuna, muy docto en antigüedades, gran conocedor de lenguas (dominaba el griego a la perfección), amante de los libros, es un ilustrado en la santidad. Murió en Roma durante la invasión napoleónica sin ver rehecha la Compañía, de la que fue como el segundo padre, y sus cenizas se veneran en una capilla del Gesu.

16 - Gertrudis la grande (c. 1256-1302)
Debió de nacer en Eisleben, la cuna de Lutero, a los cinco años ingresó para su educación en el monasterio cisterciense de Helfta, muy cerca del lugar de su nacimiento, y al parecer nunca salió de allí.
Profesó en esta orden, pero no tuvo ningún cargo en ella (aunque a menudo se la confunde con Gertrudis de Hackeborn, que fue abadesa de Helfta por estos mismos años) y su vida transcurrió sin ningún accidente externo digno de noticia.

Hasta los veinticinco años estuvo ávida por adquirir una gran cultura, pero después de tener una visión de Jesucristo, se dedicó exclusivamente a la Biblia, a los Padres de la Iglesia y a la liturgia. Renunció a los saberes humanos por sabiduría superior, haciéndose una pura contemplativa.

Sus Revelaciones, el Heraldo del amor divino y otros escritos tuvieron una enorme influencia en la espiritualidad medieval, sobre todo en la mística alemana, y se le atribuyen también los primeros atisbos de lo que luego será una devoción tan difundida entre los católicos como la del Sagrado Corazón de Jesús.

«In corde Gertrudis invienietis me», en el corazón de Gertrudis me encontraréis, Cristo como habitante del corazón humano que le es fiel. El atributo por el cual se la representa es un corazón en llamas habitado por el Niño Jesús.

De ahí los versos finales del soneto que compuso en su honor Lope de Vega:

Custodia sois mientras gozáis el suelo,
y pues que todo Dios en él se esconde,
mayor tenéis el corazón que el cielo.

17 - Isabel de Hungría (1207-1231)
Hija del rey de Hungría Andrés II, casó a los catorce años con el landgrave de Turingia Luis IV, y el suyo parece que fue un matrimonio por amor, además de una unión con fines políticos. Los esposos fueron muy felices en su castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, pero durante poco tiempo porque Isabel enviudó a los veinte añós: cuando Luis se disponía a partir para la cruzada murió súbitamente en Otranto.

Hubo que defender los derechos de sus hijos, amenazados por parientes codiciosos, pero la viuda, que ya había dado grandes muestras de piedad y caridad (se le atribuía el milagro de las rosas en las cuales se convirtieron los alimentos que llevaba ocultamente en su delantal para los pobres), se negó a volver a casarse; ahora se dedicará a Dios ingresando en la orden tercera de san Francisco.

Después de asegurar el porvenir de sus hijos, se retira a Marburgo y vive consagrada a los pobres, a los enfermos y a los leprosos. Sabemos que este último período -breve, porque murió muy joven- fue muy duro, y no sólo por reservarse las tareas caritativas más repugnantes.

La rigidez de su confesor, el maestro Conrado de Marburgo, a quien modernamente se considera de «una deplorable insensibilidad», ensombreció con métodos que podríamos llamar brutales el crepúsculo de su vida, en el que Isabel dio ejemplo de paciencia. Según sus propias palabras, tras cada tormenta que abatía su espíritu, éste volvía a levantarse hacia el cielo más fuerte que nunca, como la hierba después del vendaval.

Fue canonizada cuatro años después de su muerte y es una de las santas más populares de Alemania.

18 - Odón de Cluny (c. 879-942)
Hijo de un noble turenés, debió de nacer en Tours y se acogió muy pronto a la basílica de San Martín, en su ciudad natal. En el 909 se hizo monje de un apartado monasterio borgoñón, Baume-les-Messieurs, donde prmaneció dieciocho años, y en el 927 fue elegido abad de Cluny.

Esta abadía se convirtió bajo su gobierno en el gran foco espiritual y cultural de Europa, empezando su labor por una depuración en la vida de los propios monjes: clausura más estricta, más horas de rezo, austeridad, silencio.

