Odilón, abad de Cluny cuando los supuestos terrores del año mil, tenía un talante muy compasivo («prefiero condenarme por mi misericordia que por mi dureza»), y se le atribuye la tregua de Dios, que paliaba la crueldad de las guerras; a esta iniciativa unió la de la fiesta de los fieles difuntos, abarcando así la triple paz que contempla la fe, la interior, la del mundo y la de la eterna gloria. Almaquio, también llamado Telémaco, completó la exigencia de paz hasta el martirio. Era un monje oriental que, encontrándose en Roma, al ver el espectáculo sangriento del circo se arrojó impetuosamente a la arena para interrumpirlo y murió víctima de las fieras o a manos de los gladiadores (según otros, lapidado por el público, que no se resignaba a quedarse sin diversión). Entonces el emperador Honorio prohibió tan bárbaros festejos.
Con sus nombres raros y olvidados, Almaquio y Odilón deberían ser patrones de los pacifistas modernos, a quienes podrían enseñar unas cuantas cosas: que la paz bien entendida empieza por uno mismo, que es ilusorio aspirar a algo más que a una tregua y que no hay tal paz si no se reconoce en ella una sombra invisible del amor de Dios.
Pero este tenaz combatiente de su propio cuerpo («le estoy atormentando porque él me atormenta mucho a mí») hacía honor a su nombre, que en griego quiere decir feliz, y fue por paradoja sano y alegre, con detalles de delicadeza franciscana como la penitencia que se impuso por aplastar un mosquito o el episodio del cachorrillo ciego de una hiena al que devolvió la vista humedeciéndole los ojos con su saliva.
Hombre memorable para epicúreos y obsesos que se torturan para conservar la línea, llegó a vivir casi un siglo, y el dominio de su cuerpo, al final dócil como un animalillo antes feroz amaestrado a golpes, le dio lucidez para burlar una tentación demoníaca contra la obediencia, ya que el Diablo le sugirió que sería más útil abandonar el desierto y dedicarse a cuidar enfermos en un hospital. Ya es sabido que nadie más filantrópico que Satanás.
¿De qué sirve macerarse, privarse, anonadarse? Tentación humanitaria que debía de ser la más insidiosa de todas porque halaga vistiéndose de caridad. Macario, el domador de sí mismo, no cayó en la trampa y con un soberbio desdén por los argumentos pragmáticos, que suelen apestar a azufre, perseveró en su decisión, barriendo de su mente aquella idea como había barrido la nostalgia de las dulzuras propias de su antiguo oficio.
Los nombres son solemnes, rebosan dignidad, pompa oriental, sabiduría teológica; como corresponde a dos doctores de la Iglesia griega, obispos y ascetas a un tiempo, a los que el calendario junta como para reanudar una entrañable amistad rota por oscuras querellas de hace muchos siglos. Eran dos almas gemelas, como suele decirse: de la misma edad, los dos naturales de Capadocia, hijos y hermanos de otros santos, y además primero condiscípulos y más tarde compañeros que buscan la perfección entre los monjes de Annesi, en el Ponto.
Gregorio y Basilio están ávidos de soledad, de vida espiritual, de estudio, y paralelamente ambos verán contrariada esta vocación y tendrán que salir de su retiro para ser obispos, batallar con los arrianos y con los césares, y capear tiempos muy duros de la Iglesia. Les vemos aureolados de oro, con la pluma en la mano (a san Basilio también con la paloma del Espíritu santo visible posada sobre el hombro), la barba fluvial, envueltos en los rígidos pliegues de sus ropajes, sabios y ardientes en la fe, como si fueran de otro mundo, casi angélicos en virtud, ciencia y autoridad.
Vistos de cerca se humanizan; de san Basilio sabemos que era incorregiblemente testarudo y temerario; de Gregorio se conocen finos matices de su intimidad por cartas y un poema autobiográfico; y nos gusta recordarlos en sus años juveniles, cuando estudiaban juntos en «la dorada Atenas», o luego en Annesi, inseparables.
Hasta que san Basilio, obispo contra su voluntad, hizo a su vez obispo de Sasima a Gregorio, también a pesar suyo, y sus relaciones se enturbian; tres años después de morir Basilio, su amigo le dedica un gran panegírico recordando con emoción tantos afanes comunes que hoy se evocan también en este mismo día.
En cualquier caso, al amparo de San Germán de Auxerre fue una virgen consagrada a Dios que en tiempos turbulentos protegió a la ciudad cuando primero los hunos y luego los francos estaban a punto de arrasarla. Inerme Juana de Arco merovingia, doncella que salió al paso de Atila e hizo desviar sus hordas. Las profecías y los milagros la envuelven, y su fama llega muy lejos: Simeón Estilita, desde lo alto de su columna en el desierto sirio, al ver a galos entre la multitud que acude a visitarle, les pregunta por Genoveva, de la que ha oído hablar. Cuando París era capital de santidad en el mundo.
Mucho después de su muerte va a seguir defendiendo a la ciudad, a menudo ingrata, de la destrucción y la peste, pero ninguna de sus dos iglesias parisienses subsiste hoy y la Revolución aventó sus cenizas. La cándida y prodigiosa historia de Genoveva se ha olvidado, de ella no queda más que el nombre de una colina en medio de París.
Su Nanterre nRtal evoca solamente la agitación estudiantil, Lutecia es irreconocible en el monstruoso París de ahora, pero a pesar del estrépito de la modernidad, cuando se hace el silencio es la voz de la santa, como decía Péguy, su gran devoto: No hablarás más que tú cuando todo se calle, y Dios nunca ha quitado la palabra a sus santos.
