20/04/2024

Santos – Diciembre

1 - Eloy (c. 588-660)
O Eligio, el lemosín, patrón de orfebres, plateros, metalúrgicos, también de herradores, y, por una simpática adaptación a los tiempos modernos, de los garajistas; pero lo suyo, si nos atenemos a la fidelidad biográfica, era el arte de los metales nobles, en el que llegó a destacar como uno de los artífices más competentes de su época.

También fue artista, orfebre, de su vida, nombrado consejero de reyes, elegido obispo, haciéndose famoso por su honradez, su piedad, su caridad y su afán limosnero. En la monarquía ruda y bárbara de aquellos siglos oscuros Eloy es una centelleante estampa dignísima e insólita.

Trabajador de lo perdurable que convierte en belleza superior el oro y la pedrería, la libertad y las almas, haciendo el mejor uso posible de todo. Sólo le atrae lo que no desaparece, lo que no se consume, y se dedica a realzarlo.

Artesano de la santidad en tiempos turbulentos en los que reina la violencia. La nobleza de los materiales que manejaba debió de tentarle a idolatría: el oro afinado y convertido en la hermosura de joyas, las piedras preciosas engarzadas hasta refulgir como simulacros de inmortalidad, todo un mundo sólido y resplandeciente, valiosísimo, con aires de ser imperecedero, ¿no fue para él tentación de complacencia, la del artista deslumbrado por lo que sale de sus manos?

Pero el exigente y fiel san Eloy supo guardar, para usar las palabras de Juan Pablo II, «la proporción adecuada entre la belleza de las obras y la belleza del alma». Hizo bien su trabajo, como orfebre fue mejor que cualquier otro, sin regatear esfuerzos, pero no le dio importancia, sabiendo que sólo una cosa es importante; como si por sus manos pasara rubia tierra y no oro, cantos rodados y no gemas, aristocráticamente despreocupado de todo lo que no fuese la voluntad de Dios.

2 - Bibiana (siglo IV)
Santa Bibiana la de los trenes; probablemente esto es lo primero que se le ocurre a un romano al mencionar su nombre, porque la iglesia que se llama así queda como empotrada en las vías que están a punto de morir, unos metros más allá, en la Stazione Termini. Una iglesia barroca con su espléndida estatua de la santa obra de Bernini.

Bernini, cumpliendo el encargo del infatigable Urbano VIII, la representó con los atributos de su martirio: la columna de la flagelación, los azotes, la corona de mártir y una sonrisa angelical que asombra o desconcierta; es la felicidad en la muerte, o, mejor dicho, la felicidad entrevista por la fe más allá de la muerte.

Pero si nos olvidamos de todos estos elementos anacrónicos -los trenes, Bernini- ¿qué queda de la santa en sí misma? En su leyenda, tardía y llena de despropósitos, que hace de Juliano el Apóstata su verdugo, no hay mucho creíble, y sin duda es una novelita piadosa más que refunde una vieja tradición romana.

No obstante, Bibiana sí existió, y posiblemente también su hermana Demetria y su madre Dafrosa, cuyos restos se descubrieron en una excavación, junto a las reliquias de la santa en dos vasos de vidrio, y la Iglesia ha venerado desde hace siglos el recuerdo de esta mártir desconocida.

Desconocida por la Historia, bien conocida por Dios, y en último término todo un símbolo de la verdad de los santos: lo que sabemos de ellos, lo que es público y notorio, viene a ser una débil aproximación más o menos aparatosa de lo que fueron, suficiente para convencernos de sus virtudes, pero que está muy lejos de la misteriosa vida de la santidad, cuya grandeza y secreto pertenecen tan sólo a Dios, y no dejan huellas en archivos, inscripciones ni testimonios.

3 - Francisco Javier (1506-1552)
En los confines más solitarios e inaccesibles de Navarra todavía hoy el castillo tiene un aire adusto, a pesar de las suavizaciones de los últimos siglos, como una fortaleza para encerrarse en ella a la defensiva, haciéndose inexpugnable; lugar para el aislamiento orgulloso de grandes señores antiguos, atenazados entre España y Francia. La suerte de las armas fue adversa a la noble familia que poseía Javier, desmocharon sus almenas para evitar futuras tentaciones de rebeldía, y el joven Francisco marchó a París a adquirir ciencia en su primer vuelo. En el París abierto y universal fue estudiante y luego maestro, y allí debió de hacer suyo ese gusto de los horizontes inacabables que le distingue.

A Ignacio le costó su conquista más que ningún otro, pero una vez vencido y atraído al embrión de lo que iba a ser la Compañía, sus entusiasmos incluso van por delante de la prudencia del fundador, y ya en Roma se desconsuela pensando que no se le ha elegido para la misión de Asia que pedía el rey de Portugal.

Aunque a última hora, por la enfermedad de un compañero, será Francisco quien vaya a Goa, evangelice con su divina impaciencia la India, recorra las islas de las especias, entré en el Japón y bauticé a miles de nuevos cristianos, casi en soledad, como un apóstol sin freno, en los pocos años que le quedan hasta que muere, consumido de ansias y de fiebre, a las puertas de China.

Patrón y modelo de misioneros, este hombre que nació encastillado es un viajero para quien el mundo es demasiado pequeño y el tiempo demasiado corto, su vida no será nunca la defensa, sino la conquista para el imperio de Dios, y así gana territorios inmensos y lejanos, inimaginables, ensanchando la Iglesia hasta que el cansancio le mata en plena aventura de predicar a Cristo.

4 - Bárbara
La que señorea el fuego y las explosiones, protectora del rayo, patrona de artilleros y artificieros, el suyo es un imperio ígneo y estruendoso, porque su despótico padre, después de entregarla al verdugo por resistirse a renegar de la fe, fue fulminado como castigo por un rayo del cielo, hasta quedar reducido a cenizas.

Su historia parece nacer tardíamente, varios siglos después del supuesto martirio, quizá como una pía invención, pero lo cierto es que su culto se extendió muchísimo tanto en Oriente como en Occidente, siempre asociada al símbolo de la torre, donde su padre la encerró para que renunciase al cristianismo.

Sólo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena, dice desengañadamente el refrán; y también cuando llueven bombas sobre las ciudades indefensas, porque si el pararrayos protege del fuego natural del cielo ¿qué nos protege de las bombas? Una vez conjurada la amenaza de las nubes, los hombres inventan terribles sucedáneos mucho más mortíferos.

Bárbara, la estrepitosa, es el escudo contra los terrores más antiguos de las gentes, el füego y la destrucción que caen de la altura; y de los más modernos, del último grito en materia de aniquilamiento feroz, total, absoluto. Por eso debería se abogada del miedo y la prevención de la hecatombe nuclear, la venerable mártir de hace tantos siglos encontraría así una función que en modo alguno podemos llamar anacrónica.

Contra la locura de una guerra definitiva, invoquemos a santa Bárbara, a quien no va a asustar un poco más de ruido, aunque sea el último. Su torre vale por todos los refugios antiatómicos, porque es la intrepidez y la firmeza del santo que no teme a lo que puede dañar o pulverizar el cuerpo, ya que su esperanza reposa en las manos seguras y fuertes del Padre.

5 - Sabas (439-532)
Mar-Saba, en el desierto de Judea que separa Jerusalén del Mar Muerto, es uno de los monasterios todavía ocupados más antiguos del mundo, ya que se fundó hacia el año 478. Reliquia de los primeros siglos de la Iglesia, su bárbara tosquedad armoniza con la aspereza y la desolación de un paisaje inhumano.

