19/04/2024

Historias llenas de humanidad

LAS CUATRO ESTACIONES

Había un hombre que tenía cuatro hijos. Como parte de su educación, él quería que ellos aprendieran a no juzgar a las personas y las cosas tan rápidamente como suele hacerse. Entonces los envió a cada uno, por tumos, a ver un árbol de peras que estaba a gran distancia de su casa.

Cada uno coincidió con una estación, así que el primer hijo fue en invierno; el segundo en primavera; el tercero en verano y el cuarto en otoño. Cuando todos habían ido y regresado, el padre los llamó y les pidió que describieran lo que habían visto.

El primer hijo dijo que el árbol era horrible, gibosoJorobado, corcovado y retorcido, parecía seco y sin vida. El segundo dijo que no, que el árbol estaba cubierto de brotes verdes y lleno de retoños que prometían flores. El tercer hijo no estuvo de acuerdo: él dijo que estaba cargado de flores, que emanaba un aroma muy dulce y se veía hermoso; era el árbol más lleno de gracia que jamás había visto.

El último de los hijos tampoco estuvo de acuerdo con ninguno de ellos. Dijo que el árbol estaba cargado de peras maduras, lleno de savia y bienestar. Como los pájaros acudían al peral para comer de los frutos que se estaban marchitando, todo a su alrededor se llenaba de un exquisito aroma.

Entonces el padre les explicó a sus hijos que todos tenían la razón, porque ellos solo habían visto una de las estaciones de la vida del árbol.

Y añadió que por eso no se podía juzgar a una persona por solo ver una de sus temporadas:

La esencia de lo que son los hombres, el placer, la tristeza, el regocijo y el amor que vienen con la vida solo pueden ser medidas al final, cuando todas las estaciones hayan pasado.
DEUDA DE SANGRE

Cierta tarde un pequeño se acercó a su madre, que preparaba la cena en la cocina, y le entregó una hoja de papel en la que había escrito algo. Después de secarse las manos y quitarse el delantal, ella leyó lo que decía la nota:

Cortar el césped del jardín → 15 €

Limpiar mi cuarto esta semana → 5 €

Cuidar de mi hermano → 5 €

Ir a la panadería → 0,50 €

Sacar la basura toda la semana → 2,50 €

Sacar buenas notas → 50 €

Limpiar el patio → 5 €

TOTAL, DEUDA → → → 83 €

Al terminar la lectura, la madre miró con seriedad al chico mientras él aguardaba expectante. Y sin decir palabra, ella tomó un lapicero y en el reverso de la misma hoja anotó:

Por llevarte nueve meses en mi vientre y darte la vida → NADA

Por tantas noches de desvelos, curarte y orar por ti → NADA

Por la alegría y el amor de nuestra familia → NADA

Por el temor y las preocupaciones cuando enfermabas → NADA

Por comida, ropa y educación → NADA

Por tomar tu mano y darte apoyo → NADA

Cuando el niño terminó de leer lo que ella había escrito, tenía los ojos llenos de lágrimas. La miró a los ojos y le dijo:

Te quiero, mamá.

Luego tomó el lapicero y escribió con letra muy grande en el papel:

«TOTALMENTE PAGADO»

SE RECOGE LO QUE SE SIEMBRA

Un viejo se fue a vivir con su hijo, su nuera y su nieto de cuatro años. Él vivía solo y deseaba compartir con su familia sus últimos días. Los años no habían pasado en balde: ya le temblaban las manos, su vista era torpe y sus pasos no eran tan ligeros como antaño. Toda la familia comía reunida en la mesa del comedor, pero las manos temblorosas y la vista enferma del abuelito hacían que alimentarse fuera un asunto difícil. Los guisantes caían de su cuchara al suelo y cuando intentaba tomar el vaso sucedía con frecuencia que se le derramaba la leche sobre el mantel.

El hijo y su esposa se fastidiaron con la situación.

—Tenemos que hacer algo con mi padre —dijo el hijo—. Ya he tenido suficiente y estoy harto de esta situación; derrama la leche, hace ruido al comer y tira la comida al suelo.

Así fue como el matrimonio decidió poner una pequeña mesa en una esquina del comedor para servirle al viejo. Así pasaron los días y el abuelo comía solitario mientras el resto de la familia disfrutaba la hora de comer.

Como ya había roto varios platos, decidieron servir su comida en un tazón de madera. De vez en cuando miraban hacia el sitio del abuelo y podían verle una lágrima furtiva mientras estaba allí sentado y solo. Sin embargo, las únicas palabras que la pareja le dirigía eran reproches cada vez que dejaba caer algún cubierto o la comida. El nieto de cinco años observaba todo en silencio.

Una tarde, antes de la cena, observaron que su hijo estaba jugando con unos trozos de madera en el suelo, y el papá le preguntó suavemente:

—¿Qué estás haciendo, hijo?