Nace en Nueva York casi con la independencia del país, vive en un ambiente de fortísima tradición protestante y se casa con Richard Seton, fundando una familia en la que abundan la riqueza y la felicidad. En Baltimore, Mrs. Seton, madre de cinco hijos, es una esposa ejemplar, respetable, entregada a sus deberes domésticos. De pronto se acumulan los desastres, la fortuna se evapora, el marido enferma gravemente y por fin muere en Italia tras un desesperado intento de recobrar la salud; y en Livorno los Filicchi, que habían mantenido relaciones comerciales con los Seton, acogen a la viuda, quien descubre así el catolicismo.
Después de regresar a su patria, sus dudas religiosas se despejan súbitamente, y a pesar de que esta conversión escandaliza a los que la rodean, venciendo oposiciones que llegan a la amenaza se hace católica. «¡Oh, Dios mío, déjame descansar aquí!», exclama un miércoles de ceniza cuando en vez de ir al templo episcopaliano entra en la modesta iglesia de san Pedro de Baltimore.
Aunque no tiene dinero y en medio de la hostilidad familiar ha de sacar adelante a cinco hijos, no es el descanso lo que elige, al contrario; en vez de replegarse, se dedica a aliviar los males ajenos, funda las Hermanas americanas de la Caridad y llena el país de colegios y hospitales. «Déjame descansar aquí» no se refería a estar cómoda.
Así acabó en pleno desierto en lo alto de una columna, donde iba a permanecer treinta y siete años como un vigía solitario. Sin pisar el suelo, apenas sin comer ni dormir, ante la inmensidad de arena, viviendo tan cerca de los pájaros que, según la leyenda, adquirió la facultad de volar, eso sí, regresando siempre a su columna como las aves vuelven al nido.
Esta última anécdota es fantástica, pero no así su larguísima estancia encaramado en el «estilos»- en griego columna -, que atestiguan numerosas referencias. La singularidad del hecho ha estimulado la imaginación de nuestros contemporáneos, como vemos por una irreverente película de Buñuel y ciertos pasajes entre irónicos y piadosos de una novela de Perucho.
Después de enterrarse voluntariamente anticipando la tumba, la elevación como otra forma de aislamiento, buscar a Dios en lo más hondo y en lo más alto; sin olvidarse de los hombres, porque desde allí, Simeón, infatigable rezador, predicaba a las muchedumbres, resolvía pleitos, aconsejaba a soberanos, siempre sin abandonar su posición incomodísima. En esta historia que tiene un aire tan extraño, por encima del sentido común Simeón otea la divinidad más arriba que los demás mortales.
La caricatura es cruel, pero en ella hay que reconocer a los que llaman intelectuales, sabios, magos. También reyes, porque saber es otra forma de poder, de autoridad. Pero si los grandes de este mundo no están bien vistos por el Cielo, de los sabios el propio Hijo de Dios dice algo terrible: «Yo te alabo, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y las revelaste a los ignorantes».
Sentencia, que está en san Mateo y que es como para renunciar a cualquier orgullo intelectual. La alegoría no deja lugar a dudas: también ellos tienen derecho a la adoración, porque se llama a todos, pero ésta será a su manera, que es torpe, técnica y catastrófica. En Melchor, Gaspar y Baltasar se retrata muy bien a los hombres que saben.
No merecen el aviso del ángel, como los humildes pastores que están tan cerca del portal, ellos vienen de muy lejos, guiándose por su ciencia, porque son expertos en estrellas; salvemos la ardiente búsqueda que les caracteriza, el afán de un largo viaje persiguiendo extraños indicios de Dios y la humildad con que doblan la rodilla y adoran al que saben ver, sabios al fin, como la salvación.
Por eso, aunque son los últimos en llegar con las manos repletas de naderías (cada cual da lo que tiene, y ellos, arquetipos del intelectual, aportan su inquietud, brillantes palabras y humo de ideas), sin dejar de ser magos son también santos nuestros por peregrinar hasta Belén y allí abatir la cabeza ante un Niño
En los cien años que abarca su vida Raimundo tuvo una inmensa actividad, y se nos aparece como la imagen de la eficiencia, como un organizador genial que se consagró a poner orden en la Iglesia y en el mundo; con el Evangelio en una mano y el Derecho en la otra, su doble objetivo fue cristianizar a la humanidad y ordenar de la manera más justa el funcionamiento de la Iglesia.
Contemplamos su rostro macizo y firme, con una frente capaz y obstinada, en la estatua yacente de su sepulcro en la catedral de Barcelona (tan distinto de la expresión abstraída y melancólica que le pintó fra Angélico en el convento florentino de san Marcos), y uno se pregunta cómo debía de ser por dentro ese hombre de leyes, de consejo y de gobierno.
Nunca lo sabremos, seguirá siendo una figura un poco fría y distante, uno de esos santos opacos, absorbidos por tareas colosales y a menudo prosaicas que recubren su intimidad y sólo permiten ver la obra. Una leyenda le supone navegando desde el puerto mallorquín de Sóller hasta Barcelona encima de su capa, con el bastón a manera de mástil, pero incluso esta pincelada milagrosa resulta exterior.
Raimundo se oculta tras de su quehacer, trabaja portentosamente durante casi un siglo y reserva los secretos de su alma para Dios, hurtándose a nuestra curiosidad, dejándonos tan sólo el enigma humano de ese rostro ciego en su estatua.
Con este ideal de humildad y servicio oscuro se hizo también lego franciscano, y aunque creyó sentir la llamada de las misiones para propagar la fe más allá de los mares, una grave enfermedad le retuvo en su tierra del Lacio, de un convento a otro, hasta acabar en la ciudad de Roma.