En sus orígenes, Mar-Saba fue la obra de un extranjero, un capadocio, de Asia Menor, que, muy joven aún, decidió quedarse en Palestina para hacer vida ascética y solitaria. Más adelante se convirtió en el maestro y modelo de los eremitas de la región, y el nombre de Sabas fue el más venerado e ilustre de aquellas tierras.

La suya es una historia impresionante de larguísimos años de penitencia, ejemplo, dirección espiritual y, ya famoso, en su vejez, de lucha por la ortodoxia amenazada por los herejes. Al dominio de sí mismo y a la renuncia al mundo se unió así, en los tiempos finales, la intransigencia heroica y batalladora por la fe.

Pero extraigamos de esta prodigiosa vida el episodio magnífico de su última estancia en Constantinopla, ya nonagenario, con la pretensión de que le recibiera el gran emperador Justiniano, para urgirle que defendiera al cristianismo en toda su pureza. En la pompa del palacio, ante el Basileus comparece la sombra macerada y ardiente del eremita.

El emperador le escucha, atiende sus razones y antes de que se vaya quiere darle dinero, que Sabas, como era de esperar, rechaza, porque dice no necesitarlo. Entonces Justiniano pide su bendición, que desciende sobre la cabeza imperial con el añadido de una propina profética que le anuncia conquistas en África, Italia y España. Como quien regala un sueño de poder efímero, mientras él vuelve a su caverna para esperar la muerte.

6 - Nicolás (siglo IV)
En la tradición cristiana Nicolás es el santo que da; que da cosas materiales, palpables, comestibles incluso, porque a veces lo del pan nuestro de cada día es una petición literal, y por eso se le invoca en los apuros económicos.

Pan para el hambre y dinero para que no caigamos en las tentaciones, como en la historia de la triple dote que, a escondidas, proporcionó a tres doncellas cuyo padre, al no poder casarlas, iba a dedicar a la mala vida.

Eso se atribuye al buen obispo de Mira, ¡y se le atribuyen tantas cosas más! Porque -quizá por su advocación, tan deseable- ha sido el santo más popular del mundo, y su recuerdo nos llega mezclado con una multitud de piadosas leyendas amables, pintorescas, inverosímiles, que hacen las delicias de los folcloristas.

¡Pobre san Nicolás! ¡Cómo tiene que verse! Pero ya es sabido que intervenir en asuntos de dinero, aunque sea con fines sobrenaturales, siempre trae complicaciones. Sin embargo, hay más: de él no se espera sólo lo necesario para el cuerpo y el alma, sino también lo superfluo, como lo que sirve para jugar. Así, los niños nórdicos, como obispo o disfrazado de panzudo Papá Noel -Santa Claus esperan de este santo el don de los juguetes.

San Nicolás encarna la misericordia de Dios vista por ojos infantiles, de esos niños que somos todos. El Dios de amor que da la vida y la gracia, que alimenta mejor que a las aves del cielo y viste mejor que a los lirios del campo, ofrece además un ilusionado suplemento de superfluidades. Golosinas, dulces caprichos que atribuimos ingratamente al azar, a no se sabe qué buena estrella. El debe de sonreír entre sus barbas ante esos niños tontos, sin dejar de ser generosísimo con el pan, el dinero y las chucherías del vivir cotidiano que Santa Claus reparte en nombre de su Señor.

7 - Ambrosio (c. 334-397)
La Iglesia ha hecho de él uno de los cuatro grandes doctores de Occidente ─con Agustín, Jerónimo y Gregorio el Grande─, pero por profundas que sean sus enseñanzas, su figura sigue siendo ante nosotros la de un maestro de la caridad, un pastor que administra justicia y misericordia con un equilibrio evangélico.

Hijo de un magistrado, buen conocedor del derecho y la administración, gobernador de las provincias del norte, todo le inclinaba a la virtud cardinal de la justicia, a dar sabia y prudentemente a cada cual lo que le correspondía.

Pero en Milán, antes incluso de bautizarse, es elegido obispo por aclamación y a viva fuerza, y su idea de lo justo se verá corregida por una ley superior.

Como obispo y consejero de emperadores, defiende la fe con una energía inflexible ante paganos y herejes, salvaguarda los derechos de la Iglesia ante intromisiones del poder y se enfrenta al emperador Teodosio exigiéndole penitencia pública por la bárbara matanza de Tesalónica antes de admitirle en el templo.

Pero en este hombre de autoridad, de saber, de libros -la gran biblioteca milanesa le debe aún su nombre- la letra y el derecho no bastan. Es también un enamorado de los pobres hasta vaciar sus arcas una y otra vez, compasivo y tierno hasta el llanto con los pecadores que iban a reconciliarse con Dios y eficaz convertidor de almas como la de san Agustín.

Y su magisterio de la caridad se desborda en los famosos himnos en los que enseñó a cantar a la Iglesia, la oración que se hace música triunfal, proclamando jubilosamente con todos los cristianos fe, esperanza y amor. Así, al final de su vida dejó como resumen y legado una memorable confesión que le define: «No tengo miedo a morir porque tenemos un Señor bueno».

8 - La Inmaculada Concepción
Mientras los teólogos discuten, los artistas, sobre todo los españoles -Murillo, Zurbarán, Ribera, Valdés Leal, Velázquez-, pero también fuera de España ─Rubens, Tiepolo─, ponen ante los ojos la imagen simbólica de la Inmaculada: túnica blanca y manto azul, coronada por doce estrellas, pisando con dominio la media luna y la serpiente sobre un fondo teatral de cielo y nubes.

Los poetas no le van a la zaga, por ejemplo Cristóbal de Virués:

Una doncella en perfección hermosa,
de claro sol vestida y adornada…
Y una sierpe mortífera enconosa,
abierta la cabeza y quebrantada,
se ve tendida estar sin fuerza alguna
ante sus pies, que estriban en la luna.

El dogma fue proclamado por Pío Nono el 8 de diciembre de 1854, pero los cristianos no habían esperado la solemne definición para tener la certeza de que Dios había eximido de toda mancha a su Madre haciéndola desde su concepción purísima y, en palabras del arcángel al dirigirle el primer saludo, «llena de gracia», rebosante de los dones del Altísimo.

Este singular privilegio mariano, el recuerdo de la absoluta pureza de María, está en el calendario como abriendo el ciclo de la Navidad, en pleno adviento, y precede de poco a la fiesta de la primera mujer, Eva -el día diecinueve-, de la que es sublimación y contrafigura.

Eva es la pecadora madre de los vivientes, pecadora como todos sus hijos, la que transmite la herencia de la carne y de la culpa, la fragilidad consustancial a todos, y la Virgen es la madre según el nuevo nacimiento por la gracia, del mismo linaje, de nuestra misma familia, pero hecha luz en medio de las contradicciones del mundo. La Purísima, blanca y azul, se adelanta en este tiempo de diciembre como un signo maternal de la humana santidad que cabe en nuestra historia.

9 - Pedro Fourier (1565-1640)
Lorenés nacido en Mirecourt, es el santo de la Francia del este, un revuelto territorio fronterizo agitado por la Reforma y las ambiciones políticas. Ni siquiera a él le fue posible sustraerse a esos conflictos, y se vio envuelto en ellos, aunque guiado por una norma superior de apóstol: «Ganar una sola alma es más que crear un mundo».