Cluny tenía que vivir para la entrega más exigente a Dios, a quien se honraba también con los esplendores litúrgicos. Pero un abad de estos tiempos no podía ser solamente un contemplativo, y Odón tuvo que viajar mucho, visitando y reformando comunidades, poniendo paz entre querellas de monjes y haciendo de Cluny la cabeza de una vasta federación de monasterios a la manera feudal.

También los papas reclamaban su presencia, estuvo en Roma varias veces, fue consejero de León VII y Esteban IX, y, no sin vencer enormes dificultades, contribuyó a imponer la serena visión de un hombre que resolvía los problemas de este mundo aplicando el criterio de la prioridad absoluta del Espíritu.

Montado en su asnillo y cantando salmos, san Odón de Cluny recorría Europa poniendo orden en las cuestiones humanamente más intrincadas, absorto en éxtasis como quien sobrevuela con la ligereza del alma los menudos accidentes de su camino.

19 - Barlaán († 304)
Este es un día difícil para el hagiógrafo posconciliar, ya que el nuevo santoral ha evacuado de este fecha un santo de mucho relieve, santa Isabel de Hungría, que pasa al 17 de noviembre, y otro de cierta notoriedad, como el papa san Ponciano, dejándonos tan sólo figuras bastante borrosas, descoloridas por el paso de los siglos.

Como nuestro san Barlaán, cuyo nombre se confunde incluso con el de un homónimo puramente legendario que se empareja con san Josafat (la historia de estos dos últimos debe más a la leyenda de Buda que al cristianismo).

El san Barlaán de hoy es auténtico y real, de él hablan elogiosamente san Basilio y san Juan Crisóstomo, pero es muy poco lo que se sabe. Sin duda era un labrador que trabajaba los campos cerca de Cesárea de Capadocia, en las proximidades de la actual ciudad turca de Kayseri, y a comienzos del siglo IV debió de ser un cristiano más de las numerosas comunidades de Asia Menor, desparecidas hace ya mucho tiempo, casi sin dejar más rastro que ruinas y estos testimonios de la fe.

Durante la persecución de Diocleciano fue conminado por las autoridades a que renunciara a sus creencias y diera culto a los dioses, y cuando se negó quisieron obligarle poniéndole incienso en la mano derecha, de tal modo que bastara abrirla para el gesto idolátrico.

Según la tradición, san Barlaán puso todo su empeño en no abrir la mano, y cuando como castigo le aplicaron fuego la mantuvo apretada y firme.Hay que encomendarse a él cuando los ídolos contemporáneos exigen su incienso.

20 - Edmundo (841-869)
El último rey de Estanglia, tal vez sucesor de Offa en el 855, una figura que se adornó póstumamente con todos los elogios concebibles («virtuoso, caritativo, humilde desde sus tiernos años», sin olvidar que «su rostro hermoso era de ángel más que de hombre»).

La desdicha idealizó a este monarca que en el 869 tuvo que hacer frente a una invasión de daneses que se instalaron en Thetford, Norfold. Edmundo les atacó con su ejército, fue derrotado y murió posiblemente después de que le hicieran prisionero sus enemigos.

Relatos más tardíos suponen que le azotaron y que luego fue asaeteado hasta que «no hallando ya lugar en el santo cuerpo para nuevas heridas, por una misma herida entraban de nuevo muchas saetas, tantas que causaba horror y compasión mirarlo, porque parecía un erizo, siendo otro nuevo san Sebastián».

Según la leyenda, sus súbditos acabaron encontrando su cuerpo, pero la cabeza del rey no aparecía, hasta que en medio de los campos oyeron una voz que gritaba: «Aquí estoy». Como siguieran sin verla y todos preguntasen «¿Donde estás?», la cabeza respondió tres veces: «Here, here, here», o sea, «Aquí, aquí, aquí», hasta orientarles en su búsqueda.

Venerado como martir, su culto fue muy popular en la Inglaterra medieval, y sus reliquias se conservaron en Bury Saint Edmunds, en West Sufflok, donde en el año 1020 se fundó una gran abadía.

Su atributo es una flecha.

21 - Gelasio I († 496)
No se sabe si nació en África o era romano de origen, pero sí consta que fue elegido pontífice en el 492 y que reinó cuatro años y medio, distinguiéndose por su energía.

