Cuando cumplí cinco o seis años y con mucha más curiosidad y desvergüenza, empece a preguntar a los maestros, a mis padres y a algunas personas más sobre el misterio del elefante. Algunos, por no decir todos, me decían que era porque el elefante está amaestrado. La pregunta consecuente era: si estaba amaestrado, ¿por qué lo condenaban? No recibí ninguna respuesta coherente. Con el tiempo me olvide del tema.
Unos años después me encontré con alguien que se había hecho la misma pregunta, pero que fue capaz de responderse a sí mismo: «El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era pequeño». Cerré los ojos y me imaginé la escena.
Seguramente desde ese instante, en el que elefante fue consciente de su falta de libertad, empujo, tiro y peleo con todas sus fuerzas para soltarse de la estaca, pero a pesar de su esfuerzo, no pudo. La estaca era demasiado para él. Seguramente se durmió agotado por el esfuerzo, y al día siguiente, al despertarse, volvería al ataque y se volvió a dormir destrozado del esfuerzo; y así un día, y otro y otro más. Hasta que un día, el momento en el que la vida del pequeño elefante cambió, se rindió y decidió que no podía con la cadena y la estaca. El elefante grandioso, fuerte, enorme, nunca escapará de su destino porque cree que nunca lo va a conseguir. Tiene recuerdos y rememora su impotencia. Y lo que es peor para él, nunca más se volvió a cuestionar ese recuerdo. Nunca jamás intento a poner a prueba su fuerza de nuevo.
Mientras hojeaba su revista, un chico joven se sentó a su lado y comenzó a leer el periódico. De pronto, la señora observó con asombro que aquel muchacho, sin decir una palabra, extendía la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. La mujer se sintió bastante molesta. No quería ser grosera, pero tampoco le parecía correcto dejar pasar aquella situación o hacer como si no se hubiese dado cuenta. Así que, con un gesto manifiesto, quizá exagerado, tomó el paquete, sacó una galleta y se la comió manteniendo la mirada de aquel chico.
Como respuesta, el chico tomó otra galleta e hizo algo parecido, esbozando incluso una ligera sonrisa. Aquello terminó de alterarla. Tomó otra galleta y, de modo aún más ostensible, se la comió manteniendo de nuevo la mirada a aquel muchacho tan atrevido. El diálogo de miradas y pensamientos continuó entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, y el muchacho parecía estar cada vez más divertido.
Finalmente, cuando ya solo quedaba la última galleta, ella pensó:
—No podrá ser tan descarado.
El chico alargó la mano, tomó la galleta, la partió en dos y ofreció la mitad a la señora.
—¡Gracias!—, dijo la mujer, intentando a duras penas contener su enfado.
Entonces el tren anunció su llegada. La señora se levantó y subió en busca de su asiento. Antes de arrancar, desde la ventanilla todavía podía ver al muchacho en el andén y pensó:
—¡Qué insolente, qué mal educado, qué será de este país con una juventud así!
Sintió entonces que tenía sed, por las galletas y quizá por la ansiedad que aquella situación le había producido. Abrió el bolso para sacar la botella de agua y se quedó petrificada cuando encontró dentro del bolso su paquete de galletas intacto.