A los veinte años se hace canónigo agustino regular en la abadía de Chaumozey, cerca de Epinal, recibe las órdenes sagradas y en 1589 es enviado a continuar sus estudios teológicos a Pont-a-Mousson. De allí saldrá convertido en un brillante teólogo, que en vez de buscar un escenario que le permita lucirse y hacer una buena carrera eclesiástica, elige la parroquia más oscura y difícil de los Vosgos.

Se trata de la aldea de Mattaincourt, mísera y abandonada, a la que se conoce con el sobrenombre de «la pequeña Ginebra» por los enormes progresos que los calvinistas habían hecho en la comarca. En Mattaincourt Pedro Fourier vivirá treinta años.

Sus sermones, su caridad y su ejemplo operan allí una rápida transformación, y mientras evangeliza a sus feligreses se ocupa de fundar una caja de socorros mutuos, pone paz entre los belicosos lugareños y organiza escuelas gratuitas, aportando ideas revolucionarias sobre la educación que han hecho que se le comparara a san José de Calasanz.

Las escuelas para niñas conducen en 1598 a que funde la congregación de las canonesas agustinas de Nuestra Señora, orden que tropieza con muchas dificultades, ya que en la época escandalizaba el hecho de que unas monjas de clausura se dedicasen a la enseñanza, y en 1621 el obispo de Toul le encomienda también la reforma de los canónigos regulares.

Cuando estalla la guerra de los Treinta Años Mattaincourt está irreconocible, la labor de su párroco parece milagrosa, pero la lealtad de Pedro Fourier al duque de Lorena cuando se produce la invasión de Francia, mueve al santo a desterrarse voluntariamente, y muere en su exilio del Franco Condado.

10 - Eulalia de Mérida (¿† 304?)
La niña mártir de Mérida que a los doce años desafía a los verdugos y con santa elocuencia (su nombre significa la bien hablada) dice: ¿Qué furia es la que os mueve a perseguir a Dios? Pero si estáis sedientos de sangre cristiana, aquí me tenéis. Las torturas destrozan su cuerpo y después de morir, según un poeta casi coetáneo, una súbita nevada le sirve de sudario celestial.

Efectivamente, Eulalia, que es la Inés española de la época de Diocleciano, tuvo muy pronto un inspirado cantor en Prudencio, quien le dedica un himno de su Peristéfanon: «Cortad las violetas púrpuras, recoged los azafranes sangrientos, nuestros dulces inviernos tendrán flores». El áspero latín de los siglos oscuros tiene acentos inesperados de ternura lírica.

Desde Mérida su fama se extenderá por toda la península, sus reliquias son llevadas a Austria, y, lejos ya de tierras hispánicas, aparece -hierática, con la rígida majestad de lo bizantino- en el cortejo de vírgenes de San Apolinar

Nuevo de Ravena, en África, san Agustín le dedica un panegírico, entre los ingleses san Beda exalta su recuerdo, Venancio Fortunato compone un poema en su honor, y la secuencia que lleva su nombre, en un balbuceante francés, es uno de los primeros textos conservados en esta lengua.

De la bien hablada se habló, pues, mucho y bien en todo el mundo, el sacrificio de una niña en los confines de España resonó en toda Europa; y todavía hoy nos acordamos de su reto impetuoso a la muerte, que la vistió de blanco como a un ángel destruido por los garfios y el fuego.

11 - Dámaso (c. 304-384)
Papa de origen español cuyo atributo y emblema, un diamante -por la palabra latina que evoca su nombre, Adamas- hacen alusión a su firmeza: ante los rebeldes que le disputan sangrientamente su elección durante años, contra heresiarcas de todo pelaje, contra el paganismo oficial que se resiste a morir en la nueva Roma.

Su recuerdo va unido también al culto de los mártires, ya que él fue quien restauró las catacumbas convirtiéndolas en santuarios, hermoseando los antiguos sepulcros y componiendo unos curiosos poemillas en memoria de los testigos de la fe, muy imitativamente virgilianos, que no han pasado a la historia de la literatura, pero que muestran su fervor y su gusto por las letras.

Porque éste es un pontífice ilustrado, ansioso por saber, lleno de curiosidades, amante de los libros y fundador de una rica biblioteca (según él, el mejor modo de perpetuar su nombre), protegiendo incluso los monumentos paganos que un celo desmedido podía reducir a ruinas.

Con el emperador Teodosio y el poeta Prudencia compone el gran trío de españoles ilustres en este momento crepuscular del Imperio y auroral de la Iglesia. Pero entre sus muchos títulos de gloria, elegimos la sabia elección de un consejero, aquel indómito ermitaño de origen dálmata a quien había tratado años atrás, y que ahora, ya en la Silla de Pedro, retiene junto a él como luz y guía.

Dámaso no puede prescindir de Jerónimo, le asaetea con sus consultas bíblicas en billetitos a los que el genial escriturista contesta larga, docta, pacientemente. El Papa quiere saberlo todo y no se cansa de preguntar a la mejor cabeza de Roma; Palma el Viejo los pintó a los dos conversando sobre la Biblia, como si éste fuera su paraíso, un eterno coloquio sobre ciencia y piedad.

12 - Juana Francisca de Chanta (1572-1641)
A los veinte años, una joven de buena familia borgoñona, Jeanne-Françoise Frémyot, se vio convertida por su matrimonio en baronesa de Chantal; adoraba a su marido, tuvo cuatro hijos y su felicidad parecía perfecta hasta que bruscamente todo se vino abajo de un modo cruel: el barón muere en un accidente de caza y su viuda entra en un largo período desolador.

Con el tiempo será la fundadora de la orden de la Visitación de María, para viudas y doncellas, que a su muerte cuenta con más de ochenta casas, y su nombre se habrá hecho proverbial por su fortaleza de carácter, su serenidad, su sentido común y su espíritu de sacrificio. Parece la mujer más sólida y equilibrada de Francia, uniendo ejemplarmente la contemplación y la acción.

Pero antes, incluso después de haber decidido consagrarse a Dios, conoció pruebas durísimas, como el terrible episodio en el que, debido a un voto imprudente, sufrió la dirección espiritual abusiva de un fraile despótico y falto de criterio que la encaminó hacia devociones comineras, haciéndola vivir devorada de escrúpulos.

El providencial encuentro con san Francisco de Sales le permitió recobrar un sentido de la libertad que haría de ella un fuerte y dócil instrumento de apostolado, humilde y sin dejar de hacer frente con la máxima energía a las pesadas tareas de gobierno y administración que le encomendaba el santo.

Dramas familiares -su único hijo, que más tarde murió en la guerra, padre de la futura Madame de Sévigné, se opuso con todas sus fuerzas a su vocación- y crisis interiores zarandearon aún hasta el final a la fiel e incansable Juana Francisca, la baronesa que se describía a sí misma como «una criada en tiempo de cosecha, a quien dicen ve a este campo o al otro», y que sólo sabe obedecer alegremente.

13 - Lucía († c. 304)
«La vista y la claridad» imploraba un poeta a la virgen de Siracusa, a la que siempre vemos llevando un plato con sus ojos, porque esta Lucía «sponsa Christi», esposa de Cristo, siciliana de origen y napolitana por fervor popular (en Nápoles tiene cuatro iglesias y se la invoca en las barcarolas) protege de la ceguera y de enfermedades oculares.