Allí, en San Pietro in Montorio, en el Janículo, y en San Francesco a Ripa, en el Trastévere (donde hoy se veneran sus restos), no pasó de las actividades más modestas: cuidar enfermos, hacer de sacristán, pedir limosna. Incluso dentro de su orden era un don nadie, pero resulta que hacía estupendos milagros, como si Dios se complaciese en no respetar el escalafón de las dignidades eclesiásticas.
Durante una misa, al elevarse la Hostia de ella partió un rayo luminoso que le hirió en el pecho hasta penetrar en su corazón (que se conserva incorrupto con la señal de la cruz en la víscera) y, a pesar de tener muy pocos estudios, escribió libros admirables de profundidad mística, como Las grandezas de la misericordia de Dios.
Juan XXIII le canonizó en 1959, honrando en nombre de la Iglesia la singularidad del más humilde de los ideales vividos como una entrega anónima y alegre.
No es sacerdote ni está investido de ninguna autoridad, pero al poco de llegar a la región danubiana, aquella Nórica que corresponde aproximadamente a la Austria actual y que era camino obligado de las invasiones bárbaras, todo el mundo le reverencia y le obedece.
Cristianiza las orillas del Danubio desde Viena a Passau fortaleciendo la fe de los indígenas, amansando sorprendentemente a los feroces guerreros que cruzan aquellas tierras en busca del sur (Odoacro, rey de los hérulos, que pronto será dueño y señor de toda Italia, sentía por él un gran respeto) y poniendo las bases de un orden y una civilización que sirvieran de dique a la tumultuosidad de los tiempos.
Se niega a ser obispo, pero funda monasterios, rescata cautivos, sustenta a los pobres, es un vivo ejemplo de caridad, robustece la disciplina e incluso se muestra experto en cuestiones militares, organizando retiradas estratégicas. Anuncia la vida eterna y se ocupa al máximo de la presente, y al morir los que le han conocido se sentirán huérfanos.
Un barrio de Viena, Sievering, le debe su nombre, y Austria le reconoce como su primer apóstol, pero en el siglo X sus restos fueron llevados a Nápoles, donde aún se veneran.
Su indecisa silueta aparece en medio de una constelación familiar de santos: hija de santa Amalberga, ahijada de santa Gertrudis de Nivelle y hermana de san Aldeberto y santa Reinalda, se educó en el convento de Nivelle y luego vivió con sus padres en Ham, cerca de Alost, enteramente dedicada a la piedad y a las buenas obras.
Colaboró con su hermano en las misiones de éste por el Brabante, y se la atribuyen infinidad de milagros, como el del niño mudo que recobró el habla en sus brazos y la curación de una leprosa. A su muerte un larguísimo cortejo de pobres, recordando su generosidad, se sumó al entierro.
Pero es una anécdota más o menos legendaria de su juventud la que le identifica visualmente con el atributo de la linterna: dícese que a media noche se levantaba para hacer sus devociones alumbrándose con una linterna o farol (según otras fuentes salía de su casa para ir a la iglesia antes del amanecer), y Satán le apagaba siempre la luz con un rabioso soplido, después de lo cual la oración de la santa volvía a encenderla.
Por eso la vemos representada con una linterna en la mano, como una de las vírgenes prudentes que no sólo cuidan de que no falte aceite para su lámpara mientras esperan al Esposo, sino que además confían en la oración para vencer al Maligno con la luz milagrosa que ilumina la noche de este mundo.
Su vocación es la soledad, el rezo y el estudio, los coloquios con Dios y la lectura. Ejemplarmente piadoso y ávido de saber. «¿Qué escritos de católicos, filósofos herejes y gentiles ignoró?», se pregunta Álvaro. Hasta que llegan tiempos de persecución en los que parece que no hay más salida que el martirio.
¿Había que buscar el martirio? Eulogio vacila en medio de la confusión creada por el arzobispo Recafredo, instrumento de los musulmanes, pastor vendido y acomodaticio al que Álvaro llama crudamente «aquel enemigo sin conciencia». Casi se produce un cisma, hay mártires, otros se adaptan en un momento de incertidumbre y dudas.
Es entonces cuando Eulogio emprende su viaje a Navarra, donde descubre algo capital para formar su criterio: España no se ha perdido del todo para la fe, existe en el norte una cristiandad muy sólida y rica en cultura. Así, vuelve a Córdoba fortalecido por la experiencia y con numerosos libros que se desconocían en Al Andalus.
Su firme actitud provoca su encarcelamiento (en prisión «enseñó a hacer composiciones poéticas con pies métricos que no conocían los más doctos de España») y por fin el martirio. En su epitafio se lee: «Quitemnes fluida… Por despreciar las cosas caducas del siglo ─él, entusiasta de san Agustín, así como de Virgilio, Horacio y Juvenal─, se remontó hasta los esplendores del Cielo; no pereció al morir, sino que vive en la mansión perenne».
Le sucede como dux este Pedro del que ahora se trata, del clan de los Orseoli, y durante unos años se le juzga excelente gobernante que pone orden en la ciudad. Sabemos de él que tenía una esposa y un hijo, y que era hombre justo y muy piadoso, con buena fama entre los venecianos.
Hasta que un día de septiembre de 978, sin avisar a nadie, sin prevenir siquiera a los suyos, renuncia a todos los honores y a la fortuna, sale de Venecia ocultamente y marcha peregrinando a un monasterio del Pirineo rosellonés, San Miguel de Cuxá, donde se hace monje benedictino.
No le bastará una decisión tan radical, y al cabo de unos años elige una vida aún más solitaria, será ermitaño cerca del monasterio, hasta que muere en olor de santidad, florecen los milagros que la confirman y siglos después le canoniza la Iglesia.
