Odilón, abad de Cluny cuando los supuestos terrores del año mil, tenía un talante muy compasivo («prefiero condenarme por mi misericordia que por mi dureza»), y se le atribuye la tregua de Dios, que paliaba la crueldad de las guerras; a esta iniciativa unió la de la fiesta de los fieles difuntos, abarcando así la triple paz que contempla la fe, la interior, la del mundo y la de la eterna gloria. Almaquio, también llamado Telémaco, completó la exigencia de paz hasta el martirio. Era un monje oriental que, encontrándose en Roma, al ver el espectáculo sangriento del circo se arrojó impetuosamente a la arena para interrumpirlo y murió víctima de las fieras o a manos de los gladiadores (según otros, lapidado por el público, que no se resignaba a quedarse sin diversión). Entonces el emperador Honorio prohibió tan bárbaros festejos.
Con sus nombres raros y olvidados, Almaquio y Odilón deberían ser patrones de los pacifistas modernos, a quienes podrían enseñar unas cuantas cosas: que la paz bien entendida empieza por uno mismo, que es ilusorio aspirar a algo más que a una tregua y que no hay tal paz si no se reconoce en ella una sombra invisible del amor de Dios.
Pero este tenaz combatiente de su propio cuerpo («le estoy atormentando porque él me atormenta mucho a mí») hacía honor a su nombre, que en griego quiere decir feliz, y fue por paradoja sano y alegre, con detalles de delicadeza franciscana como la penitencia que se impuso por aplastar un mosquito o el episodio del cachorrillo ciego de una hiena al que devolvió la vista humedeciéndole los ojos con su saliva.
Hombre memorable para epicúreos y obsesos que se torturan para conservar la línea, llegó a vivir casi un siglo, y el dominio de su cuerpo, al final dócil como un animalillo antes feroz amaestrado a golpes, le dio lucidez para burlar una tentación demoníaca contra la obediencia, ya que el Diablo le sugirió que sería más útil abandonar el desierto y dedicarse a cuidar enfermos en un hospital. Ya es sabido que nadie más filantrópico que Satanás.
¿De qué sirve macerarse, privarse, anonadarse? Tentación humanitaria que debía de ser la más insidiosa de todas porque halaga vistiéndose de caridad. Macario, el domador de sí mismo, no cayó en la trampa y con un soberbio desdén por los argumentos pragmáticos, que suelen apestar a azufre, perseveró en su decisión, barriendo de su mente aquella idea como había barrido la nostalgia de las dulzuras propias de su antiguo oficio.
Los nombres son solemnes, rebosan dignidad, pompa oriental, sabiduría teológica; como corresponde a dos doctores de la Iglesia griega, obispos y ascetas a un tiempo, a los que el calendario junta como para reanudar una entrañable amistad rota por oscuras querellas de hace muchos siglos. Eran dos almas gemelas, como suele decirse: de la misma edad, los dos naturales de Capadocia, hijos y hermanos de otros santos, y además primero condiscípulos y más tarde compañeros que buscan la perfección entre los monjes de Annesi, en el Ponto.
Gregorio y Basilio están ávidos de soledad, de vida espiritual, de estudio, y paralelamente ambos verán contrariada esta vocación y tendrán que salir de su retiro para ser obispos, batallar con los arrianos y con los césares, y capear tiempos muy duros de la Iglesia. Les vemos aureolados de oro, con la pluma en la mano (a san Basilio también con la paloma del Espíritu santo visible posada sobre el hombro), la barba fluvial, envueltos en los rígidos pliegues de sus ropajes, sabios y ardientes en la fe, como si fueran de otro mundo, casi angélicos en virtud, ciencia y autoridad.
Vistos de cerca se humanizan; de san Basilio sabemos que era incorregiblemente testarudo y temerario; de Gregorio se conocen finos matices de su intimidad por cartas y un poema autobiográfico; y nos gusta recordarlos en sus años juveniles, cuando estudiaban juntos en «la dorada Atenas», o luego en Annesi, inseparables.
Hasta que san Basilio, obispo contra su voluntad, hizo a su vez obispo de Sasima a Gregorio, también a pesar suyo, y sus relaciones se enturbian; tres años después de morir Basilio, su amigo le dedica un gran panegírico recordando con emoción tantos afanes comunes que hoy se evocan también en este mismo día.
En cualquier caso, al amparo de San Germán de Auxerre fue una virgen consagrada a Dios que en tiempos turbulentos protegió a la ciudad cuando primero los hunos y luego los francos estaban a punto de arrasarla. Inerme Juana de Arco merovingia, doncella que salió al paso de Atila e hizo desviar sus hordas. Las profecías y los milagros la envuelven, y su fama llega muy lejos: Simeón Estilita, desde lo alto de su columna en el desierto sirio, al ver a galos entre la multitud que acude a visitarle, les pregunta por Genoveva, de la que ha oído hablar. Cuando París era capital de santidad en el mundo.
