23/04/2024

Santos – Agosto

1 - Alfonso María de Ligorio (1696-1787)
Larga y fecunda vida la de este retoño de nobles napolitanos que fue abogado brillante, sacerdote, fundador, misionero, músico, poeta, obispo, un poco arquitecto, gran predicador, penitente, y todo ello en el siglo de Voltaire; fue también el teólogo de la Virgen, y en medio de los equívocos de una Iglesia jansenizada, el campeón de la misericordia de Dios y de los merecimientos universales de la muerte de Cristo.

Murió nonagenario después de una gran tarea dedicada a reparar, a rehacer y reconstruir todo lo que la Ilustración y el jansenismo estaban socavando; un santo tenaz y resistente que acude a cerrar todas las brechas que abre en la casa un tiempo descristianizado y sin Dios.

Pero cuando se habla del Ligorio se alude a su tratado de teología moral, que ha sido guía insustituible durante muchísimos años. De su inmensa labor este libro ha sido lo más visiblemente duradero: los casos de conciencia, las dudas, los escrúpulos, los debates morales dudosos allí se plantean, se discuten, se iluminan con la fe. El apoyo de los inseguros, el faro de los atormentados por luchas oscuras.

Y no obstante, al final de su vida él fue probado precisamente en el terreno en el que era maestro: la tentación, el miedo a condenarse, la sobrevaloración malsana de las propias culpas. Años terribles de aridez y tiniebla espiritual en los que de poco le valió su sabiduría.

El que había fijado los criterios de la conciencia pierde así el norte y vive el desamparo, el gran teólogo de la moral no acierta a orientarse a sí mismo. Y sin duda la lección que saca el santo es la de que nadie ha de enorgullecerse de saber mucho de Dios y de las almas, recordando en la herida más íntima que su negocio mayor es personal y frágil, que no depende del saber sino del vivir.

2 - Eusebio de Vercelli († 371)
Sardo de nacimiento, vivió en Roma, se ordenó sacerdote y por sus virtudes se le nombró obispo de Vercelli, en el Piamonte, diócesis en la que fue, además de pastor y organizador, algo parecido a un abad para con sus clérigos, que vivían bajo su dirección en una especie de comunidad monástica.

Al cabo de un tiempo acabó la paz, y el arrianismo condenado en Nicea rebrotó fortísimamente con la ayuda del emperador Constancio, a quien se atribuye la famosa frase cesaropapista de «el canon es mi voluntad». En el sínodo de Milán del 355 fueron pocas las voces que se elevaron contra las pretensiones heréticas de Constancia, y la firmeza de Eusebio de Vercelli le valió el destierro.

Sabemos que, en condiciones muy duras, porque se han conservado cartas del obispo escritas durante esta época, cuando vivió en Palestina, en la Capadocia y en Egipto, sufriendo humillaciones y malos tratos. Por fin, a la muerte del emperador pudo volver con su grey, no sin antes pacificar los ánimos, muy agitados por la controversia, en Oriente.

De nuevo en Italia, junto con Hilario de Poitiers, siguió combatiendo con toda energía el arrianismo, pero siempre con cordura y caridad, demostrando que la persecución no le había hecho fanático; la intransigente defensa de la verdad era conciliable con el afán de concordia y el respeto a los demás. «Eusebio comprendía cada vez mejor a los hombres», dice un hagiógrafo moderno, «y no pretendió ser un hombre de partido, sino que sólo quiso ser un hombre de Dios».

Obispo sin más bando que el de la ortodoxia ni más política que el amor fraterno, merece que se le recuerde como ejemplo de conducta episcopal no siempre imitada.

3 - Pedro Julián Eymard (1811-1886)
Contemporáneo y amigo del Cura de Ars, de quien tan cerca está en el calendario,fue como él un cura francés que en pleno siglo xrx señala la primacía absoluta de lo espiritual; mientras el mundo se vuelca en el utilitarismo y diviniza la razón, él escandalosamente antepone a todo la presencia invisible de Dios.

Nació en La Mure, en el departamento de Isere, al este de Francia, hijo de un antiguo labrador arruinado, y creció en el ambiente de la Restauración con el afán de reconstruir la conciencia cristiana después de los estragos que habían causado los nuevos paganismos revolucionarios e imperiales.

En su familia no encontró ayuda para su vocación religiosa, pero al fin consiguió estudiar en el seminario de Grenoble y se ordenó en 1834. Durante la monarquía de Julio parece un hombre inquieto que no acierta a vivir el ideal que persigue; cura rural en un principio, como san Juan Bautista Vianney, luego marista en Lyon, cree que tal vez su puesto puede estar entre los misioneros que van a tierras lejanas, pero también se equivoca y no saldrá del país.

Y en 1856 le vemos fundando una orden eucarística, el Instituto de los sacerdotes del Santísimo Sacramento, que difunde la práctica de la adoración perpetua. En vez de la actividad exterior convirtiendo infieles, busca el núcleo mismo de la fe en la presencia real de Jesucristo en las especies sacramentadas.

Ante los males del siglo es una iniciativa a simple vista sorprendente. No hace nada práctico y visible, nada en lo que la sociedad vea unos frutos -cuidar ancianos o enfermos, fundar escuelas- que le hagan aceptable como contribución útil, vive para algo que se juzga incómodo, superfluo e incompresible, una pérdida de tiempo, aunque, como sabemos, Jesucristo opinaba que había elegido la mejor parte.

4 - Juan Bautista Vianney (1786-1859)
Cuéntase que en Dardilly, su puelo natal, cierta noche sus padres albergaron a un pordiosero peregrino, Benito José Labre, que pagó con su bendición al niño de tan hospitalarios labriegos; y con ella debió de comunicarle el carisma del desecho humano, de los que parecen no servir para nada. La santidad se contagia y su estilo personal también.

Así fue, Juan Bautista no era gran cosa: hijo de pobres, pastor de tres cabras y un asno, desmedrado y frágil de salud, ignorante, romo de inteligencia hasta el punto de que acabó ordenándosele por compasión. Y desertor del ejército de Napoleón para remate, ¿qué podía hacerse de un hombre como él?

Mandarle a la parroquia más olvidada y humilde, Ars-enDombes, y que fuera lo que Dios quisiese. Dios quiso que, con su piedad, su penitencia, su trabajo y su ejemplo la aldea se convirtiese en el centro espiritual de Francia, lugar de peregrinaciones y prodigios, porque los pecadores acudían a él por millares.

Sin embargo, «ese pobre curita que ha armado tanto revuelo», como decía de sí mismo, no era fácil ni halagador, más bien un rigorista de la vieja escuela («mi tentación es la desesperación») con métodos muy sencillos: oración constante, dieciocho horas diarias de confesonario, sacrificio, predicación elemental e irresistible, desvelos por todos sus feligreses…

Sin ningún medio humano a su alcance, porque no tenía nada, el cura de Ars, cumpliendo al máximo con su deber, atormentado pero lleno de luz sobrenatural, manteniendo grandes refriegas con el Demonio («hace tanto
tiempo que nos tratamos que somos casi como camaradas»), hombre de exigencia y de misericordia, se convirtió en un gran santo. Y es el patrón de los párrocos de todo el mundo, lo cual es su mayor título de gloria.

5 - Afra (¿† 304?)
Nos la han descrito como una joven de Augsburgo, en la Baviera, que al igual que toda su familia se dedicaba a comerciar con su cuerpo. Otra ramera en el santoral, como María Magdalena, María Egipcíaca y Tais, está claro que el reino de los Cielos no pide antecedentes de honorabilidad antes de abrir sus puertas.

Se dice que cuando la persecución de Diocleciano Afra acogió en su casa a un obispo extranjero, san Narciso, creyendo que era un cliente más; el santo varón le aclara el motivo de su presencia allí, ella se convierte y cierra el burdel, lo cual provoca iras y una denuncia a las autoridades por cristiana.