La santidad es siempre un itinerario de la dispersión a la unidad, del mundo a Dios, y en este caso de san Pedro de Orséolo se representa desde el balcón del Adriático y sus palacios de Venecia a un rinconcito de los Pirineos, a una celda desnuda, y por fin a una simple ermita en la montaña. Desde la grandeza aparente a la invisible, así se traza el camino de santo dux.
En la corte de Carlomagno será íntimo amigo de Alcuino de York, otra de las lumbreras de Aquisgrán, enseña gramática y maravilla a todos por su ciencia, su piedad y lo afable de su trato. El gran Alcuino se declara inconsolable cuando le ve partir, su ausencia es para él como una soledad rota por las cartas que vienen de Italia.
Porque acabaron por nombrarle obispo de Aquilea, cerca del Adriático, la misma tierra en que nació, tierra fronteriza de la fe y la cultura que siglos atrás había devastado el propio Atila. Obispo con función de baluarte, destinado a la primera línea, «centinela de las puertas de la ciudad de Dios», según palabras de su amigo el anglosajón. Paulina evangeliza a los bárbaros que tenía más próximos, vela celosamente por la pureza de la fe -él es quien combate el adopcionismo nacido en tierras españolas- y deja tan buen recuerdo que a su muerte la Iglesia le eleva a los altares. Quizá su vocación le empujaba a quedarse en la docta y resguardada Escuela Palatina, entre amigos, aprendiendo y enseñando, pero por obediencia se metió en el fragor de la actividad pastoral, y volvió como en su niñez a apacentar turbulentos rebaños, haciéndose maestro en el más difícil de los ejercicios de esta vida, ser bueno y gobernar bien.
Fue un noble anglosajón que formaba parte de la cortedel rey Oswy, y que a los veintitantos años renunció al mundo para hacerse benedictino en el sur de Francia, cambiando su nombre de Biscop por el de Benito. Desde Lérins; cerca de Cannes, volvió a Roma (donde ya había estado dos veces) con la intención de instalarse allí, pero el Papa dispuso que regresara a la Gran Bretaña para consolidar la obra evangelizadora de san Agustín y sus compañeros.
Así, en su tierra natal, la Nortumbria, en el noreste de Inglaterra, lo que hoy es el condado de Durham, fundó los monasterios de Wearmouth y Jarrow, que puso bajo el patronazgo de san Pedro y san Pablo, e importó del continente los mejores artesanos, los mejores libros, los objetos más bellos, todo le parecía poco para el esplendor del culto y para contribuir a la piedad y al saber de sus monjes.
Él mismo no dejaba de ser un monje un tanto sorprendente por su inquietud y sus afanes viajeros -hizo en total nada menos que cinco viajes a Roma, en una época en la que cada uno de estos recorridos era una tremenda aventura-, y por contraste pasó los tres últimos años de su vida en cama, inmovilizado por una cruel enfermedad durante la cual se mostró ejemplar y paciente. El cisma anglicano borró del mapa la parte visible de su obra, pero la memoria más antigua de los ingleses está ensan Beda, el gran discípulo de Benito, que nació en Wearmouth y murió en Jarrow
De acuerdo con su esposa, desde entonces guardará castidad perfecta, y se convierte en un pastor de una firmeza y una constancia tales que va a merecer el nombre de el Atanasio de Occidente. Apenas terminadas las persecuciones, hubo que enfrentarse con la herejía arriana, que negaba la divinidad de Jesucristo, e Hilario es uno de los grandes defensores del depósito de la fe.
Tan activo que será una molestia para el emperador Constantino II, y se le destierra lo más lejos posible, a la Frigia, en el otro extremo de Europa; pero también allí sigue su batalla, y su intervención en el concilio de Seleucia, del que se le quería excluir, pero del que se dice que rompió las cerraduras sólo con elevar la voz, le hace no menos incómodo en Oriente, y cuatro años después está de regreso
en el Poitou.
San Hilario, grave y recio como la basílica de Poitiers que perpetúa su nombre en piedra, es teólogo insigne, maestro -por ejemplo, del admirable san Martín-, autor de himnos, pero le recordamos por esta singular virtud de ser incómodo en todas partes, de desasosegar con el simple enunciado de la verdad perseverante a unos y a otros, a los que están en el error y a los que preferirían transigir y que les dejaran en paz.
Buen obispo que no permite las paces turbias, nuestro santo del Poitou, abogádo contra ciertas transigencias.
En una nueva persecución, quizá la de Valeriano, confiscaron todos los bienes de Félix, y de él se cuentan anécdotas sobrenaturales y divertidas que ponen una nota de colorido pintoresco en su historia: los soldados que le interrogan sin reconocerle, el fugitivo perseguido de cerca que se esconde en un edificio ruinoso metiéndose por una grieta que tapa instantáneamente una tupida telaraña. Aunque sin duda lo más atractivo de Félix está en el último episodio de su vida, cuando cesan las persecuciones, porque es cuando manifiesta una humildad y una sencillez que nos conmueven más que sus milagros. Al morir Máximo quieren hacerle obispo, y él se niega, le dicen que puede reclamar sus bienes y se niega también, ya que no quiere recuperar lo que perdió por Cristo.
Y así, el que había estado a punto de ser mártir y era ya famoso por sus milagros, hasta su muerte sigue siendo un presbítero pobre sin ninguna distinción, porque le gusta pasar inadvertido viviendo con toda naturalidad para el servicio de las buenas gentes de Nota, feliz, como su nombre indica, de ser un sacerdote más.
Parece que era de Tebas, nacido a orillas del Nilo de una familia cristiana, y cuando contaba unos veinte años la persecución de Decio le empujó al desierto, en el que acabó adentrándose hasta encontrar cierta caverna en una montaña blanca, un refugio muy escondido donde tiempo atrás se fabricó moneda falsa.
