Tal fue el caso de Dionisio, tirano de Siracusa, impenitente creador de horribles poesías, para tortura del poeta de la corte, Filoxeno.
Se cuenta que hizo comparecer a este a su presencia, y le entregó la última serie de poemas que había perpetrado, pidiéndole su opinión.
Filoxeno, con bastante más amor al arte que prudencia, respondió sin miramientos:
—Majestad, vuestros versos son nefastos.
Dionisio, previsiblemente, se enfadó mucho, e hizo encerrar al poeta una semana en las caballerizas.
Al término de ese tiempo, le hizo llamar para entregarle una nueva serie de versos que había escrito, suponiendo que el encierro ablandaría cualquier futura crítica de Filoxeno.
Este se presentó ante el monarca, cogió los versos en silencio, empezó a leerlos, y en silencio también los devolvió sin acabar de leerlos, dio media vuelta y se dispuso a abandonar la sala.
—¿A dónde vas?— preguntó Dionisio.
—A las caballerizas— respondió el poeta.
Al principio, del Valle no tuvo motivos, sino para lamentar su invalidez; más poco a poco se fue acostumbrando, e incluso llegó a estar peculiarmente orgulloso de ella.
Popular fue el momento en que, llevado de su fantasía (y, sin duda, algo de soberbia), acabó por establecer, con gesto ufano, un claro paralelismo entre su manquedad y la de Cervantes.
Pero pronto apagó su entusiasmo Jacinto Benavente, presente en la reunión, quien al escuchar el disparate de Inclán, respondió con malicia:
─¡Vamos, Ramón, que lo tuyo no fue en Lepanto!
Justo mientras la levantaba, varios cortesanos giraron la vista hacia él, y al ver la cómica escena —el monarca devolviendo la liga a la condesa, y está completamente ruborizada—, les faltó tiempo para empezar a murmurar maliciosos comentarios y bromas.
Fue entonces cuando Eduardo III pronunció la frase del título, más como viera que las murmuraciones no cesaban, resolvió defenderse en sentido opuesto, volvió a tomar la liga de manos de la atónita cortesana, y sin más miramientos se la ató a su propia pierna, pasando el resto de la velada con la liga de la cortesana colgando hasta el suelo.
Este cómico gesto, se cree, acabó por dar origen a la famosa y codiciada «Orden de la Jarretera», y a que su frase original, «Honni soit qui mal y pense» quedase como leyenda en el escudo nacional inglés.
Hacia el final, Miguel Ángel se encontró con la típica duda de muchos escultores: encontrar un objeto que poner en manos del modelo y modelar de esta guisa la escultura.
Así se lo planteó al noble, preguntándole si le parecía bien que le trajeran un libro para que lo sostuviera.
Pero el noble, en un gesto de indudable sinceridad, respondió:
─No, un libro no; nadie se lo creería. No sé leer… de modo que mejor me traigan una espada.
El comediógrafo se las veía y se las deseaba para escurrir el bulto con todo tipo de excusas, a cuál más ingeniosa; pero ninguna servía para que las damas se desalentaran.
En una ocasión de estas, varias damas intentaban convencerle, y una de ellas llegó a decirle:
—Vamos, don Jacinto, ¡pero si usted no necesita prepararse nada especial para nosotras!
Usted llega, nos dice cualquier cosa, ¡y nosotras quedamos encantadas!
Benavente, abrumado, intentó excusarse, rebatiendo semejante sugerencia:
─¡Pero señoras, yo no puedo ir allí a hablar a tontas y a locas!
Los amigos de Benavente tuvieron que explicarle más tarde por qué las mujeres, se marcharon tan indignadas…
—Da gusto ver publicado en los periódicos lo que uno escribe, ¿verdad?
—¡Ciertamente! ¿Han publicado un artículo suyo?- preguntó Baroja.
—No, es un anuncio que ofrece en venta media tonelada de castañas