La iconografía es patética, aunque parece deberse a una tradición tardía motivada por su luminoso nombre, que dice luz y resplandor. ¿O se arrancó los ojos siguiendo a la letra el consejo evangélico para no provocar deseos con su hermosura? Su antigua pasión no habla de nada de todo eso, pero sí refiere prodigios que defendieron su pureza cuando la iban a arrastrar a un burdel.

Sea como fuere, en sus imágenes los ojos, ventanas de la luz, uno de los dones que más apreciamos, no están en la cara, sino ofrecidos a Dios en una bandeja, estampa impresionante que desde niños nos familiariza con la entrega de lo más necesario y valioso para ganar el tesoro que no muere.

Así vive en el recuerdo, y en sus altares la devoción continúa encendiendo candelas, y en Suecia hay un vistoso rito que asocia la virginidad y sus blancos ropajes simbólicos con una corona de velitas para pedir luz, más luz, a la virgen siciliana.

Luz de los ojos del cuerpo para ver las maravillas de lo creado y luz del alma, la claridad, para distinguir los caminos de Dios en medio de la noche. Que santa Lucía nos ilumine ante el cortejo de tinieblas del mundo, el demonio y la carne. Nos dé la luz que es pura como la doncella mártir, alegre como sol en los días de invierno e impalpable como las certidumbres de Dios, el Padre de la Luz.

14 - Juan de la Cruz (1542-1591)
Juan de Yepes, el poeta del santoral, patrón de todos los poetas, hasta de los agnósticos, tenía una palabra angélica y estremecida que hace que a su lado los grandes líricos del idioma parezcan bastos, con demasiada tosquedad.

Su verso casi no tiene nada humano, es un soplo de inspiración y de música levemente vestida con apariencias de este mundo.

Muy joven aún conoció a la madre Teresa de Jesús, que andaba en sus tareas reformadoras de los carmelitas, y este encuentro fue capital para aquél a quien la santa llamaba su «medio fraile», porque era corto de estatura, y también su «senequita», por ser muy leído, muy sabio. Guiados por un afán de Dios, ambos van a trabajar juntos y a sufrir juntos.

«Terriblemente trata Dios a sus amigos», escribe Teresa de Jesús al enterarse de las tribulaciones que sufre fray Juan por la reforma, y sus hermanos de religión no le escatiman persecuciones, durísimas cárceles, como para romper la frágil humanidad del frailecito poeta, arrebatado y místico, sobre quien se abaten toda clase de desdichas corporales y morales.

Cuando habla de la noche oscura del alma, no es éste un tema poético para lucimiento de la pluma, sino una experiencia vivida hasta la muerte. Él reza, sufre, calla, escribe cuando puede sobre lo que puede, la búsqueda del Amado en medio de la noche.

Juan de la Cruz es un altísimo artista en quien la palabra comunica con un Dios inefable, que no se puede expresar, impotencia y tortura de la expresión humana que conocen todos los poetas, pero que en él se sublima en santidad: lo inexpresable es el objetivo no sólo verbal, sino también de toda su vida, límite de la palabra balbuceada que quiere ser eterna.

Fortunato de Poitiers (c. 530-c. 600)
Se llamaba Venancio Fortunato, había nacido en el norte de Italia, cerca de Treviso, se formó en Rávena y allí aprendió todos los secretos de la versificación, porque era un poeta habilísimo, sutil y delicado. Debía de tener treinta y tantos años cuando estuvo a punto de quedarse ciego, y al recuperar la vista por intercesión de san Martín, decidió peregrinar hasta la tumba del santo de las Galias.

Larga peregrinación, piadoso vagabundeo, sin duda también viaje de placer y de curiosidad. Cruza los Alpes, ve Maguncia, Colonia, Tréveris y Metz, pasa por París y finalmente, cumpliendo su voto, venera las reliquias de san Martín en Tours. No iba a volver a Italia ni a quedarse allí, sino que descubre un poco más el sur, en Poitiers, su segunda patria.

A partir del 567 le retiene en Poitiers la amistad de dos santas mujeres: la viuda del feroz soberano franco Clotario I, Radegunda, de quien será capellán, y su hija adoptiva, Inés, abadesa del monasterio de la santa Cruz fundado por la reina. Fortunato será allí sacerdote y luego obispo de Poitiers, dejando a la posteridad vidas de santos y un largo poema sobre san Martín de Tours.

Más famosos son sus himnos, como el Vexilla Regis (Los estandartes del Rey) y sobre todo el Pange, lingua (Canta, oh lengua), compuestos a petición de santa Radegunda para recibir solemnemente unas reliquias de la vera cruz, extraordinarios textos incorporados a la liturgia que hacen de Venancio Fortunato el mejor himnógrafo de los siglos oscuros.

Pero no olvidemos tampoco sus simpáticos y píos poemillas de lisonja, que le han valido ser patrón de cocineros, pasteleros y gastrónomos, por las golosinas que intercambiaba con la abadesa Inés y Radegunda, a quienes en Hinc me deliciis agradece el envío de huevos y ciruelas, no sin sacar del regalo una lección espiritual.

15 - Cristiana († c. 340)
En los primeros años del siglo v Rufino de Aquilea cuenta lo que dice que le han contado sobre la evangelización de las bárbaras tierras de Georgia, al este del mar Negro, y atribuye la primera semilla del cristianismo georgiano a una joven esclava.

Y con este insólito apelativo de «esclava» ha pasado al santoral esa muchacha que sin duda habían capturado en alguna acción de guerra o de pillaje, y a la que se dio el nombre de Nino y también de Cristiana, porque repetía muy a menudo el nombre de Cristo.

Dice que impresionó a todos por su bondad, por su devoción y por las curas milagrosas que hacía, y que cierta vez sanó a la misma reina. Su esposo, el rey, al perderse durante una cacería y verse en grave peligro, se encomendó también a aquel desconocido Dios, y al volver con los suyos sano y salvo rogó a Cristiana que le instruyera en su fe. Hubo muchas más conversiones y el monarca acabó pidiendo al emperador Constantino que enviase sacerdotes a Georgia para completar la evangelización del reino.

Se sabe que en tiempos de Constantino el cristianismo se predicó en la vecina Armenia, pero aparte de esta circunstancia carecemos de datos históricos que corroboren lo que dice Rufino. Y la leyenda, que se apoderó de la figura de Cristiana para embellecerla folclóricamente, añade más incertidumbre al relato.

Nosotros, en la penumbra de aquel rincón de Europa entrevemos el origen, quizás adornado por la poesía, de una comunidad cristiana por los medios más improbables: una sola persona, una muchacha extranjera de ínfima condición, sometida a esclavitud entre bárbaros, no puede pedirse menos. Es tan poco, suena a empresa misional tan descabellada que tenía que salir bien, porque a Dios le gusta demostrar que es Él quien hace las cosas con instrumentos incongruentes.

16 - Adelaida (c. 931-999)
La mujer fuerte de la férrea Europa con que concluye el primer milenio, imagen de una autoridad amenazada y combatida, reina y emperatriz, esposa y viuda, buscando entre luchas desgarradoras contra los de su sangre, el hijo y el nieto, un camino de santidad.

Nacida en el castillo de Orb, hija de Rodolfo II de Borgoña, a los siete años se concierta su matrimonio con el príncipe italiano Lotario, y diez años después, cuando Lotario ya es rey de Italia, se casa con él en Pavía. Pero el monarca no tarda en morir, quizás envenenado, y su viuda queda presa en el castillo de Garda a merced de un usurpador.