Allí se instaló para siempre, vestido con una túnica de hojas de palmera, alimentándose del fruto de este árbol y bebiendo el agua de un arroyo de las cercanías. En la soledad más absoluta, muerto para los hombres, rezando y meditando frente al misterio de Dios que llenaba toda su existencia.
Refiere san Jerónimo que así transcurrieron muchísimos años, hasta que, ya de edad avanzadísima, centenario tal vez, recibió la insospechada visita de otro anciano, san Antonio abad, a quien Dios había revelado en sueños que vivía en el desierto otro eremita que era un tesoro de virtud.
Al principio, Pablo hace oídos sordos a su llamada, pero al fin se abrazan reconociéndose a pesar de no haberse visto nunca, y sostienen coloquios espirituales mientras el cuervo que diariamente trae medio pan al ermitaño aquel día lleva en su pico ración doblada. Pablo no tarda en morir y es Antonio quien le entierra con la ayuda de dos leones que cavan su fosa. Así pintó Velázquez este encuentro fraternal, como un éxtasis sobre un fondo bello y grandioso de peñas graníticas.
Un día descubre las hoy llamadas islas de Lérins, frente a Cannes, y se instala en una de ellas, la que se conoce por su nombre; un lugar desierto e inhóspito donde abundan las serpientes. Según la tradición, Honorato cae de rodillas y se pone a rezar; todas las serpientes mueren, y luego da orden al mar para que arrastre sus cadáveres limpiando la isla. Debía de correr el año 410. Al cabo de un tiempo se le unen otros compañeros, el eremita se convierte en fundador del monasterio de Lérins, regido por la regla de san Pacomio, la comunidad crece y es un semilero de santos, teólogos y obispos (san Hilario de Arles, san Vicente de Lérins, san Cesáreo de Arles), a la vez que un gran foco de cultura. Honorato es el maestro de quien dice uno de los suyos que para pintar la caridad habría que darle su rostro.
A pesar de su mala salud, se muestra activísimo y de una solicitud infinita para con todos, pero poco después de ser elegido para la sede de Arles, muere dejando una escuela que iba a durar siglos y un recuerdo imborrable de santidad.
El año 410 es también el de la caída de Roma ante los visigodos. La Urbs es vencida y saqueada por vez primera, el imperio se viene abajo ante oleadas de bárbaros, parece el fin del mundo y el fin de la joven Iglesia que acaba de salir de las últimas persecuciones. A Honorato se le llama como reserva de la fe en una isla, para mantener encendida la luz en medio de la soledad durante la larga noche.
Debió de nacer cerca del delta, quizá de una familia acomodada, y siendo aún joven vendió todos sus bienes y se retiró al desierto para habitar un sepulcro abandonado donde nada le distrajera de la presencia de Dios.
Pero llevaba dentro de sí algo que no se deja atrás, el hombre viejo, y cuando menudearon las más terribles tentaciones se alejó más aún, hacia el este, buscando lugares más solitarios para vivir tan sólo de pan y agua barrosa, y dormir dos o tres horas por la noche. Y de nuevo le asaltaron tentaciones bestiales, asechanzas de temor o seducción, de lujuria o de orgullo, monstruos que se le aparecían en turbadoras, insistentes visiones, poblando su soledad de serpientes, dragones, formas de lascivia, centauros , larvas, sátiros, fieras inimaginables, toda la teratología diabólica que el Bosco plasmó en sus cuadros.
Pero «los rezos y las lágrimas purifican hasta lo más impuro», y tras una nueva retirada hasta el fin del desierto, cerca del mar Rojo (donde hoy _un monasterio copto del siglo IV perpetúa su recuerdo), triunfó de todo artificio infernal, tuvo numerosos discípulos, fundó monasterios y hasta se trasladó a Alejandría para confundir a los herejes.
Después de su visita a san Pablo, murió muy viejo. De él se cuenta que era reconocible por su cara resplandeciente de alegría.
Lo que sí continúa en pie es esta iglesia de Santa Prisca, elevada sobre un santuario de Mitra que aún conserva testimonios de los cultos paganos. Iglesia antiquísima, cuyos orígenes quizá se remonten al siglo III, y donde se veneran recuerdos de dudosa autenticidad, como la pila bautismal ─un capitel romano─ en el que se supone que san Pedro bautizó a los esposos Aquila y Prisca. Una inscripción que se ha fechado en el siglo XIII («Baptismum Sancti Petri») puede impresionar, pero no resulta conv ncente.
Tras esa maraña de dudas y leyendas, Prisca no es un fantasma de la credulidad de los fieles, sino el escueto perfil heroico de una «cooperadora en Cristo Jesús» de la que sólo sabemos con certeza -pero eso basta- que arriesgó su vida para salvar la del apóstol, servicio por el que entra en la inmortalidad.
Ya proclamado rey, reprime con vigor implacable sublevaciones de sus súbditos, deposita su corona al pie del crucifijo, lucha contra los estonios y funda hospitales, iglesias y monasterios; no tiene nada de blando como monarca, pero nadie más solícito que él para con los ancianos y los enfermos, a quienes visita, consuela y colma de grandes limosnas.
Unos rebeldes le tendieron una trampa en la isla de Fionia, y después de fingir que se sometían le cercaron en la iglesia de SanAlbano con unos pocos caballeros leales. Allí confesó, se prosternó al pie del altar, perdonó a sus enemigos y se dispuso a librar la última pelea. Así murió Canuto, muy cerca de las reliquias que trajo de Inglaterra, se le consideró mártir, y en el año 1100 el Papa autorizó
su culto.