¿Cómo es posible que seas prostituta y cristiana?, le preguntan, y le exigen que sacrifique a los dioses. La respuesta está muy bien por lo frío y razonable de la argumentación: Mi cuerpo ha pecado, que sufra las consecuencias, pero no corromperé mi alma con la idolatría. Por eso ordenaron que fuese quemada viva en una isla del río Lech.

No hay constancia histórica solvente de todo este relato de la Leyenda Dorada, pero, con más o menos adornos, sin duda procede de algún núcleo real. Sea como fuere, este ejemplo de conversión espectacular seguida del martirio tiene todo el sabor de la cándida hagiografía de muchos siglos atrás, que atendía más a la verdad alegórica, que es la perdurable, que, a la estricta veracidad de los hechos, al fin y al cabo anécdotas que cada cual ha de interpretar a su modo.

Afra, la Africana, patrona de meretrices y arrepentidas, lo es también de las almas del Purgatorio porque murió en una hoguera, símbolo del fuego de las pasiones, entre cuyas llamas volvió a nacer como el Ave Fénix de sus cenizas.

6 - Justo y Pastor († 304)
Son los hermanos mártires de Alcalá de Henares, la antigua Complutum, que murieron durante la gran persecución de Diocleciano, cuando el prefecto Daciano recorría España y se esforzaba por ahogar en sangre los testimonios de fe. Vicente de Zaragoza, Eulalia de Mérida y tantos otros fueron víctimas suyas cuyos nombres perpetúa el santoral.

Y también estos dos niños de corta edad, se cree que, de unos siete o nueve años, quizá degollados en las afueras de la población, donde hoy se levanta una basílica. Dos corderos al cielo sacrifican, primicias ya de innumerables santos, dice un soneto de Lope, cantor de los patronos de Alcalá y de toda la diócesis de Madrid, aunque su culto se propagó también por el resto de España (se cree que la iglesia de Barcelona que lleva sus nombres, quizá fundada en el siglo IV, es la más antigua de la ciudad) e incluso más allá de los Pirineos.

Prudencia en su Peristéfanon, Venancio Fortunato, san Isidoro, san Ildefonso y otros muchos nos dejaron encendidos elogios de estos pequeños mártires, cuyas actas, muy tardías, no son de fiar; de Justo y Pastor en realidad sólo conocemos su gesto, todo lo demás es fervor y leyenda, retórica más o menos loable.

El hecho de que fueran unos parvulillos sin duda influyó en su popularidad, y entre miles de mártires anónimos ellos han traspasado la frontera de los siglos, negándonos más explicación que la que puede aportar su muerte, como si toda su existencia, su verdad y su fe se concentrasen en el misterio de escoger el martirio para que hoy nos acordemos de ellos y de lo que significaron.

7 - Cayetano de Tiena (c. 1480-1547)
El joven Gaetano, hijo de condes y natural de Vicenza, tenía un gran futuro cuando estudiaba Derecho en la Universidad de Padua, y luego, después de recibir la indispensable tonsura, cuando era protonotario apostólico en la Curia de Roma. La Roma de Julio II en todo su esplendor semipagano, que debió de herir su exigente sensibilidad.

Mientras el Papa se enzarza en guerras y ambiciosas empresas de política, se construye San Pedro del Vaticano y pinta Miguel Ángel -cuando Lutero está a punto de levantar su grito de rebelde-, Cayetano se ordena a los treinta y seis años, y Roma se queda estupefacta ante una piedad que no es frecuente entre los clérigos: celebra misa todos los días, recomienda que se comulgue a menudo, se mortifica y atiende a los necesitados.

La Iglesia tiene que reformarse, pero por dentro, a través de los caminos del Espíritu, y con el obispo Caraffa -que luego será Paulo IV- en 1524 funda una congregación de clérigos regulares, los teatinos (de Teate, nombre latino de Chieti, la sede de Caraffa), cuyo apostolado tiene por medios la misa, los sacramentos, la sencillez de la predicación y el cuidado de enfermos, pobres y presos.

Una originalidad: no pueden pedir limosna, «fiándose de aquella Providencia / que los puede entender sin que la hablen», como dice del fundador un poeta. El instituto crece así con enormes dificultades, pero se desarrolla al tremendo impulso del que llamaban «el santo de la Providencia», o también «venator animarum», el cazador de las almas.

El saco de Roma le obliga a vivir en otros puntos de Italia, extendiendo su labor, por fin se radica en Nápoles, y allí muere una vez ya iniciado el concilio de Trento, a cuya orientación tanto había contribuido con su santidad.

8 - Domingo de Guzmán (1171-1221)
Un joven escolar de Palencia ama con pasión los libros y el estudio, y un día vende sus códices laboriosamente anotados para aliviar el hambre que hace estragos en la comarca. Se llama Domingo y es de Caleruega, al sur de Burgos. En la ciudad se hacen lenguas de aquel desprendimiento insólito, cuando los libros manuscritos son bienes tan preciados.

Segunda estampa: cuando es canónigo en la catedral de Osma, acompaña a su obispo en una misión a Dinamarca para concertar la boda del hijo del rey Alfonso VIII; esta unión no se celebrará nunca, pero a su paso por Provenza los españoles se horrorizan ante el gran foco herético que hay allí, y se quedan en el Lenguadoc para convertir a los albigenses. Los príncipes quieren convertir por la espada, Domingo dando ejemplo de caridad y de pobreza, con el rezo del rosario y la persuasión.

Pasan años de crímenes, matanzas y sangrientas guerras, y cuando vuelve una relativa calma, empieza a cobrar cuerpo una orden de predicadores, sacerdotes de sólida formación intelectual, ligados con votos, viviendo en la pobreza y dedicados a la tarea de predicar y enseñar. El Papa aprueba la iniciativa en el 1216, los dominicos se extienden por toda Europa y su fundador muere extenuado en Bolonia.

La estampa final se pinta en los frescos de la Capilla de los Españoles en Santa María la Novella de Florencia: allí vemos la gloria de la Iglesia militante y triunfante, servida por los Domini canes, los perros del Señor (cuyo pelaje reproduce el hábito blanco, en honor de la Virgen, con capa negra de los predicadores) que defienden con uñas y dientes la fe contra los lobos de la herejía.

Sus emblemas son una estrella y un perro con una antorcha en la boca.

9 - Oswaldo (c. 604-642)
De la familia real de Nortumbia, desterrado con los suyos cuando era niño en tierra de los escotos que había evangelizado el irlandés Columba, abrazó el cristianismo, y después de derrotar a los bretones cerca de Hexham, recobró su reino y lo puso bajo el siglo de la cruz. Con la ayuda de san Aidán, hizo un gran esfuerzo por cristianizar la heptarquía anglosajona, que parece ser acabó reconociendo su autoridad, y el cronista nortumbrio Beda cuenta y no acaba de sus afanes caritativos («prodigiosamente humilde, humano y generoso para con los pobres») y de su fervor. Casó con la hija del primer rey cristiano de Wessex, y aquello fue como el alborear de una gran era.

Su reinado duró sólo ocho años. Tuvo que enfrentarse con Penda, rey pagano de los mercios, y en la batalla de Maserfelth Oswaldo murió, según la tradición encomendando a Dios las almas de los que morían con él. El vencedor hincó su cabeza en un poste y allí permaneció un año entero.

Venerado como santo y mártir por el pueblo, se le atribuyeron numerosos milagros («en el lugar donde murió luchando por su patria, todavía hoy», dice Beda, «muchos enfermos se curan, y llevándose el polvo de allí lo mezclan con agua que hace sanar a quienes la beben»). Su culto se extendió por la Europa central, el sur de Alemania y el norte de Italia.

«Su piedad cristiana le valió un reino que no tiene fin», insiste su apologista, y no lo ponemos en duda. El rudo Oswaldo se hizo santo con cierta barbarie a cuestas, como no podía ser menos, pero cada cual se santifica con lo que humanamente es, el rey de Nortumbria al modo de aquellos siglos, no siendo un monarca constitucional al estilo de hoy.