Consigue huir para refugiarse en Canosa, llama en su ayuda al emperador alemán Otón y contrae nuevas nupcias con él en el 951. Ambos serán coronados en Roma por el papa Juan XII como emperadores del Sacro Imperio.

Otón I el Grande quiere ser el defensor de la Cristiandad, pero, como suele ocurrir, teniendo al Sumo Pontífice bajo su tutela, y cuando muere en el 973 deja una herencia política muy complicada.

Adelaida sufrirá ahora la malquerencia de su hijo Otón II, a su muerte es regente durante la minoría de Otón III, y tiene que ocuparse de gobernar el Imperio, poner paz y resistir el embate de los bárbaros. Hasta que al final de su vida se retira a su Borgoña natal para consagrarse a la piedad bajo la dirección de piadosos varones como san Odilón de Cluny, que fue su primer biógrafo. Murió en el monasterio cluniacense que había fundado en Seltz, en Alsacia.

Siglos más tarde la vemos envuelta en majestuosidad, tenaz, firme y batalladora, agotándose en el cumplimiento de sus deberes, y sin mostrarnos las heridas y contradicciones de su existencia, que reservaba para Dios. En el santoral es toda hieratismo, recubriendo de fortaleza el temblor humano y la fatiga de la mujer que parece incansable y segura.

17 - Lázaro (siglo I)
Es el protagonista de un milagro clamoroso del Evangelio, la resurección del hospitalario Lázaro de Betania, hermano de Marta y María; cuando hace varios días que está sepultado y, como dicen a Jesús, «ya hiede», le llama el Maestro, ¡Lázaro, sal fuera!, y el cadáver recobra vida y aparece ante el pasmo de todos devuelto a la luz.

En torno a la figura de Lázaro la leyenda cristiana inventará mil historias poéticas y confusas; se le confunde con el mendigo homónimo de la parábola del rico Epulón y su nombre ampara los lazaretos o asilos para leprosos, se le hace viajar al sur de Francia, junto con las tres Marías, y allí evangeliza las bocas del Ródano con dignidad de obispo (así se le menciona sorprendentemente en el santoral: Lázaro, obispo) hasta morir mártir.

Todo eso es fantasía que adorna el hecho estupendo de una resurrección que ha hecho soñar a tantos: ¿cómo podía vivir de nuevo entre nosotros después de haber estado en el mundo de ultratumba? ¿Con qué desengañados ojos que han visto el más allá podía contemplar Lázaro el cotidiano trajín de su casa familiar de Betania?

Pero en el fondo san Lázaro, obispo o no, nos impresiona más que por haber provocado el gran milagro por una circunstancia especialísima que se menciona antes del hecho: Jesús le amaba, le amaba mucho, y lloró desconsoladamente ante su tumba. Jesús llorando ante todos por un amigo al que amaba.

¿Cómo debía de ser Lázaro para que Él llorase su muerte, para que le amase tanto? Sin duda era un hombre de bondad extraordinaria, un corazón hondo y generoso que despertó ese amor cuyos ecos resuenan en el Evangelio como para recordarnos la fibra humana y conmovida del Hijo de Dios que primero llora por la muerte de su amigo y luego, con unas breves e imperiosas palabras repite, ahora desde la muerte, el milagro de la creación, haciendo vivir.

18 - Winebaldo († 761)
Hermano de santa Walburga (a la que conocimos el 25 de febrero) y del obispo san Wilebaldo, su casi homónimo, así como pariente del gran misionero san Bonifacio, es uno más de este formidable grupo de anglosajones que en la primera mitad del siglo VIII sienten que las islas les quedan estrechas y van a evangelizar el continente.

El corazón del continente, esa Germania semibárbara donde introducen el Evangelio y la cultura; no había transcurrido mucho tiempo desde que fueron ellos los cristianizados y civilizados, cien años antes Roma mandó a san Agustín de Canterbury a Inglaterra, y ahora eran los anglosajones los que misionaban al otro lado del canal de la Mancha.

San Winebaldo, hijo de un príncipe de Wessex, fue en peregrinación a Roma, allí se hizo monje, en el 728 se trasladó a la Germania con san Bonifacio, predicó el cristianismo en la Turingia, y más tarde le encontramos como abad de Heidenheim, la fundación de su hermano (Walburga iba a ser abadesa de la comunidad femenina), a la que convirtió en un importante centro para la formación del clero.

De él no se sabe mucho más, es uno de esos hombres que en los siglos oscuros reúnen en un solo afán la cultura y la fe, que tienen el corazón en Roma (es curioso que los santos ingleses hayan sido siempre tan fervorosamente romanos, como temiendo la tentación de un peligroso particularismo) y la actividad en todas partes, sin más patria que el mensaje al que entregan su vida.

19 - Eva (Antiguo Testamento)
«Madre de todos los hombres» ─Eva en hebreo significa «vida»─, la santa más inesperada del calendario. Pero ¿no habíamos quedado en que fue la culpable del pecado original? Porque «por una mujer comenzó el pecado, por culpa de ella morimos todos», se lee en el Eclesiástico. Extraña santa a la que recordamos por el mal que introdujo en la humanidad.

Desde la última lejanía de los tiempos, Eva, como en los capiteles románicos -ojos inmensos y sorprendidos, desnuda, cubriendo sus vergüenzas con la cabellera destrenzada y larguísima-, sigue preguntándonos: ¿Lo hubierais hecho mejor?

Salta a la vista, por nuestra conducta habitual, que no lo hubiéramos hecho mejor, pero para excusarse hay que acumular toda la responsabilidad en cabeza ajena. Débil y conmovedora, imprudente, tentada por la curiosidad y la ambición (¿y si fuese verdad eso de «seréis como dioses»?), en el Génesis aparece como una figura no ya muy femenina, sino humanísima. Somos de su linaje, a qué negarlo.

No podemos ni imaginar lo que era el mundo antes de aquel pecado, antes de que nuestros primeros padres entrasen en el orden de la naturaleza, que comparte padecimiento, frustración y muerte, pan ganado con el sudor y dolores de parto. El Paraíso terrenal se difumina en una imagen edénica en la que no nos reconocemos.

En cambio, en la Eva caída, desobediente, frágil, no hay que hacer ningún esfuerzo para ver cómo somos, y las consecuencias de toda aquella historia no sólo son la catástrofe, sino también la misma condición de nuestro complicado vivir. «Félix culpa» teológicamente hablando, ya que por lavarla se encarnó el mismo Dios, y que ha hecho la realidad de la que formamos parte, que nos ha hecho a nosotros.

20 - Domingo de Silos (1000-1073)
Natural de Cañas, un pequeño lugar de la Rioja, cerca de Nájera, Domingo Manso fue pastor en su niñez, y luego se retiró a hacer vida solitaria hasta pedir su admisión como monje benedictino en el monasterio de San Millán de la Cogolla:

Descendió de los yermos el confesor honrado,
vino a San Millán, logar bien ordenado,
demandó la monjía, diéronsela de grado

nos cuenta Berceo, su poeta. Quien refiere cómo más tarde fue elegido prior con gran contento de todos los monjes, porque «beneita la grey que ha tal pastorciello».