Parece que no es obra suya el Decreto gelasiano que contiene una lista de los libros del canon bíblico, pero sí hay que atribuirle reformas litúrgicas y sin ninguna duda una actitud muy firme respecto a los herejes: combatió implacablemente a pelagianos, nestorianos y monofisitas, e hizo quemar los libros de los maniqueos.

También hombre de una pieza en el conflicto que le enfrentó a un obispo cismático de Constatinopla, afirmando en todo momento la primacía de la sede. romana, sin olvidar que formuló con claridad, quizá por primera vez, la supeditación que en último término debe el poder temporal al espiritual.

Este esquemático repaso a sus actividades le señala como un papa que no perdía el tiempo y que en menos de un lustro dejó huella en todas las cuestiones relativas a la fe y a la disciplina. Su figura se ve así envuelta en un aura de inflexibilidad.

Aunque la idea más común acerca de ser santo se relaciona con blandas efusiones teñidas de sentimentalismo, la santidad estriba muchas veces en ser duro. San Gelasio, defendiendo el depósito de la fe y la Iglesia de Roma es inflexible, no retrocede ni una pulgada; y también ha pasado a la historia como «padre de los pobres», porque para él caridad significaba las dos cosas, ser de hierro custodiando la herencia de Dios y de cera y miel para las necesidades de sus hermanos.

22 - Cecilia
Stefano Maderno, artista más bien mediocre, por una ve estuvo muy inspirado y esculpió esta figura: la doncella muerta que parece dormir, tendida sobre el costado derecho ocultando modestamente el rostro, con las rodillas un poco dobladas por pudor. Tres dedos de una mano y uno en la otra indican su fe inquebrantable en el misterio de la Trinidad.

Es la famosa santa Cecilia que puede admirarse en el altar mayor de la iglesia homónima, en el Trastévere romano, junto a las reliquias de la mártir que por dos veces, en el siglo IX y a fines del XVI, produjeron la maravilla y el estupor de quienes las contemplaron, moviendo a un testigo ocular, el cardenal Baronio, a escribir una página muy bella.

Lo curioso es que, históricamente hablando, de santa Cecilia no se sabe casi nada, y su «pasión» data tan sólo del siglo VI. A decir verdad, ni siquiera su patronazgo sobre los músicos tiene bases muy sólidas, ya que procede de un equívoco: «cantaba a Dios en su corazón» hizo suponer que era cantante y que se acompañaba con música instrumental, y así se la representaba por lo común con un órgano.

Según la tradición era una doncella patricia que se desposó con un joven pagano, Valeriana, a quien en su noche de bodas informó que había consagrado su virginidad a Dios; Valeriana y su hermano Tiburcio – ambos documentados como mártires en Roma- abrazaron la fe y murieron por ella, y algo después Cecilia fue condenada también a muerte por decapitación, aunque los tres primeros golpes del verdugo milagrosamente no cortaron su cabeza.

Refiriéndose a los cuerpos gloriosos, dice san Agustín que «serán como música», y así podemos imaginar a Cecilia, convertida en su propio himno y cantando la eterna alabanza del Señor.

23 - Clemente I († c. 97)
El tercer sucesor de san Pedro, papa durante diez años a fines del siglo I, que se ha creído identificar sin fundamento con un personaje homónimo colaborador de san Pablo, a quien éste cita en la epístola a los Filipenses. Quizá fue un judío convertido por san Pedro.

No hay dudas en cambio respecto a la espléndida carta que como obispo de Roma dirige a los cristianos de Corinto (ya san Pablo se lamentaba de las pugnas internas que había en esta comunidad) exhortándoles a poner fin a sus disensiones y a vivir según el Evangelio en un tono dignísimo y de gran solicitud paternal.

Esta carta, según Eusebio de Cesárea «universalmente admitida, larga y admirable» y que se leyó «en la mayor parte de las iglesias, no sólo antiguamente sino también en nuestros días», es un testimonio indiscutible de la autoridad del papa, que, en medio de persecuciones y herejías, es ya la voz suprema del magisterio.