10 - Lorenzo († 258)
El más famoso de los mártires antiguos, hasta el punto de que durante la Edad Media en Roma tenía a su nombre treinta y cuatro iglesias, cinco de las cuales aún existen (San Lorenzo in Panisperna se levanta sobre el lugar de su martirio). En España, el Escorial también está dedicado a su recuerdo y tiene la forma del instrumento de su suplicio, unas parrillas («midió al mártir mayor con el palacio» leemos en Bocángel).

Este «mártir mayor» era español, aragonés de Huesca, como san Vicente, y en Roma fue uno de los siete diáconos del papa Sixto II; se ocupaba de la administración de los bienes eclesiásticos y tenía a su cargo a unas mil quinientas personas, entre pobres, ancianos, huérfanos y enfermos.

Después de hacer decapitar al pontífice, el emperador Valeriano le exigió que le entregase las riquezas de que disponía la comunidad romana, y al cabo de unos días Lorenzo le presentó a una turba de necesitados diciéndole: «Estos son los tesoros de la Iglesia».

Fue martirizado a fuego lento en unas parrillas (lo cual juzgan inverosímil no pocos historiadores), y según san Ambrosio aún tuvo entereza para bromear -en un rasgo de humor negro diríase que muy hispánico- desafiando a los verdugos, a los que se supone que dijo: «Assum est, versa et manduca» (Ya está asado, dale la vuelta y come).

Se le nombra, junto con san Sixto, en el canon de la misa, y es venerado en toda Europa como un mártir arquetípico, no sin cierta majeza en su desplante final. Es patrón de los pobres, de los bibliotecarios, bibliófilos y libreros (porque los libros sagrados se confiaban a la custodia de los diáconos) y naturalmente protector de los que están más expuestos a los peligros del fuego, como los bomberos.

11 - Filomena (¿siglo I?)
Esta santa, con su bello nombre de ruiseñor, es una de las más improbables del calendario, ha sido objeto de un recelo especial por parte de los hagiógrafos y la Congregación de Ritos suspendió su culto en 1961 (anteriormente se permitía celebrar misa en su honor, pero nunca se la incluyó en el martirologio romano)

¡Se sabe tan poco de ella! En 1802 se descubrieron en la catacumba de Priscila los restos de una cristiana del siglo II protegidos por humildes tejas, con los símbolos habituales del ancla y la paloma, y una inscripción: PAX TECUM FILUMENA, que la paz sea contigo, Filomena. Nada más, absolutamente nada más.

Se creyó por suposición que era una mártir, sus reliquias se cedieron al pueblo de Mugnano, cerca de Nápoles, y allí fueron veneradas, se atribuyeron a la santa numerosos milagros e incluso, en pleno siglo XIX, surgió, al estilo de la antigüedad, una leyenda piadosa que la hacía una virgen muerta en defensa de su pureza.

No obstante, la gran popularidad de que gozó Filomena se debió a la predilección que sentía por esta santa el cura de Ars, san Juan Bautista Vianney, quien en la iglesia de Ars hizo construirle una capilla esencial y le atribuía todas las gracias extraordinarias que recibía, encomendándole que curase a los enfermos y llevase a cabo otros prodigios.

Hoy somos más severos con ella que el santo párroco francés, pero tampoco existe ninguna prueba decisiva de que aquella Filomena romana a quien se deseaba la paz hace dieciocho siglos no fuese según el lenguaje de Pablo una «santa», una cristiana cuya intercesión se manifiesta entre nosotros por la fe ardiente de las almas buenas ajenas al estudio de la arqueología y de la historia, y por eso le damos la bienvenida en nuestra casa de los santos.

12 - Clara de Asís (c. 1194-1253)
A los condes de Sasso Rosso les sobraban buenos partidos para su hija Clara, pero la joven no quería contraer matrimonio: quería seguir las huellas de aquel extraño loco espiritual que había escandalizado a todo Asís, Francisco, el hijo del pañero Bernadote. Clara, unos doce años menor que él, fue a verle en secreto para pedir su ayuda, y una noche de primavera, junto con su prima Pacífica, se presentó en la Porciúncula, donde Francisco le cortó solemnemente los cabellos antes de que la acogieran las benedictinas de Bastia.

Luego se les unió la hermana de Clara, Inés, y eran ya dieciséis hermanas las que se instalaron en San Damiano, en el mismo Asís, con una regla muy parecida a la de los frailes que Francisco escribió para ellas. La orden segunda se aprobó en 1215, Clara recibió el título de abadesa de San Damiano, y las «señoras pobres», como se las llamaba, empezaron a extenderse por toda Europa.

«Señoras pobres» porque las clarisas insistían de un modo particular en la santa pobreza, queriendo ser como mendigas para vivir sólo de limosna, y aun de limosnas de poca consideración, rechazando los panes enteros y sin aceptar más que mendrugos. Cuando un Papa quiso suavizar esas normas, Clara defendió apasionadamente su pobreza como otras hubieran luchado por conservar el mayor de los bienes.

Murió el padre Francisco que al ver la veneración que sentía Clara por él a veces se distanciaba de las hermanas porque decía que no quería ser un estorbo entre ellas y Dios, y la santa rigió su comunidad durante cuarenta años con un espíritu de humildad, de fervor y de servicio que admira a sus biógrafos. A su muerte la asistieron León, Ángel y Junípero, tres de los más auténticos franciscanos, y fue canonizada muy pocos años después. Simone Martini y Giotto la pintaron como una delicada hermosura sobrenatural vista en sueños.

13 - Juan Berchmans (1599-1321)
En las vidas de santos es tópico frecuentísimo la piedad precoz, que algunos hacen remontar a la misma época de la lactancia. Sin caer en boberías de ese género, sí se sabe que el niño Juan Berchmans -que nació en Diest, en lo que hoy es Bélgica, no lejos de Lovaina- era muy devoto, con un ambiente familiar que debió de ayudarle en este sentido (su padre y dos de sus hermanos se hicieron religiosos también).

Estudió en Malinas, donde en 1616 ingresó en la Compañía de Jesús, forjándose ambiciosos proyectos misionales: quería ir a China. Para completar sus estudios se le mandó a Roma; era un novicio rebosante de bondad y serenidad, jovial y cumplidor, aunque sufriendo mucho por los rigores de la vida comunitaria, que él llamaba «mi mayor penitencia».

Un muchacho que tenía mucha prisa. «Si no me hago santo ahora que soy joven no lo seré nunca», decía, como si supiera que iba a tener poco tiempo. A los veintidós años un resfriado degeneró en una grave enfermedad, y en pleno mes de agosto, abrazado a la cruz, al rosario y al libro de la orden («¡Con esto moriré contento!») moría del modo más edificante.

Patrón de la juventud, en unión de los otros dos jóvenes santos jesuitas, Luis Gonzaga y Estanislao de Kostka, no nos cansamos de mirar el impresionante retrato, hecho sobre su mascarilla mortuoria, que se conserva en el convento romano de las benedictinas de Via di Tor de Specchi. La gravedad de la mirada y la finura de los rasgos lo alejan de cualquier imagen convencional de piedad ñoña: tiene como un reflejo luminoso interior por el que asoma a la cara algo tan profundo que convierte el rostro de un adolescente en espejo de lo invisible.

14 - Maximiliano María Kolbe (1894-1941)
Fines de julio de 1941. En Auschwitz ha habido una fuga, y como represalia se elige al azar a unos cuantos prisioneros para que mueran de hambre. Uno de los designados es el sargento polaco Franciszek Gajowniczel, padre de familia, y entonces alguien se adelanta ofreciéndose a ocupar su lugar. «Soy sacerdote católico», dice. Días después, tras habérsele inyectado un veneno, Maximiliano María Kolbe muere consolando a sus compañeros agonizantes en vísperas de la fiesta de la Asunción.