Domingo será el valiente defensor de los tesoros de San Millán amenazados por la codicia del rey don García de Navarra, su actitud le vale el destierro, y en la Castilla de Fernando I, hacia el 1041, encuentra su nuevo y definitivo hogar, el monasterio burgalés de San Sebastián de Silos, que ahora lleva el nombre de su restaurador, de la misma manera que Domingo ha pasado a la historia como el santo silente.

«Abad de santa vida, de bondad acabado», así le describe Berceo, convertirá Silos en un gran foco de piedad, arte y cultura, y todavía hoy el monasterio está lleno de recuerdos de su gran obra. Como abundan también los testimonios de su taumaturgia, librando milagrosamente a los cautivos de los moros.

Sus reliquias fueron muy veneradas, y ante ellas oró mucho Juana de Aza, quien prometió dar el nombre del santo al hijo que iba a tener y que ofrecía a Dios; éste sería santo Domingo de Guzmán, cuya fama ha eclipsado a la de su patrón, llamado el Antiguo desde entonces.

21 - Pedro Canisio (1521-1597)
El holandés Peter Kanis, hijo del burgomaestre de Nimega, cumpliendo los deseos de su familia iba a ser abogado, y para obtener el título fue a estudiar a la universidad de Colonia; sólo que allí cambió el rumbo de sus estudios y hasta el de su vida, dejó las leyes por la ciencia teológica, y debido a la amistad de Pedro Fabro, uno de los primeros jesuitas, hizo los ejercicios ignacianos y en 1543 ingresó en la Compañía de Jesús.

Después de ordenarse estuvo como teólogo en el concilio de Trento, convivió en Roma con san Ignacio y por fin éste le envió a la universidad de Messina, de la que fue profesor, hasta que en 1549 se le destina a Centroeuropa, que va a ser su gran campo de acción durante treinta años.

En Viena, donde hacía casi un cuarto de siglo que no se había ordenado ningún sacerdote, desarrolla una actividad increíble, y cuando se le nombra provincial de los jesuitas para Alemania, Austria y Bohemia se convierte en la columna de la Contrarreforma en aquellos reinos, en el canis austriacus, como le llaman los protestantes haciendo un juego de palabras con su apellido, que defiende el catolicismo con una fidelidad tenaz e inteligente.

Enseña, predica, funda colegios y seminarios, sirve de portavoz al papa, aconseja al emperador, polemiza con los reformados -insistiendo siempre en no renunciar por nada a la caridad y a la comprensión-, organiza misiones populares, redacta un famoso catecismo que se traduce a doce lenguas, y cuando muere en Friburgo de Suiza tiene ya ese semblante enérgico, bondadoso y devastado que vemos en el retrato de Doménico Custos.

Es un soldado más del ejército ignaciano, casi sin historia personal, absorbido en su labor infatigable de «segundo apóstol de Alemania», como suele llamársele, poniendo toda su existencia, su saber y su capacidad de amor en ser el paladín, como él decía, de «nuestra buena madre, la santa Iglesia romana».

22 - Francisca Javiera Cabrini (1850-1917)
Francesca María, una de las numerosas hijas de un campesino lombardo, siendo niña estuvo a punto de ahogarse en un río y desde entonces sintió un miedo invencible al agua; por amor de Dios estaba dispuesta a todo, pero no podía ni pensar en embarcarse.

A los dieciocho años era maestra de escuela, pero cuando quiso ser religiosa por culpa de su débil complexión y de sus vómitos de sangre la rechazaron en dos conventos, nadie quería a una monja tan enferma que no iba a servir para nada.

Más tarde reorganizó un hospicio en Codogno constituyendo un pequeño núcleo de jóvenes piadosas, el obispo de la diócesis no aprobó el intento, y hasta 1880 las autoridades eclesiásticas no bendicen una de sus iniciativas; se trata ahora de unas Hermanas misioneras del Sagrado Corazón que se instalan en Milán y a quienes León XIII quiere mandar muy lejos.

La madre Cabrini sueña con la China (por eso añade a su nombre el de san Francisco Javier), pero el Papa la manda a los Estados Unidos, donde un gran número de emigrantes italianos viven en condiciones tristísimas, sin la menor asistencia material y espiritual. Y en 1889 la fundadora y seis hermanas desembarcan en Nueva York.

Esta monja incansable («Trabajemos, trabajemos, hay toda una eternidad para descansar») recorre el país fundando escuelas, orfanatos y hospitales, venciendo enormes obstáculos entre los que hay que contar el de la lengua (porque el inglés se le resistía) y el de su dificultad para comprender un ambiente protestante.

Se ocupa además de los presos de Sing-Sing y también va a Sudamérica hasta fundar un total de sesenta y siete casas. Cruza el Atlántico infinidad de veces y cuando muere en Chicago ya es súbdita de los Estados Unidos.

23 - Juan Canelo (1390-1473)
Era polaco, nacido cerca de Oswiecim, estudió en la universidad de Cracovia, se ordenó de sacerdote y fue durante largos años profesor de teología en esta universidad. Se le recuerda como muy docto, caritativo y moderado en las controversias religiosas, elogio raro en esta época y estos ambientes, donde las disputas sobre interpretación de la Biblia se llevaban a sangre y fuego.

¿Qué más? Peregrinó a pie a Tierra Santa y en cuatro ocasiones visitó como romero la capital del mundo. Aparte de estos devotos recorridos, su biografía carece de grandes episodios que se salgan de la normalidad, fue un hombre sabio, piadosísimo y limosnero, y se santificó en su cátedra y en el ejercicio cotidiano de las virtudes.

Sin embargo, para poner una nota de color en la evocación, aquí está la famosa anécdota de los salteadores de caminos que le desvalijaron haciéndole prometer que no escondía ningún dinero; cuando iban a alejarse Juan Cancio les llamó porque rebuscando acababa de descubrir que aún le quedaban unas monedas en el fondo de un bolsillo, y para hacer honor a su palabra lo justo era que se las entregase también.

¡Qué cosas hacen los santos! A menudo tienen ocurrencias bien poco recomendables que atentan contra el sentido común del que nos sentimos tan orgullosos. Cumplir los mandamientos, bueno, pero todo tiene un límite, parece que hay unas fronteras más allá de las cuales tomarse el Evangelio al pie de la letra equivale a participar ya de la insensatez.

En esta historia lo de menos es que los ladrones, como dice un pío hagiógrafo, «admirando su virtud, no solamente no le quitaron aquellas monedas, sino que le restituyeron todas las que le habían hurtado, pidiéndole perdón y partiéndose de su presencia muy compungidos de su pecado»; lo singular es la fantástica dimensión humana que revela el hecho, mezcla de indiscutible señoría sobre la llamada cordura y de humor secreto e involuntario, como de quien sobrevuela los límites de la seriedad comúnmente admitida.

24 - Gregorio († 303) y Charbel Majluf (1828-1898)
Gregorio era un sacerdote de Spoleto, en la Umbría, de quien se nos dice que con sus virtudes y sus milagros provocó la ira y el escándalo de las autoridades del Imperio, que mandaron a la ciudad a un sicario llamado Flaco para hacer que se sometiera a la religión oficial.

Acusado de ser «rebelde a los dioses» ─significativa fórmula que sería hermoso volver a levantar como bandera─, se le sometió a toda clase de torturas, y murió decapitado en medio del anfiteatro, fiel a su rebeldía.

Muchos siglos después, en el atormentado Líbano moderno, donde los católicos de rito sirio llamados maronitas eran perseguidos por los drusos, el humilde hijo de un mulero, Joseph Zarun Majluf, ingresa a los veintitantos años en el monasterio de San Marón, en Annaya, donde se ordenó de sacerdote en 1859.