Nuestra hipocresía de modernos y supuestamente civilizados puede ver con malos ojos esta contrastada figura del rey báltico que accede a la santidad en un mundo que quizá nos parezca desmedidamente cruel y primitivo, demasiado remoto para las actuales normas de convivencia ¿No era posible ser rey de aquella Dinamarca y ser santo? En un siglo de hierro él hizo cuanto pudo por ser un soberano a la imagen de Dios, que era lo que se le pedía.
Estamos lejos de aquel personaje perdido en la antigua leyenda del que ni siquiera sabemos donde nació; en Narbona, según unos, quizás en Milán, al decir de san Ambrosio, que debió de ser su maestro. En cualquier caso fue sin duda un oficial de la guardia del emperador.
Por su fe se le condenó a morir asaetado tal vez en el monte Palatino, y la tradición asegura que sobrevivió a sus heridas gracias a los cuidados de una piadosa viuda, santa Irene, y que apenas repuesto se apareció al tirano como un espantable fastasma que vuelve del más allá para reprocharle su cruel proceder.
De nuevo se le condenó a muerte, ahora por flagelación, y su cadáver se arrojó al lugar más inmundo de Roma, la Cloaca Máxima, de donde le recuperaron los cristianos para darle sepultura en las catacumbas de la Vía Apia; muy cerca de allí está hoy la basílica de San Sebastián extramuros.
Este santo del doble martirio fue popularísimo en la antigüedad, tercer patrón de Roma, después de san Pedro y san Pablo, protector de la peste, con infinitas iglesias en el mundo entero y una gran ciudad española que lleva su nombre. Su imagen, secularizada por el arte y hermoseada hasta el equívoco, tiene un patetismo muy peculiar, un toque de muerte bella con algo de sacro espectáculo que hace que imaginemos al mártir como un genial actor que representa a costa de su vida el último acto del drama de la salvación.
Como suele ocurrir en estos casos, no abundan las certezas sobre su vida; de ella sólo sabemos con seguridad que sufrió martirio a comienzos del siglo IV y que fue sepultada en el cementerio de la Via Nomentana (tal vez donde estuvo la casa de campo de sus padres). Cincuenta años después de su muerte se erigió allí mismo una iglesia en su honor.
Era una niña, debía de tener unos doce años y pertenecía a una familia cristiana (¿la gens Clodia?). Sin duda se consagró a Dios, es posible que rechazase ofertas de matrimonio («He sido solicitada por otro Amante»), y en circunstancias un tanto oscuras murió por decapitación.
Su heroísmo impresionó mucho, y de época muy antigua son numerosos testimonios de autores que empiezan a tejer una cándida leyenda con adornos no siempre creíbles: hoy se juzga inverosímil el que fuera conducida a un lupanar donde la cabellera cubrió milagrosamente su cuerpo, y la historia tradicional de que las llamas la respetaron quizá sea otra piadosa exageración.
Pero desde el epitafio de san Dámaso, los elogios de san Ambrosio («Va coronada no de flores, sino de gracia y castidad») y los versos de Prudencia hasta la novela del cardenal Wiseman Fabio/a,la pequeña Inés ocupa un lugar privilegiado en la memoria de la Cristiandad. En Santa Agnese, la iglesia de la plaza Navona que construyó Borromini, existe aún su cráneo, muy chiquito, de niña que lo será eternamente.
Quizá de una familia consular de Huesca, era el primero de los siete diáconos del obispo de Zaragoza san Valerio, ya anciano y por lo visto con pocas dotes de elocuencia, y al llegar a España los que tenían que hacer cumplir los edictos de persecución, Valerio y Vicente cayeron en sus manos.
Ambos fueron conducidos a Valencia, allí el obispo sufrió pena de destierro, y su diácono al parecer se insolentó con sus jueces negándose a entregarles los libros sagrados que estaban bajo su custodia; se le martirizó con garfios de hierro y por fin poniéndole sobre unas parrillas al rojo vivo, pero nada quebrantó su fortaleza.
El español Prudencia, después de describir patéticamente estas torturas, dice que fue encarcelado en una mazmorra que era «un lugar más negro que las mismas tinieblas», donde reinaba «una noche eterna: allí tiene su infierno la horrible prisión». Su ejemplo convirtió a su propio carcelero y le llegó la muerte a consecuencia de sus heridas.
Su culto se propaga con gran rapidez, en África san Agustín es su vocero, hablan de él con inmensos elogios san Ambrosio y san Isidoro, sus reliquias se reparten en Lisboa, París, Castres y otras ciudades, Roma le dedica tres iglesias, y la fama del intrépido aragonés (que en el lugar de su martirio quedará un poco oscurecida por un santo homónimo muy posterior, san Vicente Ferrer) hace de su nombre uno de los puntos de referencia obligados del martirologio. Es uno de estos santos que dice que no hasta la muerte más atroz, que no se conforma con menos que la verdad y la fidelidad.
¿Quién nos dice que no es Jesucristo que trata de poner a prueba nuestra generosidad o de averiguar quién se cansa antes, si Él de pedir o nosotros de dar? Por si acaso, socórrele, mandaba a su mayordomo. Si dar a pordioseros, como su nombre indica, es dar a Dios, debería parecer una oportunidad de oro. No era mala norma la del santo. A ver quién se cansa antes, si unos de pedir u otros de dar, si unos de ofender u otros de perdonar, si unos de hacer el mal u otros de devolver el bien. Obstinado forcejeo que no espera correspondencia, sino todo lo contrario.
Pasar a la historia con este apelativo de limosnero es uno de los honores más grandes que pueden concebirse. Han pasado casi catorce siglos desde que vivió este personaje, y su apodo todavía nos conmueve. Esa obsesión por dar, por desposeerse, parece la sabiduría más alta, que comparte con tantos santos, pero que en él es una especialidad.