El preso número 16670 de Auschwitz era un franciscano polaco nacido en Zdunska Wola, cerca de Lodz, que se ordenó en Roma en 1918 y que posteriormente se dedicó en su país al apostolado mariano: la revista «El caballero de la Inmaculada» y otras iniciativas análogas. La Gestapo le detuvo en 1939, a los pocos meses fue puesto en libertad y en 1941 se le volvió a detener para deportarle a Auschwitz.

Este santo de canonización tan próxima (octubre de 1982) es un contemplativo de los que parecen dedicados a lo que el mundo llama músicas celestiales. ¿Qué tiene que ver la Virgen con los problemas de la vida cotidiana? ¿No será un lujo enternecedor e inútil? El dogma de la Inmaculada, ¿no es un alarde devoto para beatos, teólogos y frailes?

El llamado Loco de la Inmaculada se encontró en uno de esos lugares donde la historia contemporánea se hace tragedia, un campo de concentración nazi, y fue él, el fraile que vivía en las nubes, quien cambió su vida por la de un hombre que iba a morir y que le era desconocido. De no dar un paso al frente nadie se lo hubiera reprochado, nadie esperaba de él semejante heroísmo porque solemos creer que a nadie se le puede exigir una cosa así. «Mártir de la caridad», como le llamó Pablo VI, no podía conformarse con rezos y palabras, el amor tenía que probarlo, como dice el Evangelio, dando la vida por sus amigos.

14 - Tarsicio (¿siglo III?)

Hay mártires que mueren por defender la fe, la pureza, los derechos y la honra de la Iglesia, san Tarsicio es un mártir de la Presencia real en la Eucaristía; alguien que creía tan firmemente que Dios estaba allí en cuerpo y alma, invisible bajo las apariencias de un pedazo de pan, que dio su vida para impedir cualquier profanación.

Tradicionalmente se supone que era un niño de unos once o doce años, «héroe diminuto» le llama un hagiógrafo, y como figura infantil aparece en un episodio de la popular novela inglesa Fabiola del cardenal Wiseman y en infinitas representaciones piadosas que por lo común, buscando lo sublime, caen en una teatralidad más bien sensiblera.

No obstante, las escuetas circunstancias que conocemos hacen pensar que debía de tratarse de un adulto, tal vez un diácono, mucho más adecuado para tal misión, que llevaba la Eucaristía a unos cristianos presos por la fe. Sorprendido por un tumulto en las calles de Roma, aceptó la muerte antes de perder el tesoro que apretaba contra su pecho, y se le enterró en las catacumbas de san Calixto, junto a la Vía Apia.

De este mártir eucarístico sólo se sabe de cierto lo que el papa san Dámaso escribió en su epitafio, que comparte con san Esteban, otra víctima de los furores populares: «Tarsicio llevaba los misterios de Cristo cuando una mano criminal quiso profanarlos; él prefirió dejarse matar antes que entregar a los perros rabiosos el cuerpo del Salvador».

Más allá de su pobre iconografía acaramelada, que abusa de la tradición incomprobable del niño heroico, Tarsicio es un emblema de la fe cristiana, la presencia de Cristo en el Pan como certidumbre que merece poner en ella todo el envite de la vida.

15 - Asunción de la Virgen
La Virgen de agosto, como se llama popularmente a esta festividad, celebra la asunción de Nuestra Señora. La Santísima Virgen, con el superlativo que le es propio, muerta o dormida, según quiere el amor filial de los orientales, y luego elevada a los Cielos para preservarla de la corrupción, glorificando antes de que resucite toda carne el cuerpo en el que se había encarnado el Hijo de Dios.

Es el más reciente de los dogmas marianos, proclamado como tal por Pío XII en 1950, pero con una larguísima historia en la fe de la Iglesia que se remonta por lo menos al siglo IV; poco después se celebraba ya en Oriente la llamada Dormición de Nuestra Señora, y la liturgia occidental tenía ya esta fiesta hacia el año 600.

En la Edad Media abundan los testimonios teológicos e iconográficos, y Mantegna, por ejemplo, es uno de los que pinta admirablemente la Asunción, con María coronada de estrellas, en el fresco que preside la capilla Ovetari de Padua (en el Prado está también su severo Tránsito de la Virgen, la anciana que acaba de expirar, toda serenidad, entre los apóstoles, ante un paisaje con un puente, barcas y nubes como almohadones a los pies de Dios).

Las controversias de la edad moderna y sobre todo la oposición de los jansenistas, siempre tan poco marianos y tan poco católicos, hizo surgir un ejército de defensores de este privilegio de la Virgen: Suárez, Bossuet, san Francisco de Sales, san Alfonso María de Ligorio. Los pintores, ahora espléndidos de pompa triunfal, se llaman Rafael, Murillo, Tiziano, Rubens…

Hasta que el convencimiento de siglos se hace dogma. Reflejo en su propia madre de la ascensión de Jesucristo, María se anticipa abriendo el camino a toda la Iglesia en su glorificación final.

16 - Esteban de Hungría (c.975-1038)
No son pocos los reyes del santoral -Fernando de Castilla, Luis de Francia, el alemán Enrique, Wenceslao en Bohernia, Eduardo el inglés, Casimiro de Polonia-, y no obstante debe de ser difícil. Política y espíritu, pompa y pobreza, ¿es todo esto conciliable?

Esteban, bautizado cuando era adolescente, era hijo de un duque, y poco después de morir su padre recibió del papa Silvestre II la corona real y fue el primer rey de Hungría. Puso todo su empeño en cristianizar, consolidar y pacificar el país, y así su santidad personal se funde con la forja de un pueblo. Murió un 15 de agosto, en la fiesta de la que él llamaba «la Gran Dama de los húngaros».

La tradición le presenta levitando durante sus rezos, tal era el encendido fervor de sus oraciones; rasgo frecuente en las historias de otros hombres de Dios: la oración no sólo levanta el alma, sino que arrastra también en su impulso la envoltura carnal que flota o vuela, tendiendo al fin a que aspira.

Pero se nos dice que en estas ocasiones se elevaba así mismo la tienda en la que se encontraba Esteban, no sólo él,
sino también su morada, lo que le rodea y le alberga, por expresarlo de este modo, no solamente el piadoso Esteban, sino también Hungría.

Es un bello añadido simbólico, como si formara parte de la santidad del monarca la elevación de su reino; no forzosamente material, no solo de prosperidad, paz y riqueza, sino también de espíritu. ¿Hay que incluir entre los deberes de un rey santo que haga santo a su país? Parece que sí. La tienda que se alza con él, contra las leyes de la gravedad, en su ascensión personal hacia Dios le acompaña Hungría: no puede presentarse él solo ante Dios, ha de llevar consigo al país, como el padre de familia a los suyos.

16 - Roque († c. 1327)

San Roque es una imagen pintoresca y popularísima en multitud de iglesias: con hábito de peregrino, sombrero, bastón y calabaza de agua, muestra una pierna roída por las úlceras, y a sus pies un fidelísimo perro lleva entre sus dientes el pan. El protector contra la peste, porque fue caritativo como nadie con los apestados.

De él se dice que nació en Montpellier de alta cuna, que a los veinte años quedó huérfano y que entonces repartió todos sus bienes entre los pobres para hacerse peregrino. El que vive en el bienestar se desprende de lo que proporciona holgura y comodidad para convertirse en caminante, sin más riquezas que sus humildes ropas y su bastón, hacia lejanas casas de Dios en este mundo.

En la Toscana asolada por la peste, el peregrino se hizo enfermero, médico y taumaturgo, consolaba, atendía y sanaba milagrosamente; su fama se extendió por toda la región, luego pasó a Roma y por fin a Plasencia, siempre cuidando a los apestados, a los que podía curar en nombre de Dios, y exponiendo su vida en medio del horror de los lazaretos.