Pero no le bastaba ser un monje modelo de piedad, trabajo y obediencia, y queriendo imitar a los padres del desierto, en 1875 se hizo ermitaño, y llevó una vida sencilla y austerísima en una desnuda celda que muchos visitaban para pedir sus consejos, sus oraciones y su bendición.

Charbel (canonizado en 1977) y Gregorio, ambos muertos la víspera de Navidad, la anuncian como dos disconformes del mundo, y dan a esta gran fiesta que a menudo se interpreta con blanduras sentimentales, un signo de recios independientes, subrayando el amor de Cristo con una firme actitud de despego para los dioses de la tierra.

25 - Navidad
La fecha es convencional, en los primeros tiempos de la Iglesia se celebró en otros días y sólo hacia el siglo IV se fue fijando en este 25 de diciembre para recubrir y santificar una celebración pagana, la del solsticio de invierno.

Poco importa no tener datos fiables de registro civil para el nacimiento de Cristo, porque éste es un lugar en la Historia que vive por la fe y que sin ella no es nada.

Ahora, se nos ha vaciado de sentido acogiéndose al folclor y al pretexto para el consumo, con una petición poco comprometedora de que, al menos hoy, seamos buenos. ¿Quién no quiere ser bueno? Sobre todo, cuando la exigencia es tan modesta, veinticuatro horas o, todo lo más, lo que suele llamarse con barata emotividad, esos días entrañables.

El mundo actual no destruye, caricaturiza: en vez del amor de Dios que se hizo hombre para salvarnos, los buenos sentimientos a plazo fijo, y junto al belén, que habla del Creador que se nos iguala en humildad y pobreza, el alborozo comprado con nuestro dinero. La Virgen, san José y el Niño, en sus figurillas de barro, son el alegre corazón del universo, que a pesar de todo es esperanza.

Los hombres vivirán para siempre gracias al día de Navidad, canta un villancico, resumiendo así ingenua y profundamente la teología al alcance de todos. En medio de tanta mascarada, Dios sonríe por encima del tiempo, y su sonrisa es la gran fiesta que celebramos.

26 - Esteban (siglo I)
San Esteban sigue a la Navidad como una brillante estela de martirio después de la gran fiesta. El Protomártir es el que señala el camino a los demás, y por si cupiera alguna duda, manifiesta en su persona lo que es la imitación de Cristo. Muy cerca del nacimiento del Salvador, a su sombra, indica así las consecuencias inmediatas, heroicas, de seguir su ejemplo.

En los Hechos de los apóstoles ─la única fuente conocida─ se nos aparece como activo, arrebatado y sin temores; cumple su misión de diácono entre los judíos de lengua griega (como debía de serlo él), predica desafiantemente la verdad y exacerba las pasiones sólo con proclamarla.

Es valiente, locuaz, y su largo discurso, que san Lucas debió de conocer gracias a san Pablo, quien formaba parte del tribunal, es todo un reto; pero en su muerte no hay ningún alarde, el hombre que inauguraba el martirologio no hace teatro, «su rostro es como el de un ángel», sólo piensa en que a sus lapidadores no se les impute el crimen.

Y guardando la ropa de aquella jauría furiosa, que se había desembarazado de sus mantos y túnicas para tener más libertad ele movimientos, para sentirse más cómodos matando, está el joven Saulo, que colabora de esta manera en castigar al blasfemo. «Saulo aprobaba su muerte» (la Escritura no es blanda con nadie, ni con los grandes apóstoles).

Por Saulo, futuro perseguidor de la Iglesia, también había pedido Esteban antes de morir, y quién duda que la plegaria de un mártir tiene una fuerza incontenible; hubiesen podido convertirse algunos de los feroces judíos que le apedreaban, pero el Espíritu Santo eligió al ayudante de los verdugos, y la sangre de Esteban dio como fruto la conversión del que luego sería san Pablo.

27 - Juan Evangelista (siglo I)
Uno de los doce elegidos, pescador como la mayoría de ellos, el hermano de Santiago, a quien se parece en la impetuosidad irrefrenable, y uno de los pocos que asisten a la Transfiguración, como más tarde también uno de los que permanecen al lado de Jesús en la noche de Getsemaní. En el resplandor de la gloria y en las tinieblas de la agonía del huerto de los olivos allí está Juan.

Pero hay otros episodios en los que es objeto de una predilección única: es él a quien, desde la cruz, Jesucristo confía a la Virgen María, personificando en Juan a toda la humanidad, y el discípulo recostado sobre el pecho del Hombre Dios en la última cena. Es «aquél a quien amaba Jesús», escueta frase que no ha dejado de conmover a los creyentes.

¿Por qué él y no Pedro, por ejemplo, a quien entregará las llaves del Reino, u otro de los suyos? Una tradición muy antigua supone que ello se debe a su virginidad, Juan es el discípulo virgen que por serlo es el receptáculo preferido del amor de Dios, y así la iconografía le representa jovencísimo e imberbe, aunque también, ay, con cierto aire de ternura débil y casi afeminada.

En cambio, las citas evangélicas le aluden varias veces como enérgico e impaciente, y su gran longevidad ─se le supone vivo hacia el año cien, con lo cual debió de ser el superviviente del colegio apostólico─ nos da de él una imagen muy distinta: un anciano venerable y barbudo que en las soledades de su exilio en la isla de Patmos tiene las visiones del Apocalipsis y escribe el cuarto evangelio.

Juan, águila de la teología, es quien más profundiza en la verdad porque amó más al Señor, como fue el más amado por Él. De dos hombres se dice en los evangelios que Jesús les amaba: de Lázaro, a quien rescató de la muerte, y de Juan, a quien dio larga vida y las luces más altas para escribir sobre la salvación.

28 - Santos Inocentes (siglo I)
La fiesta tiene un regusto de cuento infantil de miedo: el ogro Herodes hace degollar a unos recién nacidos que son la total inocencia indefensa. Éste es el horror que se evoca, y su sentido no puede estar más claro: los Inocentes mueren en lugar del Niño Jesús; Herodes, en su desalmado propósito de matar al Niño Dios, los mata a ellos.

Como siempre, en la vida espiritual nada pertenece sólo a la historia como pasado, todo dura, pervive. Hoy los Inocentes no mueren a filo de espada, sino de aséptico bisturí, la orden de matar la dan sus propias madres bajo el amparo de la ley que firman reyes y políticos, y la matanza universal se juzga un signo de progreso y un paso más hacia la felicidad.

En circunstancias, pues, mucho más odiosas que las del despotismo de Herodes, la Iglesia sigue celebrando el recuerdo de esos mártires que no sabían que lo eran; mártires sustitutos de Cristo, imágenes suyas, como todos, ya que cualquier martirio sólo tiene valor en la medida en que es imitación de Cristo. Y en el calendario se emparejan con el justo Abel, primera víctima de la historia de la humanidad.

Caín mata a Abe! porque, al no poder matar a Dios, destruye su imagen asequible, como Herodes, y éste es siempre el fondo del pecado contra la caridad fraterna: el miedo y la impotente rebeldía ante Dios se desfoga con el prójimo, la criatura divina, y así las últimas razones del criminal son de deicidio frustrado.