Completando poéticamente la figura de tan venerable pontífice (su epístola se consideró incluso formando parte del Nuevo Testamento) surgió una frondosa y pintoresca leyenda que le atribuye una multitud de hechos prodigiosos, suponiendo que el emperador Trajano le desterró al Quersoneso, en la Crimea, condenándole a trabajos forzados en una cantera. Se decía -porque su atributo es un ancla, símbolo de la firmeza de la fe- que le habían arrojado al mar Negro con un ancla atada al cuello, y que unos ángeles construyeron en el fondo del mar un magnífico sepulcro de mármol; todos los años, en el aniversario de su martirio las aguas se retiraban para que los devotos pudieran llegar a pie enjuto hasta esta capilla submarina (cuando una madre olvidó allí a su hijo, al año siguiente volvió a encontrarlo vivo al pie del altar).

24 - Flora y María († 851)
Flora era cordobesa, huérfana de un padre musulmán y educada por una madre cristiana, de tal modo que «niña aún, se alejó de todas las vanidades del siglo», según cuenta su biógrafo san Eulogio, que la conoció. El fanatismo de su hermano mayor la c9ndujo a presencia del cadí, quien la hizo azotar sin conseguir que renegara de su fe.

Los padres de santa María eran cristianos y se habían retirado a un pueblo de las montañas cordobesas con sus dos hijos, ella y Walabonso; éste fue confiado a un sacerdote para que le educase en un monasterio y María entró en el cenobio de Cuteclara.

Tras el martirio de Walabonso, su hermana se lanzó a la calle para proclamar su fe y entró a orar en la iglesia de san Acisclo, donde estaba santa Flora, quien también se encomendaba a los mártires después de haber oído que Cristo le decía: «Otra vez vengo a ser cruficado».

Las dos doncellas se dan el ósculo de la paz, se descubren una a otra su propósito y se juran amistad indisoluble y no separarse por ninguna causa hasta que las dos vayan a reunirse en el Cielo. Luego se presentan resueltamente ante los jueces desafiándolos con la proclamación de su fe.

De los calabozos de la prisión, donde las mezclan con prostitutas, las sacan para conducirlas al lugar del martirio. «Ellas se santiguaron», escribe san Eulogio «después alargando los cuellos al verdugo cayó santa Flora y a continuación María. Sus sagrados cuerpos quedaron expuestos allí para pasto de los perros y de las aves, y un día después los arrojaron al Guadalquivir. Sus santas cabezas se conservan en la basílica del mártir san Acisclo. Allí el pueblo cristiano siente visiblemente su protección».

25 - Catalina de Alejandria
En el Sinaí el recuerdo de santa Catalina casi ha eclipsado el de Moisés, y el antiquísimo monasterio ortodoxo de esta región que lleva el nombre de la santa, cuyas reliquias se veneran allí. Nada de ello es obstáculo para que Catalina no haya existido jamás, o al menos eso dicen los sabios hagiógrafos, que atribuyen su historia a un tardío relato de fines edificantes.

Es posible, no hay pruebas históricas de que existiera nuestra Catalina, pero es una de las santas que más hondo ha calado en la sensibilidad religiosa de Oriente y de Occidente. En su vida, popularizada por ingenuos pormenores como el de la rueda en que sufrió tormento, y cuyas cuchillas acabaron hiriendo a los verdugos -la rueda Catalina que ha pasado al lenguaje moderno- hay el testimonio valiente de la verdad que culmina en el martirio, cuando el mártir se hace etimológicamente testigo.

Pero tal vez lo más atrayente del personaje, según lo describe su pasión, no es tanto la muerte a manos de infames sicarios, sino su ansiosa búsqueda de la verdad en el ambiente blando y cosmopolita, corrompido y ecléctico de la Alejandría de su época. Catalina, cuya verdad histórica se pone en duda, fue en su leyenda una apasionada e incansable buscadora de verdades.

Insatisfecha con las ideas comúnmente admitidas, fluctuantes, acomodaticias, un poco de Platón, unas gotas de panteísmo, algo de misticismo barato, los Evangelios adaptados, residuos de la enseñanza pagana, todo bien aderezado, estudia, investiga, y una vez bautizada confunde en un debate público a los teólogos a la moda y muere por lo que cree. Si Catalina no existió, hubiera debido existir entonces y ahora, sin conformarse con la mezcla impura que casi todos dan por buena, y pagar con su vida la proclamada Verdad.