Hasta quedar contagiado por el mal, y entonces los desagradecidos habitantes de Plasencia le echaron de la ciudad y tuvo que refugiarse en una choza del bosque, donde dicen que un perro le llevaba todos los días un pan para su sustento y le lamía las úlceras de la pierna. El perro que aún le acompaña, encaramado en los altares.

La tradición asegura que posteriormente volvió a Montpellier, físicamente tan cambiado que nadie le reconoció, y tomándole por espía fue a parar a una mazmorra, donde estuvo encarcelado cinco años, alegre por sufrir y con heroica paciencia. A su muerte una luz prodigiosa inundó la cárcel y entonces le reconocieron.

17 - Jacinto de Cracovia (1185-1257)
El santo nacional de los polacos (su nombre genuino debió de ser Jacko o Jacek) nació en un castillo de la Silesia, estudió en Praga, Bolonia y París hasta doctorarse en Derecho y Teología, y años después era vicario general de la diócesis de Cracovia, regida por un tío suyo. Su obispo dispuso que le acompañase en un viaje a Roma, y allí los polacos quedaron atónitos al oír predicar a santo Domingo: nunca habían oído palabras de fuego como aquellas. Quizá presenciaron también sus milagros, el hecho es que el joven se hizo fraile predicador (quizás en el año 1217), y unos meses después se dirigía al norte para fundar nuevos conventos dominicos.

En Polonia el primero Jacinto lo funda en Cracovia, pero no le bastaban los límites de su patria y no tarda en lanzarse a la gran aventura de evangelizar las tierras de idólatras semibárbaros que hay al este. En estos viajes se mezclan elementos legendarios, pero parece seguro que recorrió Prusia, llegó al Báltico, donde una de sus fundaciones fue origen de la ciudad de Danzig, y luego predicó por Suecia y Noruega.

Más lejos aún: Rusia, Moscú y Kiev, quizás el mar Negro y parte de Grecia, posteriormente, Danubio arriba, Bulgaria y Hungría. El avance avasallador de los tártaros, que arrasan Kiev, le obliga a replegarse, muchos de sus esfuerzos no pudieron fructificar después de aquella sangrienta oleada, y el santo, tras cuarenta años de viajes apostólicos, murió en su convento de Cracovia.

Desde la Polonia fronteriza con la barbarie, Jacinto hizo irradiar el Evangelio hasta los últimos confines de Europa, no siempre con logros duraderos, pero su espíritu de conquista para la fe consolidó el cristianismo en su patria al proyectarlo hacia el mundo exterior.

18 - Elena (c. 250-c. 330)
En una memorable novela de 1950 Evelyn Waugh redondeó literariamente la atractiva figura de esta santa a la que se atribuye la invención de la vera Cruz, es decir, el hallazgo en Jerusalén del mismo madero en el que fue crucificado Jesucristo y que se dividió en pequeñas porciones repartidas por toda la Cristiandad.

Siguiendo una antigua tradición, Waugh hace de santa Elena una inglesa hija de reyes, pero probablemente nació en Drepanum, junto al Bósforo, y era de origen humilde, quizá criada en una hospedería. Su belleza debió de cautivar a un oficial romano famoso por la palidez de su cara, Constancio Cloro, y vivió con él en diversas guarniciones del imperio. De esta unión nacería en un lugar de la actual Servia el futuro emperador Constantino.

Repudiada por razones políticas en el año 292, casi nada sabemos de ella hasta que Constantino empieza a reinar en el 306, llama a su madre a la corte de Tréveris y la colma de honores, dándole el título de «augusta» y haciendo que se acuñen monedas con su imagen. Aunque ignoramos cuándo se convirtió, por este tiempo era ya cristiana y se sabe que erigía muchas iglesias y daba sonados ejemplos de humildad y caridad.

Llegamos a su vejez, el emperador dista mucho de ser cristiano, pero protege a la Iglesia, y la respetadísima emperatriz madre decide entonces peregrinar a Tierra Santa, donde funda una basílica en el Monte de los Olivos y otra en Belén. Empeñada en encontrar la vera Cruz (aunque sólo un siglo más tarde se asocia su nombre con el hecho), parece que finalmente lo consiguió, dando al mundo esta singular reliquia del Hijo de Dios encarnado, metido en la geografía y en la historia, muerto por los hombres en dos tangibles pedazos de madera.

19 - Juan Eudes (1601-1680)
Pertenece a la generación que está a caballo entre los reinados de Luis XIII y Luis XIV, cuando Francia, después de salir de la tragedia de las guerras religiosas, ve florecer una edad de oro de la fe y la cultura cristianas, no sin excesos y tormentas, pero con una plenitud y una profundidad que dejan una huella hondísima.

Juan Eudes no tiene el brillo de un Francisco de Sales o un Vicente de Paúl, no deja leyenda y literatura tras de sí, no es más que un normando brusco y testarudo, según sus contemporáneos sin el don de la simpatía, que, empujado por una irresistible fuerza espiritual cumple obstinada y oscuramente con su deber.

Después de estudiar con los jesuitas, en 1623 se hace sacerdote del Oratorio y se dedica a las misiones populares: predica, confiesa, reza mucho, cuida de los apestados; en el país, sobre todo en las zonas rurales, abunda la ignorancia, el abandono, la calamidad, y Juan Eudes va restañando heridas cada vez más consciente de la gravedad de la situación.

Veinte años después se lanza a una arriesgada iniciativa: para él, el mayor mal es la falta de formación del clero, y «para establecer la piedad y la santidad entre los sacerdotes» funda la congregación de Jesús y María, los «eudistas», que se encargarán de organizar y dirigir seminarios.

Más de un obispo puso trabas al proyecto, los jansenistas se desataron en calumnias y persecuciones. El que había predicado tanto a los humildes y había amonestado públicamente al propio Luis XIV, sigue su camino con paciencia y sin dejarse desviar. Sabe que no es un genio, que su obra está destinada a no complacer a todo el mundo, que cada día del fundador es una cruz, pero cree en la necesidad de su ingrata tarea, y eso le basta.

20 - Bernardo (1090-1153)
Un joven borgoñón, hijo del señor de Fontaines, con una arrebatada persuasión que le caracteriza convence a sus hermanos, parientes y amigos, una treintena en total, para que ingresen todos juntos en el monasterio de Ci’teaux, que parecía próximo a extinguirse al poco de nacer; dos años después allí sobraban monjes, y Bernardo con doce de ellos es enviado a la Champaña, donde funda Claraval, que iba a gobernar como abad hasta su muerte.

Desde aquel rincón de Europa los cistercienses se extenderán por todas partes, y su abad se convierte en la mayor figura pública de este siglo; además de fundar más de sesenta monasterios, predica sin descanso, amonesta a reyes y a papas, asiste a concilios, combate herejías, reprime cismas, combate los abusos eclesiásticos, interviene como árbitro en litigios políticos, es el apóstol de la segunda cruzada y aún encuentra tiempo para escribir multitud de cartas y ser un gran teólogo (Pío VIII le incluyó entre los doctores de la Iglesia).

Un hombre de hierro que tiene una incansable actividad -aunque su salud fue siempre mala- y que es un contemplativo, un alma dulcísima y efusiva que se ganó merecidamente el sobrenombre de Doctor Melifluo, el de palabras de miel (una colmena es su emblema); un duro que rebosa caridad, un combatiente cuyo «paraíso», como él decía, es el claustro, estático enamorado de la soledad y de la oración, comentarista del Cantar de los Cantares, «el capellán de la Virgen» por su devoción mariana, a quien Dante nos presenta cantando las glorias de Nuestra Señora:

Y la Reina del Cielo por la que ardo
en amor nos dará toda merced,
porque yo soy su fiel siervo Bernardo.