Contra esta virtud nos defendemos con la prudencia: ¿Y si los pobres nos engañan, si son unos granujas desagradecidos, si obran de mala fe, si son holgazanes, si luego se lo gastan en bebida, en vicios? Cuántas preguntas, todas razonables, hay que admitirlo. Juan el limosnero no era razonable, porque debía de pensar que si Dios examinase con tanto rigor nuestras peticiones nunca recibiríamos nada.
En la historia de la mariología, san Ildefonso es el autor de un importante tratado sobre La virginidad perpetua de María, el primero en su género debido a la Iglesia española, de inspiración vehemente y llena de fervor: «¿Puede dar ramas de muerte el tronco de la vida? El huerto cerrado en que brotó la flor de la peregrina virginidad, ¿había de producir abrojos y serpientes? La fuente de la vida, sellada con el pacto virginal, ¿manaría el cieno de la impureza?».
Pero su popularidad la debe a una tradición que supone que la Madre de Dios, rodeada de ángeles, bajó a sentarse en su sede episcopal para hacerle entrega como muestra de gratitud de una casulla. Velázquez, Zurbarán, Murillo, Rubens y otros muchos pintores han representado la escena, para la que Lope encontró bellísimas palabras:
Desde el cielo a Toledo se entapizan
los aires de celestes cortesanos.
Aunque ya Gonzalo de Berceo lo había descrito de un modo más arcaico e impregnado de sencilla emoción:
Fízoli otra gracia, cual nunca fue oída,
dioli una casulla sin aguja cosida,
obra era angélica, non de orne texida.
Este doctor de la Iglesia era un humanista de pluma elegante -los franceses le cuentan entre sus clásicos-, culto, esmerado en la lengua, muy expresivo, y uno de sus libros, la Introducción a la vida devota (1608) fue un gran best-seller (cuarenta reimpresiones en vida de su autor) que aún se lee con provecho.
Se trata de un manual de espiritualidad cordial y sencillo, llano y afable, de un maestro de la sicología. «La devoción no destruye nada, lo perfecciona todo», escribe, y con un valiente impulso evangélico no excluye a nadie de los objetivos más altos -casados y religiosos, sabios y mercaderes, artesanos, soldados y hombres y mujeres de cualquier condición-, a todos les enseña a ser perfectos.
Su vida está llena de hechos memorables (funda con santa Juana Chanta! la orden de la Visitación, se ilustra como predicador y director espiritual), pero sus rasgos más peculiares son siempre la bondad, la comprensión, la dulzura, la paciencia. Es el santo sonriente que conoció en su juventud una terrible crisis de desesperación, quizá por culpa del jansenismo, y que predica incansablemente con la miel en los labios el amor de un Dios bueno y misericordioso. Dos máximas resumen toda su enseñanza: «Todo por amor y nada por la fuerza». «Ver y amar la voluntad de Dios en todas las cosas».
Un hombre que persigue con saña y al que Ernest Helio pinta con singular dureza: «El suyo era un furor sanguinario que había bebido sangre y que quería beber más, era la rabia inexorable del soberbio, instruido y feroz a la vez, en quien el viento de las pasiones humanas que le excitan aviva un fanatismo que no conoce perdón. Y éste fue el hombre escogido».
Camino de Damasco, «una luz del cielo» le descabalga, y ya en tierra oye la voz: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Él pregunta quién le ataca, y se le responde: «Yo soy Jesús». Entonces, como dirá más tarde a los corintios, ve «la cara de Cristo». Deslumbramiento, ceguera («con los ojos abiertos nada veía») y rendición incondicional. «¿Qué he de hacer, Señor?» Entre tantas conversiones como registra la historia, ésta precisamente tiene un lugar destacado en el santoral porque es un episodio que la Iglesia ve como paradigma y que tuvo consecuencias incalculables. Emblema de todas las conversiones, obra de Dios y no del esfuerzo humano («el Dios de nuestros padres te ha elegido»), a contracorriente de impulsos fortísimos, una vez aceptada la trascendental mudanza, Pablo pasa a ser instrumento irresistible de la Providencia. Una conversión «súbita, total, definitiva, magnífica, con el encanto de la rapidez, el encanto de la plenitud y el encanto de la duración» (Helio), parece que Dios sabe hacer bien las cosas.
Paula descendía de los Escipiones y los Gracos, su difunto marido Toxocio fue senador, y ella era rica y admirada; pero aun antes de asistir a aquellas lecciones en el palacio convertido casi en monasterio, se había consagrado a la más estricta piedad. Jerónimo pudo decirle, como escribió más tarde a otro corresponsal: «No me resigno a nada mediocre en ti», y bajo su influencia ella y sus dos hijas, Blesila y Eustoquia, estudiaron hebreo para leer las Escrituras y sólo vivieron para Dios.
Al poco tiempo muere Blesila, y al faltar también el papa Dámaso, Jerónimo, víctima de violentísimos ataques y de atroces calumnias, sale de Roma en agosto del 385, y, no sacudiendo el polvo de sus sandalias, pero sí dejando entre paréntesis el amor fraterno, se despide con una carta en la que dedica rayos y venablos a sus enemigos.
«Paula y Eustoquia, mal que le pese al mundo, son mías en Cristo», dirá, y semanas después, las dos fieles discípulas, junto con unas vírgenes, embarcan en Ostia tras la estela del monje; se reúnen con él, recorren Tierra Santa y Egipto, y por fin se instalan en Belén, fundando un monasterio para hombres, otro para mujeres y una hospedería para peregrinos, con objeto de que no faltase acogida donde el Niño Jesús no la encontró.
Paula gasta toda su fortuna, se desvive en caridad y fervor, y cuando muere Jerónimo le dedica una impresionante carta epitafio. Sus últimas palabras fueron: «Todo lo ven ya mis ojos quieto y sosegado».