Con la misma dulzura el niño contestó:

—Ah, estoy haciendo un tazón para ti y otro para mamá para que, cuando yo crezca, ustedes coman en ellos.

Sonrió y siguió con su tarea.

Las palabras del pequeño golpearon a sus padres de tal forma que quedaron sin habla. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Y, aunque ninguna palabra se dijo al respecto, ambos supieron lo que tenían que hacer.

Esa tarde el hijo tomó gentilmente la mano del abuelo y lo guio de vuelta a la mesa familiar, en la que por el resto de sus días el anciano ocupó un lugar con ellos. Y por alguna razón, ni el esposo ni la esposa parecían molestarse cada vez que el tenedor se caía, la leche se derramaba o se manchaba el mantel.

CADENA DE FAVORES

Casi no la había visto. Era una señora anciana con su auto varado en el camino. El día estaba frío, lluvioso y gris, pero Alberto se pudo dar cuenta de que la anciana necesitaba ayuda. Estacionó su vetusto Pontiac delante del Mercedes de la anciana quien aún estaba tosiendo cuando se le acercó. Aunque con una sonrisa nerviosa en el rostro, se dio cuenta de que ella estaba preocupada.

Nadie se había detenido desde hacía más de una hora cuando se había varado en aquella transitada carretera. Para la anciana, ese hombre que se aproximaba no tenía muy buen aspecto y más bien podría tratarse de un delincuente. Como no había nada para evitarlo estaba a su merced. El hombre se veía pobre y hambriento.

Alberto pudo percibir la situación. Dado que el rostro de la mujer reflejaba cierto temor, se adelantó a tomar la iniciativa en el diálogo.

—Estoy para ayudarla, señora. Entre en su vehículo para que no se enfríe. Mi nombre es Alberto.

Aunque se trataba de un neumático bajo, para la anciana se trataba de una situación difícil. Mientras Alberto arreglaba el vehículo, la anciana le contó de dónde venía y que tan solo estaba de paso por allí.

Cuando Alberto terminó de arreglar la llanta, ella le preguntó cuánto le debía. Él no había pensado en el dinero. Para él solo se trataba de ayudar a alguien en un momento de necesidad: era su mejor forma de pagar por las veces que a él, a su vez, lo habían ayudado cuando se encontraba en situaciones similares. Alberto estaba acostumbrado a vivir así.

Entonces le respondió a la anciana que si quería pagarle, la mejor manera de hacerlo sería hacer lo mismo: la próxima vez que viera a alguien en necesidad y estuviera a su alcance el poder asistirlo, lo hiciera de manera desinteresada.

Alberto esperó que la señora se fuera. Entró en su coche y se fue.

Unos kilómetros más adelante, la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería bueno quitarse el frío con una taza de café caliente y una rosquilla antes de emprender el último tramo de su viaje. Se trataba de un pequeño lugar un poco arruinado. Afuera se veían dos bombas viejas de combustible que no se habían usado en años. Al entrar, se fijó en el interior y observó que la caja registradora se parecía a aquellas de piñones que se usaron cuando estaba joven.

Una amable camarera se le acercó y le extendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia. La chica tenía un rostro agradable, con una agraciada sonrisa, aquel tipo de sonrisa que no se borra, aunque estuviera muchas horas de pie. La anciana notó que la camarera tendría como ocho meses de embarazo y, sin embargo, esto no le hacía cambiar su simpática actitud hacia los clientes. Pensó en la gente que tiene tan poco, pero puede ser generosa con los extraños.

Entonces se acordó de Alberto. Luego de terminar su café caliente y su comida, le pagó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de 10 dólares.

Cuando la muchacha regresó con el cambio, constató que la señora se había ido. Pretendió alcanzarla para darle las vueltas. Pero al correr hacía la puerta vio, en la mesa donde la anciana estaba, algo escrito en una servilleta de papel al lado de cuatro billetes de 50 dólares. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota:

No me debes nada, yo estuve una vez como tú estás. Alguien me ayudó como hoy te estoy ayudando a ti. Y si quieres agradecerme, esto es lo que puedes hacer: no dejes de ayudar y ser una bendición para otros, como hoy lo hago contigo. Continúa dando tu amor y tu simpatía, y no permitas que esta cadena de bendiciones se rompa.

Aunque había mesas que limpiar y azucareras que llenar, aquel día se le fue volando a la camarera. Esa noche, ya en su casa, mientras entraba calladamente en su cama para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella… ¿Cómo habría adivinado ella las necesidades que tenía con su esposo, y los problemas económicos que estaban pasando con la llegada del bebé? La muchacha era consciente de lo preocupado que estaba su esposo por su situación y quería contarle ahí mismo lo sucedido.

Lo encontró profundamente dormido. Se acercó suavemente hacia él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente y le susurraba al oído:

Todo va a estar bien, Alberto, te amo…

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