21 - Pío X (1835-1914)
Hacía siglos que no se canonizaba a un papa, y ni las dramáticas vicisitudes de los tres últimos Píos (por eso Giuseppe Sarto eligió este nombre, que era de pontífice destinado a sufrir) habían hecho que subiesen a los altares. Pero Pío X ya era tenido por santo cuando era párroco, obispo y cardenal patriarca de Venecia.

Fue un papa muy amado por su bondad, su sencillez y su humildad, siempre incómodo en medio de la pompa vaticana, recordando una y otra vez la pobreza de su origen y de su familia, y amigo de los pobres hasta desposeerse de todo, abrazando con gozo la pobreza tal como escribió en su testamento: «Nací pobre, he vivido pobre y quiero morir pobre».

Al mismo tiempo, activísimo y enérgico («sacerdote y fatiga son dos términos equivalentes», «restaurarlo todo en Cristo»), intransigente en la fe y en la defensa de la Iglesia. Mazazo al modernismo -actitud que los progresistas actuales aún no le perdonan- y mano tendida a los modernistas; férreo en los principios, pero «si él da un paso, usted dé dos», recomendaba al obispo del rebelde abate Loisy.

Los papas del mundo moderno, sometidos a la luz y a la crítica abierta, aparecen con su inextricable amalgama de virtudes y limitaciones, los conocemos tan bien que su lado humano oscurece los aspectos espirituales de su figura. Ser Vicediós en estas condiciones es muy difícil, y sin duda Pío X tuvo errores, porque no hay hombre de gobierno intachable.

Se le ha acusado de ser demasiado rígido en la doctrina, aunque según otros sólo cumplió dolorosamente con su deber. Los momentos de crisis no son para blanduras, y, acertado o no en sus métodos, Pío X hizo siempre honor a su apelativo de «el Papa de lo sobrenatural» y tuvo prioridades muy claras que son de santo: «El mal existe, pero antes de combatirlo en los demás tenemos que destruirlo en nosotros mismos».

22 - Felipe Benicio (1233-1285)
Poca materia literaria ofrece la vida de este santo, al que recordamos principalmente por una anécdota muy espectacular que está lejos de ser un caso único en los anales de la santidad, pero que en él parece definirle: es el hombre que no quiso ser papa, y por eso se le representa con un crucifijo en la mano y a sus pies la tiara pontificia.

Era florentino, estudió medicina en París, y a su regreso a Florencia en el año 1254 ingresó en la orden de los servitas, especialmente consagrada al culto de la Virgen. Fue superior general de su orden y adquirió notoriedad como predicador en países extranjeros como Francia, Alemania y Países Bajos, contribuyendo a aumentar la devoción a Nuestra Señora. También intervino en el concilio de Lyon (1274) y cuando se lo propusieron se negó con la máxima obstinación a ser arzobispo de Florencia.

Más aún, a la muerte de Clemente IV querían elegirle papa, ante lo cual, horrorizado, se apresuró a esconderse, consiguiendo evitar lo que consideraba una catástrofe para él. Quizá por obediencia hubiese tenido que aceptar, o tal vez la obediencia tiene sus límites, no lo sabemos, el caso es que Felipe escuchó su voz interior y se negó al servicio que la Iglesia le solicitaba.

¿Humildad o cobardía? Dado que posteriormente -en 1671- se le canonizó y se le hizo patrón de su ciudad natal y de la orden de los servitas, parece que hay que considerar que obró bien, y, seamos francos, nos gusta este desafiante símbolo del hombre de Dios que incluye entre las cosas humanas que rechaza nada menos que la dignidad de vicario de Cristo. Tal vez no sea un buen ejemplo para todos, pero los santos se sitúan a menudo más allá de lo aconsejable, en un extraño territorio espiritual que tiene demasiada luz para que podamos verles bien y juzgarles.

23 - Rosa de Lima (1586-1617)
«La Virgen Rosa fue la primera flor de santidad en la América del Surn, dice el breviario, porque, efectivamente, su canonización en 1671 elevó por vez primera a los altares a alguien nacido en tierras americanas. Aunque de padres españoles, Isabel de Flores y de Oliva era limeña, nacida en el virreinato del Perú.

Su familia no estaba en buena posición y ella contribuía al sostenimiento de la casa haciendo de jardinera y bordadora; se negó a casarse, a los veinte años ingresó en la orden tercera de santo Domingo (exageran, pues, los cuadros y estampas que la representan con hábito de las dominicas, porque nunca fue monja) y, sin dejar de trabajar, se entregó a una vida de duras penitencias.

Solía retirarse a una especie de eremitorio que se había hecho en el jardín de sus padres, poniéndose como modelo a la santa dominica Catalina de Siena, y sus experiencias místicas despertaron el recelo de las autoridades eclesiásticas, gracias a lo cual tenemos un interrogatorio que permite asomarse a su vida interior.

Se le atribuyen poéticos prodigios que nimban su figura de lin halo de irrealidad: se dice que las flores volvían su cáliz hacia ella cuando pasaba, que un ruiseñor cantaba ante su ventana durante la cuaresma, pero lo cierto es que, de puertas para afuera, todo en ella fue mucho más sencillo y normal: seguía haciendo de jardinera, cuidaba pobres y enfermos, sobre todo indios y esclavos.

Era una joven -porque nunca dejó de serlo, murió a los treinta y un años- muy hermosa, sin que sus mortificaciones se traslucieran en absoluto, alegre y activísima. La patrona de América del Sur no debía de responder a ese arquetipo dulzón de tantas imágenes suyas, coronada de flores y con una belleza cérea, casi de otro mundo. La vemos más bien morena por el sol y con fuertes y arañadas manos de jardinera.

24 - Bartolomé (siglo I)
Uno de los Doce, de quien es poquísimo lo que se nos dice, aunque está muy extendida la opinión de que hay que identificarle con el Natanael que aparece en el evangelio de san Juan. De ser así, era oriundo de Caná de Galilea, y es muy probable que asistiese al primer milagro en las bodas celebradas en su lugar natal, episodio que sigue al de Natanael en el relato de san Juan.

El apóstol Felipe encuentra a Natanael y le anuncia que han hallado al Mesías, que «es Jesús, hijo de José de Nazaret». Le cuesta creérselo, porque «¿de Nazaret puede salir algo bueno?», «ven y verás», se le contesta, y al acercarse, Jesús le dedica un gran elogio: «He aquí un verdadero israelita en quien no hay engaño». «¿De dónde me conoces?» «Contestó Jesús: Antes que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera te vi». Natanael exclama: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios». «¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores has de ver».

En efecto, Natanel-Bartolomé iba a ver toda la vida pública de Cristo, su muerte y resurrección, y la venida del Espíritu Santo, pero siempre de un modo anónimo, sin que su nombre destaque del de sus compañeros; y aun tras Pentecostés, sólo la leyenda nos habla de cuáles fueron las andanzas de este apóstol de quien Jesús dijo explícitamente que era incapaz de engaño.

Según unos, estuvo en la India, en Etiopía y en la Arabia Feliz, según otros murió mártir en Armenia desollado vivo. Así lo refiere la tradición y así lo pintó Ribera en su patético cuadro, y por eso es patrono de carniceros y curtidores. Claudel enfatiza poéticamente: «Se le ha sacado de su vaina como un sable, apóstol verdaderamente desnudo, no tienes ya piel ni rostro, nadie sabe quién eres, pero Él no te ha olvidado y te reconoce».

25 - José de Calasanz (1558-1648)
Suele decirse que la fundación de una orden es cruz para el fundador, y en el caso de los escolapios la máxima se cumple de una manera absoluta, como haciéndonos ver que para Dios cuenta infinitamente más la santidad del hombre forjada en la persecución y en el fracaso humano de sus ideales, que la labor y el buen ejemplo de la empresa a la que dedica su vida. Dios no deja de ocuparse de lo útil, pero de rebote y como subproducto aparentemente casual de sus fines más altos y misteriosos.