26 - Leonardo de Puerto Mauricio (1676-1751)
Paolo-Girolamo de Casa-Nuova, genovés, hijo de marineros, formado en Roma, franciscano en el convento de
San Buenaventura, en el Palatino, donde se conservan sus reliquias, es uno de los grandes santos de la era de la Ilustración, contemporáneo de Voltaire, aunque no fue un combatiente de ideas, sino de piedad.

El siglo XVIII es atronador de ideas, pero san Leonardo no quería discutir con nadie. Y cuando, según la tradición, la Virgen le sanó de una tisis considerada mortal, decidió dedicar todo el resto de su vida -cuarenta y tantos añosa la predicación ambulante, a las misiones que le llevaron a recorrer una y otra vez Italia entera.

«Gran cazador del Paraíso», como le llamaba su amigo el papa Benedicto XIV, tenía una palabra irresistible, y el ejemplo de sus mortificaciones, de su vida de oración, y la calidez sencilla y emotiva de lo que decía, produjeron efectos inmensos en su auditorio. Descalzo, ardiente, incansable, predicó más de trescientas misiones, empleando el tiempo que le había regalado Nuestra Señora en convertir a los demás.

El centro de sus pláticas solía ser la Pasión, y la práctica de piedad más recomendada, el Vía Crucis, devoción que gracias a él se extendió por todo el mundo, y fue asimismo un celoso propagador de la adoración perpetua del Santísimo Sacramento. Cuando contrajo su última enfermedad se negó a dejar de celebrar la misa, «que vale más que todos los tesoros de la tierra».

San Leonardo no es el hombre de las polémicas filosóficas, intelectuales, del siglo de las luces, pero como tantos otros miles de sacerdotes y religiosos cuidó de la intendencia de la espiritualidad, manteniendo viva la fe del pueblo en medio de la tormenta. Voltaire ignoró su nombre, pero no tenía peor enemigo que este humilde franciscano.

27 - Simeón metafraste (siglo X)
Nada más propio que el que cuenta vidas de santos se ocupe también de un santo hagiógrafo y le vea con especial simpatía; por eso se habla aquí del bizantino Simeón, llamado «metafraste», es decir, intérprete, y también «iogoteta», que era el nombre de unos altos funcionarios del Imperio, como si dijéramos un canciller.

Biográficamente hay que despacharle en unos pocos renglones, porque es escasísimo lo que sabemos de él. Que era de Constantinopla, donde nació «de ilustres y ricos padres», y que desde niño mostró «grande y agudo ingenio».

Al servicio del emperador (quizá Constantino VII Porfirogeneta), dicen que mostró bondad y prudencia, sin llegar nunca a ser soberbio, y que «vivía como filósofo grave y modestamente».

Parece como si una serie de clisés piadosos e intercambiables enmascararan la falta de datos, pero lo que sí es seguro es que en los llamados menologios -las relaciones de mártires griegos ordenadas por meses- compiló muchas vidas de santos; se le atribuyen más de quinientas, aunque la crítica moderna reduce su intervención personal a unas ciento veinte, eso sí, escritas «con su retórica dulce y elegante estilo».

San Simeón metafraste nos valga, él que interpretó con buena prosa la vida de los santos, y que alcanzó así la santidad. Si dice la frase proverbial que en casa del herrero cuchillo de palo, no es menor la paradoja del que escribe sobre los santos y sigue viviendo como un vulgar pecador. ¿No debería contagiarse uno a fuerza de interpretar estas admirables historias? Que san Simeón interceda por los pobres hagiógrafos y les dé verdad, belleza y fuego para ser dignos de lo que llevan entre manos.

28 - Catalina Labouré (1806-1876)
Catalina la trabajadora parece decir su nombre, la activa y la oscura, la humilde y la obediente. Y así fue desde la niñez, sustituyendo a su madre muerta en la dirección de la granja paterna, cuidando a diez hermanos, atendiendo a todo y aun encontrando tiempo para ir a la iglesia y visitar enfermos.

Una modesta campesina bretona, no muy instruida por lo que sabemos, pero con el recio sentido común y el sólido equilibio de las mujeres fuertes y sacrificadas acostumbradas al trabajo más ingrato y más duro. No le fue fácil cumplir su vocación religiosa (antes tuvo que ser criada y camarera en el café de su hermano en París), hasta que hizo el noviciado en las Hijas de la Caridad, la fundación de san Vicente de Paul.