Mucho después de su muerte va a seguir defendiendo a la ciudad, a menudo ingrata, de la destrucción y la peste, pero ninguna de sus dos iglesias parisienses subsiste hoy y la Revolución aventó sus cenizas. La cándida y prodigiosa historia de Genoveva se ha olvidado, de ella no queda más que el nombre de una colina en medio de París.
Su Nanterre nRtal evoca solamente la agitación estudiantil, Lutecia es irreconocible en el monstruoso París de ahora, pero a pesar del estrépito de la modernidad, cuando se hace el silencio es la voz de la santa, como decía Péguy, su gran devoto: No hablarás más que tú cuando todo se calle, y Dios nunca ha quitado la palabra a sus santos.
Nace en Nueva York casi con la independencia del país, vive en un ambiente de fortísima tradición protestante y se casa con Richard Seton, fundando una familia en la que abundan la riqueza y la felicidad. En Baltimore, Mrs. Seton, madre de cinco hijos, es una esposa ejemplar, respetable, entregada a sus deberes domésticos. De pronto se acumulan los desastres, la fortuna se evapora, el marido enferma gravemente y por fin muere en Italia tras un desesperado intento de recobrar la salud; y en Livorno los Filicchi, que habían mantenido relaciones comerciales con los Seton, acogen a la viuda, quien descubre así el catolicismo.
Después de regresar a su patria, sus dudas religiosas se despejan súbitamente, y a pesar de que esta conversión escandaliza a los que la rodean, venciendo oposiciones que llegan a la amenaza se hace católica. «¡Oh, Dios mío, déjame descansar aquí!», exclama un miércoles de ceniza cuando en vez de ir al templo episcopaliano entra en la modesta iglesia de san Pedro de Baltimore.
Aunque no tiene dinero y en medio de la hostilidad familiar ha de sacar adelante a cinco hijos, no es el descanso lo que elige, al contrario; en vez de replegarse, se dedica a aliviar los males ajenos, funda las Hermanas americanas de la Caridad y llena el país de colegios y hospitales. «Déjame descansar aquí» no se refería a estar cómoda.
Así acabó en pleno desierto en lo alto de una columna, donde iba a permanecer treinta y siete años como un vigía solitario. Sin pisar el suelo, apenas sin comer ni dormir, ante la inmensidad de arena, viviendo tan cerca de los pájaros que, según la leyenda, adquirió la facultad de volar, eso sí, regresando siempre a su columna como las aves vuelven al nido.
Esta última anécdota es fantástica, pero no así su larguísima estancia encaramado en el «estilos»- en griego columna -, que atestiguan numerosas referencias. La singularidad del hecho ha estimulado la imaginación de nuestros contemporáneos, como vemos por una irreverente película de Buñuel y ciertos pasajes entre irónicos y piadosos de una novela de Perucho.
Después de enterrarse voluntariamente anticipando la tumba, la elevación como otra forma de aislamiento, buscar a Dios en lo más hondo y en lo más alto; sin olvidarse de los hombres, porque desde allí, Simeón, infatigable rezador, predicaba a las muchedumbres, resolvía pleitos, aconsejaba a soberanos, siempre sin abandonar su posición incomodísima. En esta historia que tiene un aire tan extraño, por encima del sentido común Simeón otea la divinidad más arriba que los demás mortales.
La caricatura es cruel, pero en ella hay que reconocer a los que llaman intelectuales, sabios, magos. También reyes, porque saber es otra forma de poder, de autoridad. Pero si los grandes de este mundo no están bien vistos por el Cielo, de los sabios el propio Hijo de Dios dice algo terrible: «Yo te alabo, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y las revelaste a los ignorantes».
Sentencia, que está en san Mateo y que es como para renunciar a cualquier orgullo intelectual. La alegoría no deja lugar a dudas: también ellos tienen derecho a la adoración, porque se llama a todos, pero ésta será a su manera, que es torpe, técnica y catastrófica. En Melchor, Gaspar y Baltasar se retrata muy bien a los hombres que saben.
No merecen el aviso del ángel, como los humildes pastores que están tan cerca del portal, ellos vienen de muy lejos, guiándose por su ciencia, porque son expertos en estrellas; salvemos la ardiente búsqueda que les caracteriza, el afán de un largo viaje persiguiendo extraños indicios de Dios y la humildad con que doblan la rodilla y adoran al que saben ver, sabios al fin, como la salvación.
Por eso, aunque son los últimos en llegar con las manos repletas de naderías (cada cual da lo que tiene, y ell