Un sacerdote aragonés, abogado y teólogo, después de ser secretario de obispos, en 1592 se dirigió a Roma para obtener una canonjía, y allí le impresionó algo que estaba a la vista de todos, pero que se consideraba irremediable: miles de niños pobres sin escuela y sin nadie que se ocupase de ellos.

Organizar su enseñanza gratuita se juzgó utópico y tal vez peligroso, pero a fines de siglo ya era un hecho, en 1617 las Escuelas Pías constituían una esplendorosa realidad en Italia, y los escolapios trabajaban ya en España, Polonia, Hungría, Francia y Austria. Un rapidísimo crecimiento que iba a traer graves problemas.

La santa impaciencia de José y sin duda fallos de imprevisión provocaron movimientos internos de rebeldía en la orden (hubo fuertes rivalidades entre padres y hermanos legos), y un provincial intrigante y ambicioso, el padre Sozzi, hizo lo demás: con el apoyo del Santo Oficio consiguió procesar al fundador, que tenía entonces más de ochenta años, y que se le destituyera como superior perpetuo.

Calumniado y sufriendo por la división entre sus hijos, «con la fortaleza de un nuevo Job» (Benedictino XIV), soportó muchas humillaciones del modo más dócil y obediente, y murió después de ver la disolución de la orden (1646), que renacería diez años más tarde.

25 - Ginés (¿† c. 303?)

San Ginés es el actor del Reino de los Cielos, el cómico de la bienaventuranza eterna, pero, a decir verdad, ha dejado muy pocas pistas tras de sí, y casi carece de corporeidad histórica. Por eso todo lo suyo tiene que ponerse entre interrogantes, que satisfarán a los escrupulosos de lo verosímil y de lo perfectamente documentado, cuyo número, como el de los necios, no es imprescindible engrosar.

¿Hubo en la Roma de Diocleciano un mimo llamado Genesius que murió mártir después de convertirse de un modo tan súbito que sin duda en un principio su actitud se tomó por una facecia, haciendo suponer a todos que seguía representando? No hay pruebas. Tras su paso por el escenario, una vez la representación concluida, Ginés desaparece como si su persona hubiera sido sólo eso, una máscara, un papel.

La tradición le hace actor que en una farsa tiene que hacer escarnio del bautismo de los cristianos, y que se convierte en escena cuando le resulta evidente que aquello que está ridiculizando en público es la verdad. Al declarar con valentía su nueva fe, al comprender todos que habla en serio y que yo no actúa, es torturado y decapitado.

Así, Ginés pasa a ser el santo teatral por excelencia, el que encuentra a Dios en el ejercicio profesional de su fingimiento. Simulando ser cristiano para hacer reír, descubre en sí mismo que lo es, y al terminar la ficción la verdad se identifica con el martirio y la muerte.

Nada más lógico que un tema así haya sugestionado siempre a los dramaturgos, y desde un misterio francés del siglo xv hasta hoy esta historia forma parte del símbolo del teatro como imagen abreviada del universo: Lope en Lo fingido verdadero, Rotrou en El verdadero san Ginés y el también francés Ghéon, quien en 1925 presenta al actor santo que al quitarse la máscara dice: «Soy Ginés y ya no lo soy».

25 - Luis de Francia (1214-1270)

Un rey que casi no parece de verdad, demasiado bueno y ejemplar para no ser una invención fabulosa. Y en realidad san Luis es en efecto un personaje literario, el protagonista de la crónica de su amigo y compañero de armas el señor de Joinville, sólo que, contra todas las apariencias, no es ficticio, sino que fue de carne y hueso.

Luis IX, hijo de Blanca de Castilla -y en consecuencia primo de san Fernando-, quedó huérfano de padre a los doce años, y tras la regencia materna, en 1234 ciñó la corona de Francia. Casó con Margarita de Provenza y tuvo once hijos.

Rey, como se ha dicho, ideal, justiciero, caritativo, generoso vencedor de los ingleses, con quienes firmó un magnánimo tratado de paz, y piadosísimo hasta el punto de hacerse terciario franciscano. Se me reprocha, dijo, dedicar tanto tiempo a la oración, pero no se murmuraría si empleara aún más tiempo en el juego y la caza.

Francia y su monarquía le eligieron como patrón, y en cuadros, grabados y estatuas le vemos rígido y envarado, sin aquella conmovida humanidad que tan bien supo transmitirnos en su prosa Joinville. En la lejanía de la historia tiene un aire irreal por excesivamente bueno, pero para corregir esta impresión su vida concluye con una doble e intensa nota de fracaso.

Decidido a consagrarse a la más alta de las empresas que podía concebir la Edad Media, en 1248 (tal vez a destiempo, demasiado tarde) se hace cruzado, y en la batalla de Mansurah conoce la derrota y cae prisionero de los infieles. En 1270 vuelve a intentar lo que será la última de las cruzadas, y en Túnez él y la flor de su ejército mueren de la peste.

26 - Isabel Bichier des Áges y Teresa Jornet (1773-1838 y 1843-1897)
Con ese nombre tan aristocrático y sonoro, Isabel, nacida en un castillo del Poitou, hubiera podido ser una heroína de la causa realista en cualquier novela de Balzac; Teresa, hija de payeses leridanos, tenía menos posibilidades de que la recordáramos un siglo después. Ambas se hermanan en la festividad de hoy como protectoras por amor de Dios de los que nada tienen.

La aristócrata tuvo que hacer frente a realidades muy duras con la Revolución Francesa, y al ser perseguidos los sacerdotes organizó reuniones de fieles para el culto, hasta que conoció a un cura no juramentado, es decir, fuera de la ley revolucionaria, san Andrés Fournet, quien le ayudó a fundar una comunidad para asistir a enfermos pobres y a agonizantes, las Hijas de la Cruz (1807).

En su modesto ámbito, Teresa Jornet fue maestra y ejerció el magisterio, pero como ansiaba su vida religiosa fuera del mundo, ingresó en el convento burgalés de Briviesca para hacerse clarisa; otra revolución, la de 1686, se cruzó en su camino, el gobierno prohibió emitir votos, contrariedades de salud la obligaron a renunciar a sus proyectos, y en 1872 funda en Barbastro las Hermanitas de los ancianos desamparados (al morir ella su institutto contaba ya con ciento tres casas-asilo).

Estas dos mujeres tan distintas, la heredera de una familia noble del antiguo régimen y la hija de labriegos, canonizadas en fechas recientes (Isabel en 1947, Teresa en 1974), descubrieron su servicio de caridad por obra indirecta de la revolución. La nacida para ser señora se pasó la vida cuidando desechos humanos, la que suspiraba por apartarse del trajín del mundo enseñó con su ejemplo una espiritualidad activa de entrega a los que no tenían ningún amparo.

27 - Mónica (c. 331-387)
La Iglesia honra en ella a las madres cristianas debido a la eminente santidad de su hijo, pecador y converso, que en el gran libro de las Confesiones hace una emocionada descripción de Mónica. San Agustín no hubiera sido lo que fue sin esta mujer que «tenía un corazón excepcionalmente bueno».

Nació en Tagaste, hoy Argelia, de padres cristianos, y casó con un pagano llamado Patricio que la hizo sufrir mucho con sus infidelidades y su brutalidad, pero con humor -que también puede ser una virtud- y paciencia conquistó «el respetuoso afecto y la admiración de su marido», quien se hizo bautizar antes de morir. No menos difícil debió de ser amansar a su suegra, desarmada por «su perseverante dulzura».

El mayor de sus tres hijos, Agustín, era un joven brillantísimo y de inteligencia privilegiada, cuya carrera de éxitos quizás impulsaron las naturales ambiciones de su madre, que sin embargo se desesperó al verle perderse en la herejía maniquea y tomar una concubina. «No es posible que se pierda un hijo de tantas lágrimas», le dijo un piadoso obispo.