El resto de su vida no tiene relieve visible, cuarenta y tantos años en un hospital, en medio del anonimato más absoluto, personaje que representa a miles de monjas dedicadas al servicio de los desamparados por amor de Dios; en hospitales, asilos, manicomios, orfanatos, allí donde se sufre, y sin que nadie las conozca, una monjita, como se las suele llamar.

Nadie sabía que en su juventud, en 1830, en la capilla de la rue du Bac había tenido unas visiones de la Virgen, visiones muy plásticas (la Virgen sentada en una silla que aún se conserva) en las que Nuestra Señora le pedía que se acuñase una medalla con su imagen de cuyas manos saliesen rayos de luz, las gracias que derrama sobre el mundo.

Este fue el origen de la «medalla milagrosa», que se difundió rápidamente y obró numerosos prodigios sobrenaturales, sin que nadie supiera hasta la muerte de Catalina que fue ella quien vio a la Virgen y escuchó sus palabras, cumpliendo su encargo para luego poner el sello del silencio y de la caridad sin nombre a la misión recibida.

29 - Saturnino († c. 250)
El santo de las canciones infantiles, san Serenín, es también el que da su nombre a una de las iglesias románicas más hermosas del mundo, Saint-Sernin de Toulose o Tolosa del Lenguadoc, ciudad de la que fue el primer obispo.

La tradición le supone griego, nacido en Patrás, pero naturalmente es un disparate colosal creer que le bautizó san Juan Bautista, que fue discípulo de los apóstoles y que era uno de los que asistieron a la Santa Cena (hubo ciertos hagiógrafos no muy respetuosos con la cronología). Lo que sí es posible es que a comienzos del siglo III el papa san Fabián le enviase a la Galia.

De su vida se sabe muy poco, pero se cree que misionó en su amplio territorio a ambos lados del Pirineo y que mandó a su discípulo Honesto para evangelizar Pamplona; también se cree que el propio san Saturnino visitó la capital navarra y que fue maestro del san Fermín pamplonés.

Más seguras parecen las referencias a su muerte, en la época de la persecución de Decio: los sacerdotes paganos de Tolosa le atribuyeron el mutismo de sus ídolos, que habían dejado de emitir oráculos, y cuando el obispo pasaba cerca del templo de Júpiter la muchedumbre se apoderó de él y le ató a un toro que iba a ser inmolado. El animal echó a correr arrastrando al mártir que quedó con la cabeza destrozada.

En torno a sus reliquias se construyó primero una abadía y luego la basílica actual, que visitaban todos los peregrinos de Santiago, y así fue como su culto se extendió por España y todo el norte de Francia.

30 - Andrés (siglo I)
El primero de los llamados, un pescador al que atrae la palabra del Bautista y que no tarda en seguir a Jesús, llevando hasta Él a su hermano Pedro. Pero esta primogenitura apostólica no se destaca en los Evangelios, y Andrés parece uno más en el pequeño grupo de discípulos que se dispersaran después de Pentecostés.

No sabemos cuáles fueron sus caminos, tal vez Asia Menor, Grecia, la Escitia aún salvaje, y la tradición asegura que él fue el primer obispo de Constantinopla. En cualquier caso, su signo ante la posteridad de los creyentes es la cruz aspada (que aparece en los emblemas de Escocia, de donde es patrón, como lo es también de Grecia y Rusia) en la que se supone murió mártir.

Andrés, o sea, en griego, el Hombre, tiene en unas pocas pinceladas evangélicas el arrebato incontenible de los apóstoles; cuando ha conocido a Cristo, hace que su hermano le conozca también sin pérdida de tiempo, le arrastra hacia el Maestro, dando así ocasión a que se produzca el anuncio fundacional de la Iglesia.

Aunque fue el primer discípulo, no será el primer papa, pero es quien lleva al todavía confuso Pedro a presencia de Jesús, y este gesto de entusiasmo contagioso le convierte en el modelo de la evangelización: no querer nada para uno mismo, llevar a otros a Jesús sin saber lo que hará con ellos, sólo por ansias de mediar activamente entre los demás y Dios.

Luego, viajes, peripecias, predicaciones, extender la luz por lugares desconocidos y paganos hasta el martirio en una cruz que tiene forma de equis, letra que alude a la inicial griega del norribre de Cristo.