Son santos que se agotan en su misión, como desentendiéndose de nuestra curiosidad. Así, Ángela Merici, que cumplía lo de enseñar al que no sabe antes de que la sociedad civil descubriera la enseñanza pública. Nació en Desenzano, a orillas del lago de Garda, se hizo terciaria franciscana y daba lecciones de catecismo a los niños de su pueblo; con tanta fama de virtud y tan buenos frutos que se le pidió que ampliara el escenario de su trabajo para continuar su labor en la ciudad de Brescia.
En 1535 en la iglesia de santa Afra de Brescia fundó una congregación religiosa bajo el patronazgo de santa Úrsula, las ursulinas, la primera orden femenina enseñante, además de tener otra originalidad que en su tiempo se juzgó un escándalo: en su origen no había clausura ni vida de comunidad ni votos ni hábito. Eran monjas revolucionarias que no se parecían a las demás monjas.
Después de la muerte de la fundadora, por consejo de san Carlos Borromeo la orden adoptó las normas conventuales, pero esto ya desborda la vida de la santa, que murió al frente de su sociedad sin salir nunca de ese tono gris y sacrificado que fue el suyo, absorbida por un ideal sencillo y sin relumbrón que en seguida forma parte de la gran obra restauradora de Trento. Su atributo es un crucifijo florido, la entrega por Dios queperfuma el mundo.
Es el arquetipo del saber cristiano, de la fe que se apoya en la indagación racional más exigente, y en este sentido hay en él una desmesura de grandeza que le hace difícil de entender y de abarcar; es uno de esos santos que desde el punto de vista intelectual casi no cabe en la historia, como si la rebasase con el rigor y la profundidad de su pensamiento.
Echó sobre sus hombros la tarea ingente de explicar en la medida humana posible Dios y la creación, y ahí están sus monumentales libros como un vasto y luminoso palacio que alberga la esencia de la teología más alta; y nunca dejó de ser el fraile humilde y efusivo de la más encendida. piedad.
«Todo lo que he escrito me parece paja al lado de lo que he visto y de lo que me ha sido revelado», escribió el que tenía experiencias inefables de la sabiduría. Y al final de su vida, cuando Dios le ofreció cumplir un deseo suyo en pago a lo mucho y bien que había escrito sobre Él, Tomás pidió tener al mismo Dios, y no tardó en morir. Cualquier filósofo hubiera aprovechado la ocasión para saber esto o aquello, él, más ambicioso, solicitó la posesión misma de lo que estudiaba.
Por fin pasó al continente, a la península armoricana, y allí, en la isla de Houat, cerca de Quiberon, fundó la abadía de Rhuys. Tras nuevos viajes, previendo que se acercaba su muerte, dícese de Gildas que se hizo embarcar en una nave sin vela con una piedra por cabezal, y que de este modo llegó a Rhuys donde murió y fue enterrado.
De él conservamos la obra más antigua que se conoce sobre la historia de Inglaterra, Acerca de la ruina y conquista de Bretaña, en un pedregoso latín, crónica de incierta historicidad que abarca desde la conquista romana hasta su tiempo. Pero más que un libro de historia es un discurso moral, severo, admonitorio, que no pierde ocasión de adoctrinar.
Al borde de la leyenda vemos a este monje grave y poético, navegando sin vela, sólo a merced de Dios, hacia el lugar donde quiere morir.
Hasta que en la noche del 1 al 2 de agosto de 1218 tuvo una visión de la Virgen: Nuestra Señora le pedía que fundara una orden para devolver la libertad a los cautivos de los moros, y unos días más tarde Pedro y sus compañeros emitieron sus votos, añadiendo un cuarto voto, quedar en rehenes si ello era preciso para liberar a los cristianos presos.
Luego, su acción continuada se confunde con la historia de la Merced, de la que él fue siempre caballero lego, es decir, laico, todavía mercader a lo divino, comprando la libertad de los que la habían perdido con dinero, sacrificios o con la libertad propia.
Zurbarán le pintó más de una vez para el convento de mercedarios de Sevilla con el hábito blanco y el escudo de la Corona de Aragón sobre el pecho; el artista le imaginaba con barba corta y un rostro finamente expresivo, extático, espiritual, suponiéndole rasgos de estilizada elegancia superior.
Su atributo son las cadenas rotas.
En realidad era del otro lado de los Pirineos, de Loudun, en el Poitou, y debía de llamarse Adelelme, o, aún más a la francesa, Aleaume. Nació de una familia acaudalada, y después de repartir sus bienes entre los pobres vistió las ropas de uno de sus antiguos criados y fue en peregrinación a Roma.
Más tarde fue monje y llegó a ser abad del monasterio de La Chaise-Dieu, en la Auvernia, hasta que Constanza, que era de origen borgoñón, la esposa del rey castellano Alfonso VI, le llamó a España para introducir la liturgia romana en sustitución de la mozárabe. Lesmes fundó en Burgos el monasterio benedictino de San Juan Evangelista, y allí se dedicó a atender a las necesidades de los peregrinos de Santiago, quizá recordando los lejanos tiempos en que él también peregrinaba, y al cuidado de los enfermos.
Este francés, al que imaginamos siempre con los severos, rígidos trazos de la iconografía románica, se identificó tanto con su ciudad de adopción que casi hemos llegado a olvidar que vino de otras tierras; para hacer a Castilla y a España más universal, según el modelo de Roma, y para fundirse servicialmente con la etapa de Burgos en el camino de Santiago, viendo cómo su nombre se iba transformando en boca de los burgaleses, haciéndose pronunciable para ellos, hasta quedar convertido en un signo más de su entrega total a una misión.
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