En el 383 Mónica y Agustín van a Italia, y en Milán, gracias a san Ambrosio, se produce la tan esperada conversión. Mónica no tardará en morir («mis esperanzas en este mundo ya se han cumplido»), y en las Confesiones se narra el coloquio final de ambos en Ostia, junto al Tíber, «solos ella y yo, frente a una ventana que daba al jardín de la casa donde vivíamos».

Vemos la escena en el conocidísimo cromo, tan acaramelado, de un pintor romántico francés, Ary Scheffer, pero las palabras de san Agustín al recordar aquel diálogo de alta espiritualidad sabiendo que su madre está al borde de la muerte, infunden una melancólica belleza al amaneramiento del artista, y la noche de Ostia se hace luz interior irresistible antes de la separación.

28 - Agustín (354-430)
Es el más próximo de todos los santos, el más humano, si esta expresión quiere decir alguna cosa, alguien que vibró intensamente con todas las pasiones, inquietudes, curiosidades y anhelos de los hombres, y también para remate de esta personalidad única, tal vez la mayor inteligencia del santoral, así como su pluma más sensible y expresiva. Sólo hay un Agustín en toda la historia del mundo.

Era africano, de Tagaste, hoy Argelia, hijo de santa Mónica, muy pronto destacó por su especial talento, «muy elocuente y doctísimo», y fue zarandeado por las tentaciones de la carne (vivió catorce años con una mujer, de la que tuvo un hijo, Adeodato). Sus búsquedas intelectuales le hicieron extraviarse en el maniqueísmo, y cuando se traslada a Italia -profesor de retórica en Roma y Milán está confuso y atormentado.

Su conversión, en la que influyeron su madre y san Ambrosio, y que ha contado inimitablemente en sus Confesiones, uno de los libros capitales de la humanidad, le devuelve a África, donde funda un monasterio en el que vive un tiempo; luego el sacerdocio, se le elige obispo de Hipona, y como tal será durante treinta y cuatro años una de las lumbreras mayores de la Iglesia.

Interviene en los concilios combatiendo las herejías más variadas, predica, es solícito con su grey, se ocupa de los pobres, administra justicia, aconseja a los dudosos en sus cartas, se muestra ejemplar en su vida y acude con sus escritos donde hace falta una visión profunda y espiritual de las cosas (como en su Ciudad de Dios, que explica la Historia por la Providencia, cuando Roma es saqueada por los bárbaros y se hunde la civilización antigua). Gran doctor de la Iglesia, es un genio que mezcla la claridad de la altura con un temblor humano que le hace fraternal.

29 - Pasión de Juan Bautista (siglo I)
Es un drama que relatan escuetamente, sin comentarios, dos evangelistas, Marcos y Mateo, y del que el historiador Flavio Josefo trata también. El lugar parece haber sido la fortaleza de Maqueronte, al este del mar Muerto, hoy convertida en un montón de ruinas.

El tetrarca Herodes había encarcelado a Juan el Bautista porque éste le reprochaba que viviese con Herodías, la mujer de su hermano Felipe, pero no le había hecho matar quizá temiendo la reacción de sus súbditos, que le tenían por profeta. De las palabras de san Marcos se deduce que a veces conversaba con él entre sentimientos más bien confusos y contradictorios: «Cuando le escuchaba quedaba desconcertado, pero le gustaba escucharle».

Hasta que llega la gran escena que la literatura, las artes plásticas y la música se han complacido en adornar, trenzando estéticamente un manojo de pasiones: miedo, rencor, venganza, orgullo, lujuria (Juan está en el centro de este torbellino, pero sólo como un eco que no calla, encadenado en una mazmorra, pero obsesionando a todos).

En el cumpleaños del tetrarca, su sobrina Salomé danza para él, y entusiasmado, Herodes jura darle lo que le pida. Herodías hace que su hija pida la cabeza de Juan en una bandeja de plata, y el verdugo no tarda en presentar el trofeo, aún sangrante. Una antigua tradición hace que Herodías atraviese la lengua del profeta muerto con un alfiler de oro que adorna su vestido. El cuerpo del bautista es arrojado a un barranco de donde le recogen sus discípulos para darle sepultura, y la fiesta sigue, Herodes, Herodías y la joven Salomé siguen sus vidas; Juan, una vez cumplida su misión de anunciar a Cristo, desaparece en este episodio lleno de horrible vistosidad en el que el poder y el placer se quitan súbitamente la máscara consiguiendo) un simulacro de triunfo que también utiliza a su modo la Providencia.

30 - Pammaquio (c. 340-410)
Una curiosa figura de seglar que gira en la órbita de san Jerónimo, de quien fue compañero de estudios en Roma durante su juventud. Era miembro del senado, inmensamente rico, con grandes propiedades en el norte de África, parece que cristiano desde siempre, y además primo de Marcela, una de las damas del Aventino que dirigía el santo.

Es posible que las relaciones entre ambos amigos se enfriaran cuando el círculo de santa Paula adoptó actitudes tan rigurosas de piedad; tal vez a Pammaquio le parecía exagerado todo aquello, y cuando en el 385 Paula y Eustoquia dejan atrás patria y familia para seguir a Jerónimo a Oriente, no es de extrañar que el prócer romano juzgara aquello una locura.

Otra de las hijas de Paula, Paulina, que no se había sentido con fuerzas para imitarlas, contrajo matrimonio con Pammaquio, y cuando unos años después murió de sobreparto, el viudo recibió dos cartas de pésame escritas por san Paulino de Nola y su antiguo condiscípulo Jerónimo.

Por éste sabemos que dedicaba sus riquezas a obras de caridad: «Me entero de que has edificado en el puerto romano un albergue para forasteros». Pero, «por el paterno amor con que te amo», dice, le recuerda que no se trata sólo de «ofrecer a Cristo tu dinero, sino a ti mismo. Fácilmente se desecha lo que sólo se nos pega por fuera, pero la guerra intestina es más peligrosa, si ofrecemos a Cristo nuestros bienes con nuestra alma, los recibe de buena gana, pero si damos lo de fuera a Dios y lo de dentro al Diablo, el reparto no es justo».

A ese gran señor creyente y caritativo, que quizá reserva para sí el último reducto de la intimidad, Jerónimo le previene contra el orgullo, y le aconseja más que dar, darse, según la norma: «Ora leas, ora escribas, ora estés despierto, ora duermas, que resuene siempre en tus oídos la trompeta del amor».

31 - Ramón Nonato (1200-1240)
Lleva un extraño sobrenombre, «el que no nació», queparece significar «el que no existe», porque se le extrajo del vientre de su madre ya muerta. Por eso será el santo patrón de las parteras y las comadronas, las que ayudan a nacer y luego se eclipsan porque ya no son necesarias.

En la Cataluña de principios del siglo XIII será un hombre oscurecido por las circunstancias, alguien que no está destinado a brillar, sino a cumplir una misión sacrificadísima y silenciosa, por lo cual es relativamente poco lo que sabemos de él, y nos parece una humilde sombra que se oculta a sí mismo.

El mercader Pedro Nolasco y otro Ramón, el de Peñafort, destacan mucho más que él, que no tiene un gran papel histórico, como absorbido por la piedad pura, por Dios y por los que sufren, ofreciendo así, desde el punto de vista humano, una existencia poco vistosa, casi malograda.

Después de ingresar en la orden de la Merced, se dedica a redimir cautivos de manos de los piratas berberiscos, lleva su celo hasta el punto de quedarse en rehén cuando falta el dinero, y en las cárceles del norte de Africa se le apalea y se le cierra la boca con un candado para impedirle predicar su fe.

Por fin, cuando llega su rescate puede regresar, el papa Gregario IX le crea cardenal, reconociendo sus virtudes y su caridad heroica, pero va a morir muy pronto, antes de cumplir cuarenta años, sin tiempo siquiera para ir a Roma. Dícese que a falta de sacerdote, el propio Cristo le administró el viático, premiando así su gran amor eucarístico (a san Ramón se le suele representar con una custodia en la mano derecha).