En el misterio de la salvación, los pequeños mártires que sacrificó Herodes tienen derecho a un rincón del territorio de la gracia, como los niños a quienes no dejamos nacer. Inocente puede sonar a ridículo, es sinónimo de tonto, inútil coartada para convencernos de que hay vidas prescindibles. Pero ninguna lo es, puesto que Dios nos garantiza a todos contra la nada.

29 - Tomás Becket (1118-1170)
«El glorioso obispo Tomás que cayó herido de muerte por las espadas de los impíos», dice la colecta de la misa de hoy. Martirio y crimen de Estado, como en la persona del otro Tomás inglés, cuatro siglos más tarde, y la semejanza entre ambos no pasó inadvertida a Enrique VIII, quien después de decapitar a Tomás Moro dispuso que las cenizas de Becket fueran arrojadas al Támesis.

Pero su fama era excesiva para que se olvidase fácilmente: canonizado sólo tres años después de morir, su sepulcro en Canterbury fue centro de peregrinaciones durante toda la Edad Media, y su culto se extendió con una rapidez inaudita por Europa. Incluso tras la Reforma, los ingleses nunca dejaron de admirar a ese mártir tan inglés, en el cual en el fondo se reconocían, impasible, gallardo y testarudo hasta dar la vida por la causa que había abrazado.

En esta causa -la defensa de los derechos de la Iglesia frente a los abusos reales- hay componentes históricos que hoy nos resultan lejanos, pero lo que se ventilaba en la pugna entre Enrique II Plantagenet y su canciller y luego arzobispo de Canterbury, no era tanto una cuestión de intereses como lo que se ha llamado el honor de Dios. Y por el honor de Dios, por su gloria, Tomás fue asesinado en la catedral de Canterbury por unos caballeros del rey.

Tomás Becket fue primero un canciller fastuoso y derrochador, amigo de cacerías y de fiestas, más tarde arzobispo primado ─que eligió el propio rey como instrumento suyo─, un hombre espiritual y austero que dedicó su vida y su muerte a cumplir con su deber. «Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia», fueron sus últimas palabras, sabiendo que «el Destino reposa en las manos de Dios, no en las manos de los que gobiernan», como hace decir el poeta Eliot al coro de Asesinato en la catedral.

29 -David (c. 1000 - c. 975 a. C.)
Una de esas figuras tremendas y apasionadas del Antiguo Testamento en las que la santidad se entrevera de violencia y caídas; no hay nada en él de la convencional imagen del santo de peana, es un humanísimo pecador con mucha fe, y con su nombre se resume la estirpe del Mesías, al que se llama hijo de David.

«Fuerte y valiente, hombre de guerra», le describe el primer libro de Samuel. ¿Quién no recuerda al héroe triunfante y juvenil que esculpieron Donatello, Miguel Ángel y Bernini, el pastor que triunfa con su honda del gigantesco Goliat? Porque «con él está Yavé».

Desterrado por celos del rey Saúl, elegido monarca por Judá, luego reina sobre todo Israel, conquista Jerusalén, traslada el Arca de la Alianza, ante la que baila «como un juglar» con alegría incontenible. Momento cenital de triunfos y gloria, con las grandes promesas que le hace Dios.

Pasan años, ciego de pasión hace matar a su general Urías para casarse con Betsabé, el profeta Natán le reprocha homicidio y adulterio, él se arrepiente, pero le esperan el dolor y el luto en sus hijos: incesto de Tamar y Amnón, rebelión y muerte de Absalón, usurpación de Adonías.

Final: el gran rey, ya muy viejo, ni siquiera puede entrar en calor, y buscan por todo Israel a una joven virgen, Abisag, para que le cuide y le sirva. El músico que adormecía la tristeza de Saúl con el arpa, el inspirado cantor de los salmos, lleno de pesadumbre y de frío, recuerda su trepidante vida, y se duerme en Dios como si oyese una misteriosa música. Ahora la escena es un sombrío claroscuro de Rembrandt, con una extraña claridad que ilumina el alma.

30 - Traslación de Santiago
El fogoso Santiago que tiene su fiesta en julio también está presente en los gélidos días del fin de año con el recuerdo de una leyenda española que ha acabado por convertirse en carne histórica de la misma España. Después de morir, Santiago gana una batalla de evangelización en la extremidad del mundo conocido, junto al finisterre y entre gentes no poco extremosas.

En su múltiple representación de apóstol, peregrino y caballero, Santiago no se conforma con descansar después de los afanes de su vida y de su martirio, y desde el puerto de Jaffa, se nos dice, sus restos viajan por el mar mientras sus discípulos «suplican afectuosamente al Señor que los guíe y enderece a aquella parte donde quería que el santo apóstol fuese sepultado».

El navío «llega a la costa de España, y entrando por el estrecho de Gibraltar y rodeando sus dos lados de Oriente y mediodía, finalmente aportó a Galicia, a la ciudad de Iria Flavia, que ahora se llama El Padrón. De allí fue llevado el santo cuerpo a donde ahora es Compostela, y puesto en un arca o sepulcro de mármol donde estuvo encubierto por más de quinientos años, hasta que en tiempo del rey don Alfonso el Casto, Dios le reveló por medio de muchas luces».

En aquel «campo de estrellas» compostelano, en la segunda década del siglo IX, Teodomiro, obispo de Iria Flavia, descubre el sepulcro, y éste es el origen de la basílica actual, de la ciudad y del camino santiagués que durante siglos atrajo peregrinos de todos los confines de Europa.

«Luego comenzó el santo apóstol», prosigue Ribadeneira, «a mostrar a los españoles su favor en las batallas que tuvieron contra los moros, y diversas veces fue visto armado de todas armas ir delante de los escuadrones de los cristianos y pelear con fuerzas del Cielo hasta desbaratar los ejércitos de los bárbaros y alcanzar de ellos gloriosa victoria».

No es éste, claro está, un santo apacible, tal vez por eso se encomendó a la devoción de los españoles.

31 - Silvestre († 335)
San Silvestre es el remate de esta casa de los santos, el último día, el cierre de la corona, papa venerable y barbado al que vemos con el hierático rostro convencional con que aparece en el fresco de los Cuatro santos coronados en Roma, o en la bella representación del vitral de Chartres.

¿Qué sabemos de él? Que construyó iglesias, muchas iglesias, por lo cual es patrón de albañiles y canteros. Papa constructor, cicatrizando las heridas de las persecuciones todavía muy recientes, asentando la paz, cristianizando Roma, tal como nos lo muestra la leyenda según la cual selló las fauces de un dragón que moraba en una gruta del Capitolio.

Alegoría es también el supuesto hecho de que bautizó al emperador Constantino después de sanarle de la lepra, y apócrifa es asimismo la donación constantiniana, según la cual el emperador concedió a Silvestre y a sus sucesores el dominio temporal de Italia. En la historia los símbolos más puros se contaminan y degradan, la mística degenera en política.

Pero hoy queremos verle según su posición extrema en el calendario, resumiendo toda la santidad y la experiencia del año, pletórico de nombres gloriosos, derramando una mirada cristiana sobre el paganismo de estas fiestas. San Silvestre nos valga, porque si la Iglesia de su época cristianizó el mundo pagano, el mundo moderno ha paganizado la cristiandad.

Triunfos los nuestros provisionales y frágiles, san Silvestre hoy abre los brazos para bendecir la rueda de los días, que mañana seguirá girando con otro guarismo, bajo la providencia de Dios que cuida del tiempo, en espera de ser desechado como un juguete inservible ya para la plenitud de su amor.